¿Derecho a la libertad religiosa vs. derecho a la vida?

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    A principios de septiembre de 1994 Marcos Alegre Vallés, de 13 años, sufrió una caída en bicicleta, que le ocasionó unas heridas leves. A los tres días empezó a sangrar por la nariz y recibió atención sanitaria. Pocos días después volvió a sangrar, esta vez con mayor profusión, y el médico recomendó a los padres que lo llevaran al hospital.

    En el hospital detectaron la urgente necesidad que tenía el niño de recibir una transfusión de sangre. Al comentar el asunto con los padres, éstos manifestaron que tanto ellos como su hijo eran testigos de Jehová y que no podían autorizar la transfusión. Pidieron un tratamiento alternativo y, al decirles los médicos que no existía ninguno, decidieron solicitar el alta voluntaria. Los médicos se negaron a concederla por entender que la vida del niño corría peligro si no se practicaba la transfusión y solicitaron al juez autorización para transfundirle. Recibida la autorización judicial, e informados los padres acerca de la misma, no opusieron resistencia alguna. Pero cuando fueron a practicar la transfusión el niño reaccionó con auténtico terror ante la posibilidad de recibirla. Los médicos decidieron, entonces, no transfundirle por razones tanto médicas como éticas; pero pidieron a los padres que persuadieran a Marcos acerca de la necesidad de que aceptara la transfusión. Ellos se negaron a hacerlo y solicitaron de nuevo el alta para así acudir a algún otro centro en el que pudieran dar un tratamiento alternativo para su hijo.
    A partir de ese momento, la familia Alegre Vallés inicia una búsqueda diligente pero infructuosa: primero en el Hospital Vall D'Hebrón y después en el Hospital General de Catalunya. Los distintos médicos que atienden al niño coinciden en señalar que no existe más opción que la transfusión de sangre. Pero ninguno de ellos decide transfundir al amparo de la autorización judicial existente, ni piden otra para llevarla a cabo.
    Finalmente la familia vuelve a su casa, donde Marcos es asistido por el médico de Ballobar. Para entonces su estado de salud es crítico. Desde el Ayuntamiento de la localidad se informa al juez de la situación, adjuntando el informe médico en el que se hace notar la urgente necesidad de practicar una transfusión. El juez autoriza entonces la entrada en el domicilio del menor para que Marcos reciba la asistencia médica que precise. Los padres, una vez más, muestran su oposición a la transfusión pero acatan la decisión judicial hasta el punto de que es el propio padre quien lleva al niño hasta la ambulancia que lo trasladó al Hospital de Barbastro. Marcos llegó en coma profundo y recibió una transfusión de sangre. De allí fue trasladado al Hospital Miguel Servet de Zaragoza, donde llegó descerebrado y murió a las pocas horas de su ingreso. Era el 15 de septiembre de 1994.
    El fiscal acusó a los padres de Marcos de un delito de homicidio, pero la Audiencia Provincial de Huesca los absolvió. El ministerio fiscal recurrió en casación la sentencia y el Tribunal Supremo la revocó condenando a los padres por un delito de homicidio, con el agravante de paternidad y el atenuante de obcecación.
    Los padres recurrieron en amparo la sentencia del Tribunal Supremo ante el TC, por entender que violaba su derecho a la libertad religiosa y los derechos a la libertad religiosa y a la integridad física y moral del niño. Lógicamente el TC no considera en su sentencia las presuntas violaciones a los derechos del niño fallecido y se centra en si se ha lesionado o no la libertad religiosa de los padres. En principio, cabe pensar que el TC se encuentra ante un conflicto de derechos: el derecho a la vida del niño, que los padres tienen el deber de proteger en base a su condición de garantes, y el derecho a la libertad religiosa de los padres. Como veremos seguidamente, el TC no resolverá el recurso dando preferencia a uno de los derechos y sacrificando el otro sino delimitando -es cierto que con ciertos titubeos- el contenido de cada uno de los elementos en aparente conflicto: por un lado, el deber de los padres de velar por la vida de su hijo y, por otro, su derecho a actuar de acuerdo con sus convicciones religiosas.
    En su momento, la Audiencia Provincial de Huesca entendió que el niño había actuado en el ejercicio de su derecho al rechazar la transfusión y que sus padres habían cumplido con su deber de garantes al no obstaculizar la libre decisión de Marcos. No existía, en consecuencia, delito  alguno. Por el contrario, el Tribunal Supremo entendió que el deber de garantes de los padres incluía el de salvaguardar la vida de Marcos y que no podían alegar su derecho a la libertad religiosa para incumplir con ese deber.
    La STC 154/2002 que comentamos sigue una argumentación perfectamente sistemática. En primer lugar expone la causa del recurso de amparo (FJ 1), el contenido de la demanda (FJ 2), los hechos más relevantes para resolver el recurso planteado (FJ 3) y los fundamentos jurídicos de las sentencias tanto de la Audiencia Provincial como del Tribunal Supremo (FJ 4). Ordenados los hechos sobre los que tendrá que pronunciarse el TC, en el FJ 5 se expone el núcleo del recurso: "el objeto del recurso -objeto que delimita el ámbito de nuestro examen- se centra en la relación que puede existir (y que, en todo caso, ha de precisarse) entre la condición de garante (en los términos expuestos) y la libertad religiosa"… Pero antes de entrar en el asunto concreto objeto del recurso,  sintetiza la doctrina del propio Tribunal acerca del contenido y límites de la libertad religiosa, y de las condiciones generales para establecer límites a los derechos fundamentales (FFJJ 6, 7 y 8).
    Los argumentos de la Sentencia que tienen exclusivamente que ver con los hechos objeto del recurso se encuentran en los fundamentos jurídicos 9 a 15. Los tres primeros (9 a 11) se ocupan de analizar si el menor es titular de los derechos a la libertad religiosa y a la integridad física y, en caso de serlo, en qué medida esos derechos condicionan la valoración de los hechos sometidos a recurso de amparo. Los siguientes (12 a 15) se centran en determinar el alcance concreto del derecho a la libertad religiosa de los padres en relación con su deber de garantes. En estos párrafos se encuentran los elementos que justifican de forma concreta e inmediata la resolución final del TC de otorgar el amparo a los recurrentes, decisión que compartimos, aunque alguna de las líneas argumentales en las que se apoya nos parezca algo endeble o se encuentre escasamente desarrollada.

1.- El derecho a la libertad religiosa y a la integridad física del menor.

    Los elementos que el TC estima fundamentales para esclarecer el alcance del derecho a la libertad religiosa del menor son los siguientes: "En primer lugar, el hecho de que el menor ejercitó determinados derechos fundamentales de los que era titular: el derecho a la libertad religiosa y a la integridad física. En segundo lugar, la consideración de que, en todo caso, es prevalente el interés del menor, tutelado por los padres y, en su caso, por los órganos judiciales. En tercer lugar, el valor de la vida, en cuanto bien afectado por la decisión del menor (…). En cuarto lugar, los efectos previsibles de la decisión del menor: tal decisión reviste los caracteres de definitiva e irreparable, en cuanto conduce, con toda probabilidad, a la pérdida de la vida" (FJ 10).
    El TC reconoce, como no podía ser de otra manera, que Marcos tiene derecho tanto a la libertad religiosa como a la integridad física; pero también reconoce que esos derechos pueden tener límites en cuanto que puedan atentar contra el interés del propio menor: "el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos (…) no es de suyo suficiente para, por vía de equiparación, reconocer la eficacia jurídica de un acto (…) que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales, la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable" (FJ 10).
    Ahora bien, ¿por qué no se otorga eficacia jurídica a la voluntad del niño de rechazar cualquier transfusión? ¿Por qué no se permite al menor con capacidad de juicio suficiente renunciar a un tratamiento vital como, en cambio, sí se hace con los mayores de edad? La Sentencia no lo deja del todo claro1. El TC afirma que en todo caso debe prevalecer el interés del menor; que la vida es un valor superior del ordenamiento y presupuesto ontológico de los demás derechos; y que la decisión de Marcos iba a tener unos efectos irreparables. Salvo la primera, las demás consideraciones son igualmente aplicables para el caso de rechazo a tratamientos por parte de un adulto. En consecuencia, habrá que entender que la razón del trato diferenciado está en la prevalencia del interés del menor. Pero entonces, ¿por qué  el TC entiende que el interés del menor consiste en impedirle la renuncia a un tratamiento vital? No lo explica.
    Por el contrario, se refiere a continuación a la ausencia de "datos suficientes de los que pueda concluirse con certeza -y así lo entienden las sentencias ahora impugnadas- que el menor fallecido, hijo de los recurrentes en amparo, de trece años de edad, tuviera la madurez de juicio necesaria para asumir una decisión vital como la que nos ocupa" (FJ 10). No niega que Marcos tuviera madurez de juicio suficiente; se limita a decir que no hay datos suficientes para tener la total seguridad de que así fuera. Ante esta referencia a si el menor tenía o no madurez de juicio, el lector se queda perplejo. ¿Acaso se debe entender que el TC quiso dejar la puerta abierta a la posibilidad de dar relevancia jurídica a una decisión de un menor de las mismas características, si se tuviera seguridad acerca de la madurez de juicio? El TC no llegar a establecer un criterio general. No se sabe cuál es la razón última por la que niega efectos a la decisión del menor: si es porque no hay seguridad de que contase con la madurez de juicio necesaria en ese caso; o porque presume que un menor nunca podrá tener la capacidad de juicio necesaria para tomar una decisión de esas características; o porque presume que nunca se podrá discernir con total seguridad si el menor tiene la madurez suficiente para tomar esa decisión; o porque independientemente de que pueda tenerla o no, el valor de su vida prevalece.
    A mi entender el TC debería haber afirmado con mayor rotundidad dos principios, de los cuales sólo uno queda esbozado en la sentencia, y que dan la clave para dar consistencia a la solución adoptada. En primer lugar, que las decisiones de los menores que atentan contra sus vidas no deben tener efectos jurídicos porque la vida es un valor superior del ordenamiento jurídico y un derecho del menor que los poderes públicos tienen que defender incluso frente a los propios actos del menor. En segundo lugar, que se debe presumir iuris et de iure la imposibilidad de discernir si un menor tiene o no la madurez de juicio necesaria para tomar una decisión que traiga como efecto su propia muerte. Este segundo elemento me parece importante porque si aceptamos que el menor puede tener esa madurez de juicio para tomar una decisión que comprometa su vida, y resulta posible evaluarla con total seguridad, en el momento en que se advirtiera que el menor la tiene habría que respetar su decisión, por la misma razón que se respeta la decisión de un adulto.
    ¿Deben los médicos tratar de persuadir a los menores de la necesidad de la transfusión o, más bien, deben centrarse en evaluar la madurez de su juicio y, si entienden que es suficiente, dejarles que tomen sus propias decisiones? Cuando los jueces reciban solicitudes de autorización para transfundir, ¿deben evaluar la madurez de juicio del menor y autorizar la transfusión sólo en los casos en los que tengan dudas acerca de la madurez de juicio para tomar la decisión de rechazar la transfusión? Ninguna de estas dos cuestiones recibe una respuesta inequívoca de la lectura de la sentencia, sobre todo, porque no se aclara la razón del trato diferente para un adulto y un menor con madurez de juicio.
    Ese margen de indefinición con que argumentó en este caso el TC podría engendrar algunas graves incoherencias dentro del ordenamiento jurídico. Un menor no puede someterse a un ensayo clínico si no es en su beneficio y no lo autorizan sus padres o tutores. Un menor tiene obligación de ir a la escuela hasta los 16 años. Un menor carece de la plena responsabilidad penal. Un menor no puede acceder a un bar en el que esté permitido fumar ni puede comprar tabaco. Nada de esto lo puede hacer por muy competente que sea. ¿Resulta coherente que un ordenamiento jurídico que contiene estas disposiciones -todas ellas inspiradas en el principio de primacía del interés del menor, consagrado en los textos jurídicos internacionales relativos a esta materia- permita que un menor pueda tomar una decisión que acabe con su vida, aunque esté respaldada en muy serias y respetables creencias, y la decisión sea fruto del juicio más maduro que un menor pueda hacer? Y, más importante aún, ¿resulta coherente con una Constitución que reconoce que la vida "en su dimensión objetiva, es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional" y "supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible" (STC 53/1985, cit. en FJ 10 STC 154/2002), dejar en manos de los menores la decisión de rechazar tratamientos médicos imprescindibles para su supervivencia? ¿No es incongruente permitir que, al amparo de una autonomía moral que se está empezando a forjar, los menores puedan tomar decisiones que acaben con su vida y, como consecuencia, con la posibilidad de alcanzar el pleno desarrollo de su autonomía moral y personalidad?

2.- El alcance del derecho a la libertad religiosa de los padres.

    Pero el recurso de amparo está incoado por los padres de Marcos por entender que la condena por un delito de homicidio de que han sido objeto atenta contra su derecho a la libertad religiosa. Fueron condenados porque, según el TS, su deber de garantes con relación a su hijo les exigía atender las peticiones de los médicos de autorizar la transfusión o, ante la negativa del menor a recibirla, persuadirle para que cambiara de parecer. En este punto, el TC razona con contundencia al rechazar la idea de que el deber de garante de los padres incluya el cumplimiento de esas conductas. Según el alto Tribunal, se trata de comportamientos cuya exigencia supone un atentado contra el núcleo del derecho a la libertad religiosa: "En definitiva, acotada la situación real en los términos expuestos, hemos de estimar que la expresada exigencia a los padres de una actuación suasoria o que fuese permisiva de la transfusión, una vez que posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa yendo más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición jurídica respecto del hijo menor. En tal sentido, y en el presente caso, la condición de garante de los padres no se extendía al cumplimiento de tales exigencias" (FJ 15).
    Esa firmeza de planteamiento se ve ligeramente empañada en un momento en que el TC parece manifestar una duda acerca de la exigibilidad de esa conducta suasoria. Para el TC un derecho se puede limitar en beneficio de otro preponderante siempre que se cumplan tres requisitos: que esa limitación sea necesaria para conseguir el fin perseguido; que exista proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halle aquel a quien se le impone; y que se respete el contenido esencial del derecho. Pues bien, aunque parece que el TC zanja la cuestión, considerando que los comportamientos que el TS exigió a los padres eran contrarios al núcleo de su derecho a la libertad religiosa, en otro momento de la sentencia descarta la exigibilidad de esos comportamientos por no resultar seguro que fueran a ser eficaces: "en el presente caso la efectividad de ese preponderante derecho a la vida del menor no quedaba impedida por la actitud de los padres, visto que éstos se aquietaron desde el primer momento a la decisión judicial que autorizó la transfusión. Por lo demás, no queda acreditada ni probada la eficacia de la actuación suasoria de los padres ni que, con independencia del comportamiento de éstos, no hubiese otras alternativas menos gravosas que permitiesen la práctica de la transfusión" (FJ 12). ¿Acaso si esa intervención suasoria de los padres hubiese sido un medio seguro para doblegar la voluntad del niño habría sido exigible dicho comportamiento? A mi entender está claro que no porque, como dice el propio TC, se estaría yendo contra el contenido esencial de su derecho a la libertad religiosa. Si alguien cree firmemente en la ilicitud de las transfusiones, nadie le puede pedir ni que autorice una transfusión a un menor a su cargo ni que trate de persuadirle para recibirla. ¿Tiene sentido permitir a unos padres que eduquen a sus hijos en la convicción de la ilicitud de las transfusiones y que, llegado el momento de actuar de acuerdo con esa posición, se les exija ir contra sus conciencias, autorizando la transfusión, o diciendo a sus hijos que lo que les enseñaron como algo sagrado era una falsedad? Evidentemente no. Si aceptamos que se pueda educar en esas creencias luego no podemos exigir comportamientos directamente contrarios a las mismas. Sí es exigible a los padres, en cambio, que faciliten la atención sanitaria del menor a su cargo y no obstruyan la actuación de la autoridad pública dirigida a salvaguardar la vida del menor. Desde luego, en este aspecto los padres actuaron ejemplarmente, acatando las disposiciones judiciales y facilitando su cumplimento.

3.- La actuación del menor, los médicos y los jueces.

    Además de los padres de Marcos, entre los protagonistas de los tristes hechos que dieron lugar a este recurso, debemos destacar a otros tres: al mismo Marcos; a los jueces que autorizaron en dos ocasiones la práctica de una transfusión; y a los médicos que atendieron al menor en los distintos establecimientos sanitarios a los que fue conducido.

    a) El menor. Sabemos que cuando los médicos se dispusieron a realizar la transfusión después de haber recibido la primera autorización judicial, el menor, de trece años de edad, sin intervención alguna de sus padres, la rechazó con auténtico terror, reaccionando agitada y violentamente en un estado de gran excitación que los médicos estimaron muy contraproducente, pues podía precipitar una hemorragia cerebral. Por esta razón, los médicos desistieron de la realización de la transfusión procurando repetidas veces, no obstante, convencer al menor para que la consintiera, cosa que no lograron (Antecedente 2,b). Desde entonces, y hasta los momentos inmediatamente anteriores al fallecimiento, las posiciones se mantuvieron inalterables: Marcos y sus padres rechazaban la transfusión y los médicos no se decidían a llevarla a cabo.
    Marcos se mantuvo en el rechazo. Es difícil negar que se trató de una decisión exclusivamente suya, no determinada por el influjo de sus padres; basada en unas fuertes creencias religiosas; consciente de los efectos que con toda probabilidad le iba a acarrear; y mantenida a lo largo del tiempo, a pesar de la agravación de su estado de salud. Ante todos estos inequívocos signos de decisión consciente y libre parece que la declaración del TC, según la cual no cabía deducir de las sentencias impugnadas elementos suficientes para tener seguridad acerca de la madurez de Marcos, resulte excesivamente conservadora. No hay que olvidar, además, que la Audiencia de Huesca absolvió a los padres por entender precisamente lo contrario -que Marcos había tomado una decisión con total capacidad de juicio- y que ese Tribunal tenía una inmediatez a los hechos de la que carecía el TS2.

    b) Los jueces. Dos órganos judiciales participan en los hechos con sendas autorizaciones para que Marcos reciba la atención médica que precise, incluida la transfusión. El TC se pronuncia sobre estas actuaciones afirmando que "la resolución judicial autorizando la práctica de la transfusión en aras de la preservación de la vida del menor (una vez que los padres se negaron a autorizarla, invocando sus creencias religiosas) no es susceptible de reparo alguno desde la perspectiva constitucional, conforme a la cual es la vida 'un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional'" (FJ 12). En esta ocasión el TC es más firme en proclamar que el deber constitucional del juez ante una amenaza para la vida de un menor es autorizar las medidas necesarias para proteger su vida. Parece que el TC no considere que los órganos judiciales encargados de decidir la autorización de la transfusión tengan que valorar la madurez del menor. Siendo así encontramos aquí otro reconocimiento por parte del TC de la primacía constitucional de la vida del menor sobre su libertad para rechazar un tratamiento.

    c) Los médicos. Nada se dice en la sentencia sobre la actuación médica. No voy a discutir si el TC debería o no haberse referido a la misma. Aceptando que la posición de los médicos es realmente trágica en situaciones como la que comentamos, entiendo que el modo en que procedieron fue, cuando menos, desafortunado. Por un lado, durante el tiempo en que la transfusión habría sido efectiva decidieron no transfundir; en cambio, cuando la situación ya era irreversible y el desenlace final inminente, practican una transfusión. ¿Por qué los médicos no transfundieron después de recibir la primera autorización judicial para hacerlo? En los antecedentes de hecho se dice lo siguiente: “los médicos desecharon la posibilidad de realizar la transfusión en contra de su voluntad, por estimarla contraproducente, por lo que, sin intervención alguna de los acusados, tras desechar los médicos la práctica de la transfusión mediante la utilización de algún procedimiento anestésico por no considerarlo en ese momento ni ética ni médicamente correcto, por los riesgos que habría comportado, después de "consultarlo" telefónicamente con el juzgado de guardia, considerando que no tenían ningún otro tratamiento alternativo para aplicar, accedieron los médicos que lo trataban a la concesión del alta voluntaria” (Antecedentes, 2.b). Aunque formalmente la actuación sea irreprochable -consultan su decisión con el juez, y la justifican tanto en la lex artis como en la ética profesional- creo que es fundamental subrayar que Marcos Alegre murió por no recibir a tiempo una transfusión de sangre para la que los médicos estaban judicialmente autorizados. Me planteo la siguiente cuestión: si los padres hubiesen dado su consentimiento a la transfusión y el niño hubiese reaccionado como hizo, ¿habrían dejado los médicos de transfundir por entender que era ética y médicamente incorrecta? Me cuesta creerlo y, desde luego, las circunstancias médicas y éticas -salvo el consentimiento de los padres- habrían sido las mismas.
    El niño recibió la transfusión finalmente el día 14, víspera de su fallecimiento, cuando ya estaba en coma profundo. Contando con que esa medida pudiera resultar completamente fútil, e indudablemente existen indicios para pensarlo, ¿tiene sentido que se practique en ese momento la transfusión? Considero que si esa medida era completamente fútil, debería haberse evitado porque es contrario a la dignidad humana llevar a cabo intervenciones fútiles en un persona que sean contrarias a su voluntad, aunque esa persona tenga limitada o carezca de capacidad de juicio.
    Reconozco mi osadía, quizá incluso temeridad, al juzgar la actuación médica cuando ni siquiera el TC lo hace. Pero no se puede perder de vista que, en el momento en que los padres son relevados de su deber de garantes de la vida del niño, esa responsabilidad recae sobre los poderes públicos y concretamente sobre los médicos, encargados de proporcionar la atención sanitaria necesaria. ¿Hicieron todo lo que pudieron por salvar a Marcos o, impresionados por su reacción, no se atrevieron a actuar en contra de su voluntad?
    En todo caso, se debe reconocer la enorme dificultad que tiene proceder en estas circunstancias, en las que una persona menor de edad rechaza con toda su fuerza, y con una voluntad que parece consciente y libre, un tratamiento vital. Si, como parece sostener el TC, en esos casos es prioritario salvaguardar la vida del menor debería actuarse con la mayor diligencia y no postergando la intervención hasta un momento en que, como sucedió en este caso, resultó inútil. Pero, ¿cómo actuar en esas situaciones? No está nada claro porque cualquiera de las posibilidades existentes para llevar a cabo la transfusión -engañarle, anestesiarle, atarle- repugna al respeto con que debe ser tratado un ser humano. Como sólo se justifica esa actuación por ser el último recurso para salvar la vida de esa persona, se debe actuar contra su voluntad de la forma menos ofensiva y sólo durante el tiempo estrictamente necesario. Precisamente porque se trata de un ámbito de actuación en el que los derechos fundamentales están inmediatamente afectados, habría sido conveniente una referencia al comportamiento que deberían tener los médicos en casos semejantes.

4.- Valoración de la STC 154/2002.

    A la vista de lo argumentado y resuelto por el TC, estimo que la decisión de reconocer el amparo a los padres de Marcos y de anular las sentencias condenatorias del Tribunal Supremo está plenamente justificada. Sin embargo, algunos de los elementos de la argumentación resultan innecesariamente ambiguos.

    1.- El núcleo del conflicto se plantea entre el derecho de los padres a la libertad religiosa y su deber de velar por la vida de su hijo. El TC entiende que ese deber queda cumplido desde el momento en que facilitan que el niño reciba en todo momento la atención médica que necesite. No se les debe exigir que autoricen prácticas que vayan contra sus convicciones religiosas, ni tampoco que persuadan a su hijo a hacer algo contrario a las enseñanzas religiosas que le dieron. El TC no ve un conflicto entre un derecho y un deber fundamental de los padres, que deba resolverse dando preferencia a uno y sacrificando el otro. Más bien, considera que se trata de una situación dramática en la que resulta especialmente difícil discernir el límite preciso tanto del deber como del derecho.

    2.- El TC reconoce que los menores son titulares del derecho a la libertad religiosa, pero también que el ejercicio de esos derechos se puede limitar. En este caso, el TC se inclina por esta opción, al considerar que según la CE la vida de un menor prevalece sobre su derecho a la libertad religiosa. Pero no ofrece una justificación sólida de esta decisión que explique el trato diferenciado de la CE ante la negativa a un tratamiento vital en un adulto y en un menor.

    3.- Esa decisión del TC entiendo que sólo puede ser conforme a la CE si se basa en la presunción iuris et de iure de la imposibilidad de saber con total seguridad que un menor tiene la madurez de juicio para valorar el significado y alcance de su negativa a un tratamiento vital.

    4.- Habría sido deseable que el TC hubiera ofrecido alguna orientación acerca del comportamiento de los médicos en situaciones análogas a las del recurso. El silencio del TC hace pensar que la CE no tiene nada que decir a los médicos en estos casos. Por el contrario, considero que, por las razones que he señalado, los médicos tienen el deber de salvaguardar la vida del menor frente a sus negativas a recibir un tratamiento vital, y que ese deber se incardina en la CE.

    5.- Con la regulación vigente en España, ¿tiene derecho el menor a rechazar un tratamiento vital?

    Desde que se resolvió el recurso de amparo que venimos comentando la legislación española en materia de consentimiento informado se ha modificado y, sobre todo, se ha incrementado notablemente, ya que no sólo se ha aprobado la Ley 41/2002 Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente y de Derechos Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica sino que prácticamente todas las comunidades autónomas han legislado sobre esta materia. Es interesante preguntarse en qué medida esta nueva regulación puede afectar a la resolución de un caso como el que venimos comentando. Me ocuparé únicamente de la ley básica. Por un lado, confirma el principio general según el cual "toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado" (art. 8.1), que ya había sido establecido en la Ley General de Sanidad de 1986. Ante el rechazo de un tratamiento, la ley prescribe el alta voluntaria del paciente o, si existen, la aplicación de tratamientos alternativos, aunque sean paliativos: "En caso de no aceptar el tratamiento prescrito, se propondrá al paciente o usuario la firma del alta voluntaria. Si no la firmara, la dirección del centro sanitario, a propuesta del médico responsable, podrá disponer el alta forzosa en las condiciones reguladas por la Ley. El hecho de no aceptar el tratamiento prescrito no dará lugar al alta forzosa cuando existan tratamientos alternativos, aunque tengan carácter paliativo, siempre que los preste el centro sanitario y el paciente acepte recibirlos. Estas circunstancias quedarán debidamente documentadas".
    En lo relativo al consentimiento de los menores a las intervenciones sanitarias se dispone lo siguiente: "Se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos: (…) Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación. Sin embargo, en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente" (art. 9.2).
    La interpretación de este último precepto no resulta sencilla por estar redactado en unos términos bastante confusos. Caben, de entrada, dos interpretaciones. Según la primera todo menor es responsable de prestar su consentimiento a las intervenciones relacionadas con su salud, salvo que se estime que carece de la capacidad intelectual y emocional para comprender el alcance de las intervenciones3. En esos casos, y sólo en esos, son sus representantes los que deben prestar el consentimiento.
    Otra interpretación nos lleva a estimar que el menor entre 12 y 16 años debe ser escuchado pero no es competente para decidir por entenderse que no está ni emocional ni intelectualmente capacitado; mientras que el menor entre 16 y 18 años es plenamente competente para tomar sus decisiones en este ámbito y debe ser él quien decida, salvo que se constate su incapacidad para hacerlo.
    Sin duda, la primera de las interpretaciones está más ajustada al tenor literal. Si la damos por buena, lo primero que deberán hacer los médicos ante los pacientes menores de edad es evaluar su capacidad y, dependiendo del resultado, solicitar el consentimiento al niño o a los padres. Esto genera una responsabilidad añadida a los profesionales sanitarios ya que la valoración no siempre es fácil de hacer y la disconformidad sobre la misma puede dar lugar a reclamaciones, tanto por parte de los padres como de los menores.     Probablemente la ambigüedad del legislador en este punto se esté resolviendo con la consolidación de una determinada praxis. Los médicos son conscientes de que si se equivocan, dando por capaz al menor que no lo es, es probable que los representantes le exijan responsabilidades. Por el contrario, es mucho menos probable que un menor exija responsabilidades al médico por no dejarle a él en exclusiva la decisión acerca de la intervención médica, cuando se consideraba suficientemente maduro para hacerlo. En consecuencia, lo más común es que los médicos tiendan a considerar que los menores que no hayan cumplido los 16 años son insuficientemente capaces para comprender el alcance de las intervenciones que les proponen y pidan el consentimiento a sus padres.
    Las dificultades hermenéuticas del art. 9.2 de la Ley 41/2002 se agravan cuando tenemos en consideración el último inciso, dedicado a las actuaciones de grave riesgo. En primer lugar, ¿a qué se refiere con actuaciones de grave riesgo? De entrada, deberíamos entender que se refiere a aquellas intervenciones médicas cuya aplicación entraña graves riesgos. Pero entonces nos encontraríamos con que quedarían excluidas de este inciso aquellas intervenciones que, no siendo en sí mismas graves (por ejemplo, las transfusiones de sangre), pueden ser en ocasiones imprescindibles para la supervivencia de una persona. Quizá el legislador no quería establecer esta distinción, cosa que se habría evitado simplemente si en lugar de hablar de actuación hubiera hablado de situación de riesgo. Pienso, no obstante, que es razonable plantear una interpretación extensiva según la cual la referencia a la actuación de grave riesgo abarca también aquellas no actuaciones que generan un grave riesgo.
    Pero no todo acaba aquí. Según la ley, en esos casos de actuación de grave riesgo -que son determinados por los médicos- los padres deben ser en todo caso informados y escuchados, pero la competencia decisoria parece que se atribuya al médico porque es el que informa y el que puede tener en cuenta la opinión de ellos de cara a tomar la decisión4. Pero, ¿tiene sentido que ante las intervenciones de gravedad el poder de decisión se traslade automáticamente de los padres y/o los menores al médico?
    El consentimiento de los menores a las intervenciones médicas ha sido objeto de regulación no sólo en la mencionada ley 41/2002 sino en otras aprobadas por la mayoría de las comunidades autónomas en los últimos años. Al albur de la confusa redacción de la ley básica en esta materia, han proliferado las variaciones autonómicas que incrementan aún más la perplejidad del jurista y la inseguridad del ciudadano. Sólo mencionaré tres ejemplos de leyes que evidencian una inadmisible discrepancia de criterios por afectar a los derechos fundamentales de los menores: la ley navarra, que me parece la más clara5, al fijar unos límites concretos de edad para establecer si el consentimiento corresponde al menor o a sus padres; la ley catalana, que se aprobó antes que la estatal, le sirvió de inspiración y le contagió las ambigüedades que padecía en este campo6; y la ley balear, sobre la cual tengo dudas de que se ajuste al marco general, ya que dice expresamente que el consentimiento sobre las intervenciones médicas a menores de 18 años corresponde a los padres, en contra del tenor literal de la ley estatal7.
    ¿Se puede afirmar que, a la vista del nuevo marco regulador del consentimiento de los menores en España, se les permite rechazar tratamientos necesarios para su supervivencia? A mi entender, la respuesta es no por dos razones. La primera se encuentra en el mismo art. 9.2 de la ley 41/2002. Si entendemos actuación de grave riesgo en el sentido amplio que he sugerido, es indudable que la decisión acerca de un tratamiento vital no puede quedar exclusivamente en manos del menor, incluso en el caso de ser mayor de 16 años. La segunda se fundamenta en la misma Constitución8 y en la STC 154/2002 que hemos comentado. La plena capacidad de obrar se establece con la mayoría de edad, a los 18 años, porque se entiende que no es hasta entonces cuando la persona está posesión plena de sí misma. Los años de la infancia y juventud son años de formación y desarrollo, en los que es tan importante facilitar que el menor empiece a decidir por sí mismo, como protegerle frente a aquellas decisiones que, en lugar de conducirle a su maduración, puedan frustrarla total o parcialmente. Aceptar que un menor renuncie a un tratamiento vital, cuando no existe alternativa al mismo, es permitirle tomar una decisión irrevocable y absolutamente negativa, ya que trae como resultado necesario la muerte. Si el Derecho entiende justificadas ciertas limitaciones a la capacidad de obrar por el bien del propio sujeto hasta la mayoría de edad, por entender que todavía está en la fase de su desarrollo personal básico, parece lógico que limite la capacidad del propio sujeto con respecto a aquellos actos que le ocasionen la muerte. El menor es titular de los derechos a la integridad física y moral, y a la libertad religiosa. Pero, al amparo de los mismos, no puede renunciar a su vida y al futuro ejercicio de todos sus derechos.
    Muchos autores se apresuran a denunciar como paternalista  un planteamiento como el que acabo de proponer. No creo que sea así. Comparto la idea de que "no existe una diferencia tajante entre las necesidades de protección y las relacionadas con la autonomía del sujeto, por lo que la mejor manera de garantizar social y jurídicamente la protección de la infancia es promover su autonomía como sujetos"9. Pero, ¿en qué consiste esa promoción de su autonomía? En facilitar que la ejerza a medida que va siendo capaz y en limitar aquellas acciones que cercenen gravemente su capacidad para actuar con autonomía en el futuro. El artículo 10.2 CE habla de la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad como fundamentos del orden político. Pues bien, los tres fundamentos concurren a proteger a los menores frente a sus propias decisiones que les conduzcan a la muerte. Una decisión de un menor que le va a impedir desarrollar su personalidad y ejercer sus derechos, sencillamente porque va a acabar con su vida, es un atentado contra la dignidad de la persona, pues impide que la persona que se está formando llegue a florecer. Los representantes legales o, en su caso, los poderes públicos deberán adoptar las medidas para que ese proyecto de vida personal no se frustre, defendiendo al menor de sus propias decisiones que atenten contra su desarrollo más fundamental. Ese modo de proceder no es paternalista. Consiste simplemente en no impedir que quien aún no ha llegado a estar en condiciones de desarrollarse completamente como ser autónomo, tenga la oportunidad de estarlo. Evidentemente esta restricción a la libertad del menor para asegurar su futuro desarrollo personal habrá de interpretarse, a su vez, de forma muy restrictiva. En primer lugar, para evitar abusos, que serían auténticos atentados contra un derecho fundamental. En segundo lugar, porque lo que debe entenderse como restricción al futuro desarrollo fundamental de la persona está muy condicionado por las consideraciones personales: para unos puede ser una grave restricción lo que para otros es un modo concreto de alcanzar ese desarrollo. Por ello, sólo en los supuestos en que resulte patente que una decisión de un menor colapsa gravemente y de forma difícil o prácticamente irreversible sus posibilidades futuras de actuar con libertad, los poderes públicos estarán legitimados y tendrán el deber de actuar por encima de la incipiente voluntad de aquel.

    Sentencia 154/2002 de 18 de julio

Pleno: Jiménez de Parga y Cabrera, Vives Antón, García Manzano,
Cachón Villar (ponente), Conde Martín de Hijas, Jiménez Sánchez, Casas Baamonde, Delgado Barrio, Pérez Vera y Gay Montalvo.

FUNDAMENTOS:

2. (…)
    (…) dado que el recurso de amparo se dirige contra el pronunciamiento condenatorio de los padres del menor, ha de entenderse que la vulneración constitucional denunciada en la demanda de amparo es la del derecho fundamental a la libertad religiosa de los padres recurrentes. Y ello por más que la conducta que les es exigida en la Sentencia ahora impugnada pudiera comportar, según los términos de la demanda de amparo, el desconocimiento de los derechos del menor (en este caso, al respeto a sus creencias y a su integridad física y moral). Por tal razón la referencia a los derechos del menor ha de entenderse hecha en este marco y en función de la efectividad de los derechos de los padres. En todo caso, conviene dejar sentado que no hay ningún género de duda de que éstos fundamentaron su actitud omisiva -que fue sancionada penalmente- en el referido derecho de libertad religiosa y en sus creencias de este orden, que oportunamente invocaron a tal fin.
    (…)
    Por su parte, el Ministerio Fiscal interesa la denegación del amparo solicitado. Insiste en la incapacidad legal del menor para la adopción de una decisión trascendente respecto de su vida que, en el desempeño de la patria potestad, sus padres estaban obligados a salvaguardar. Niega que, como cuestión fáctica ya resuelta, deba cuestionarse en amparo la inobservancia por parte de los padres de su posición de garantes de la vida del hijo. Y señala, además, con referencia específica al caso que nos ocupa y a la mencionada posición de garantía, que el derecho a la vida, en cuanto referido a tercero respecto del que existe una especial relación de responsabilidad, nacida de la patria potestad, constituye un efectivo límite a la libertad religiosa.

7. La aparición de conflictos jurídicos por razón de las creencias religiosas no puede extrañar en una sociedad que proclama la libertad de creencias y de culto de los individuos y comunidades así como la laicidad y neutralidad del Estado. La respuesta constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del cumplimiento de deberes jurídicos, en el intento de adecuar y conformar la propia conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso. Tal juicio ha de establecer el alcance de un derecho que no es ilimitado o absoluto- a la vista de la incidencia que su ejercicio pueda tener sobre otros titulares de derechos y bienes constitucionalmente protegidos y sobre los elementos integrantes del orden público protegido por la Ley que, conforme a lo dispuesto en el art. 16.1 CE, limita sus manifestaciones.

9. (…)
    a) (…) sin más especificaciones, debe afirmarse que los menores de edad son también titulares del derecho a la libertad religiosa y de culto. (…)
    (…)
    En relación con todo ello, hemos dicho en la STC 141/2000, FJ 5, que «desde la perspectiva del art. 16 CE los menores de edad son titulares plenos de sus derechos fundamentales, en este caso, de sus derechos a la libertad de creencias y a su integridad moral, sin que el ejercicio de los mismos y la facultad de disponer sobre ellos se abandonen por entero a lo que al respecto puedan decidir aquéllos que tengan atribuida su guarda y custodia o, como en este caso, su patria potestad, cuya incidencia sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales se modulará en función de la madurez del niño y los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad de obrar (…)
    b)Significado constitucional de la oposición del menor al tratamiento médico prescrito.
    En el caso traído a nuestra consideración el menor expresó con claridad, en ejercicio de su derecho a la libertad religiosa y de creencias, una voluntad, coincidente con la de sus padres, de exclusión de determinado tratamiento médico. Es éste un dato a tener en cuenta, que en modo alguno puede estimarse irrelevante y que además cobra especial importancia dada la inexistencia de tratamientos alternativos al que se había prescrito.
    (…) Más allá de las razones religiosas que motivaban la oposición del menor, y sin perjuicio de su especial transcendencia (en cuanto asentadas en una libertad pública reconocida por la Constitución), cobra especial interés el hecho de que, al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal -como distinto del derecho a la salud o a la vida- y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física (art. 15 CE).

10. (…)
    (…) no hay datos suficientes de los que pueda concluirse con certeza -y así lo entienden las Sentencias ahora impugnadas- que el menor fallecido, hijo de los recurrentes en amparo, de trece años de edad, tuviera la madurez de juicio necesaria para asumir una decisión vital, como la que nos ocupa. Así pues, la decisión del menor no vinculaba a los padres respecto de la decisión que ellos, a los efectos ahora considerados, habían de adoptar.
    Pero ello no obstante, es oportuno señalar que la reacción del menor a los intentos de actuación médica -descrita en el relato de hechos probados- pone de manifiesto que había en aquél unas convicciones y una consciencia en la decisión por él asumida que, sin duda, no podían ser desconocidas ni por sus padres, a la hora de dar respuesta a los requerimientos posteriores que les fueron hechos, ni por la autoridad judicial, a la hora de valorar la exigibilidad de la conducta de colaboración que se les pedía a éstos.
12. (…) deben precisamente enjuiciarse las concretas acciones exigidas a quienes se imputa el incumplimiento de sus deberes de garante. Es decir, tras analizar si se ha efectuado una adecuada ponderación de los bienes jurídicos enfrentados, hemos de examinar si la realización de las concretas acciones que se han exigido de los padres en el caso concreto que nos ocupa -especialmente restrictivas de su libertad religiosa y de conciencia- es necesaria para la satisfacción del bien al que se ha reconocido un valor preponderante.
    (…) el derecho fundamental a la vida tiene «un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte». En definitiva, la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental sino únicamente una manifestación del principio general de libertad que informa nuestro texto constitucional, de modo que no puede convenirse en que el menor goce sin matices de tamaña facultad de autodisposición sobre su propio ser.
    En el marco de tal delimitación de los derechos en conflicto las consecuencias del juicio formulado por el órgano judicial no tenían por qué extenderse a la privación a los padres del ejercicio de su derecho fundamental a la libertad religiosa y de conciencia. Y ello porque, como regla general, cuando se trata del conflicto entre derechos fundamentales, el principio de concordancia práctica exige que el sacrificio del derecho llamado a ceder no vaya más allá de las necesidades de realización del derecho preponderante (…). Y es claro que en el presente caso la efectividad de ese preponderante derecho a la vida del menor no quedaba impedida por la actitud de sus padres, visto que éstos se aquietaron desde el primer momento a la decisión judicial que autorizó la transfusión. Por lo demás, no queda acreditada ni la probable eficacia de la actuación suasoria de los padres ni que, con independencia del comportamiento de éstos, no hubiese otras alternativas menos gravosas que permitiesen la práctica de la transfusión.

13. Una vez realizada dicha ponderación no concurría ya ningún otro elemento definidor de los límites al ejercicio de la libertad religiosa. Concretamente, el art. 16.1 CE erige el orden público como límite de las manifestaciones de este derecho. Pues bien, entendido dicho límite en el plano constitucional, cuando se trata de conflictos entre derechos fundamentales su preservación se garantiza mediante la delimitación de éstos, tal y como se ha efectuado en este caso.
    A partir de los arts. 9.2 CEDH y 18.3 PIDCP, anteriormente citados, podemos integrar, asimismo, en esa noción de orden público la seguridad, la salud y la moral públicas (…)

14. Sentados los anteriores extremos, procederemos al examen de qué concretas acciones se exigían a los padres (…)
    En primer lugar, se les exigía una acción suasoria sobre el hijo a fin de que éste consintiera en la transfusión de sangre. Ello supone la exigencia de una concreta y específica actuación de los padres que es radicalmente contraria a sus convicciones religiosas. Más aún, de una actuación que es contradictoria, desde la perspectiva de su destinatario, con las enseñanzas que le fueron transmitidas a lo largo de sus trece años de vida. (…)

15. (…)
    (…) la expresada exigencia a los padres de una actuación suasoria o que fuese permisiva de la transfusión, una vez que posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa (…)
    Así pues, debemos concluir que la actuación de los ahora recurrentes se halla amparada por el derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16.1 CE). Por ello ha de entenderse vulnerado tal derecho por las Sentencias recurridas en amparo.

FALLO:

Otorgar el amparo solicitado y, en consecuencia:

    1.Reconocer que a los recurrentes en amparo se les ha vulnerado su derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16.1 CE).
    2.Restablecer en su derecho a los recurrentes en amparo y, a tal fin, anular las Sentencias de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, ambas -primera y segunda- de fecha 27 de junio de 1997, con el número 950/1997, dictadas en el recurso de casación núm. 3248/96.

___________________

1 Tan titubeante es la argumentación del TC a la hora de negar efectos jurídicos a la decisión del menor que algunos autores incluso llegan a afirmar que en esta sentencia se reconoce "el derecho de un menor a 13 años a decidir sobre su salud, decisión que desembocó en su fallecimiento" Miguel Ángel ASENSIO SÁNCHEZ Minoría de edad y derechos fundamentales: su ejercicio por el menor de edad "Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado" 2005 (7), pág. 24.
2 Otros autores han sostenido que, a la vista de la reacción del menor, más bien se debe entender que carecía de la madurez de juicio suficiente; cfr. Carlos M. ROMEO CASABONA ¿Límites de la posición de garante de los padres respecto al hijo menor? (La negativa de los padres, por motivos religiosos, a una transfusión de sangre vital para el hijo menor) "Revista de Derecho Penal y Criminología", 2ª época, 1998 (2).
3 Algunos autores que siguen esta interpretación, concluyen que la ley 41/2002 abre el paso al reconocimiento jurídico de las negativas de los menores a tratamientos vitales; cfr. Concepción MOLINA BLÁZQUEZ, Teresa Mª. PÉREZ-AGUA LÓPEZ, Sara SIEIRA MUCIENTES Objeción de un menor al tratamiento médico. Comentario a la Sentencia del Tribunal Constitucional 154/2002 de 18 de julio de 2002 "Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado" 2004 (6), pág. 45. A la vista de lo dispuesto en la STC 154/2002 y de la interpretación que propongo en el texto del art. 9.2, entiendo que ese cambio no se ha dado ni puede darse. 
4 No comparto la interpretación que hace María José REDONDO ANDRÉS del art. 9.2, al entender que en las situaciones de riesgo, la opinión del menor es sustituida por la de los padres  La libertad religiosa del menor "Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado", 2004 (20), pág. 159.
5 Los menores emancipados y los adolescentes de más de dieciséis años deberán dar personalmente su consentimiento. En el caso de los menores, el consentimiento debe darlo su representante después de haber escuchado su opinión, en todo caso, si es mayor de doce años (art. 8.2.b, Ley Foral 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica).
6 "En el caso de menores, si éstos no son competentes, ni intelectual ni emocionalmente, para comprender el alcance de la intervención sobre su salud, el consentimiento debe darlo el representante del menor, después de haber escuchado, en todo caso, su opinión si es mayor de doce años. En los demás casos, y especialmente en casos de menores emancipados y adolescentes de más de dieciséis años, el menor debe dar personalmente su consentimiento" (art. 7.2.d Ley catalana 21/2000, de 29 de diciembre, sobre los derechos de información concernientes a la salud y la autonomía del paciente, y la documentación clínica).
7 "Respecto de los menores de edad, el derecho a decidir corresponderá a los padres, tutores o curadores que ostenten la representación legal. La opinión del menor será tomada en consideración en función de su edad y su grado de madurez, de acuerdo con lo que establecen las leyes civiles. Cuando haya disparidad de criterios entre los representantes legales del menor y la institución sanitaria, la autorización última se someterá a la autoridad judicial" (art. 12.6 Ley balear 5/2003 de salud). Galicia contaba con una regulación semejante a la balear en este punto. Concretaba se decía: "Cuando el paciente sea un menor de edad o incapacitado legal, el derecho corresponde a su padre, madre o representante legal, que deberá acreditar de forma clara e inequívoca, en virtud de la correspondiente sentencia de incapacitación y de la constitución de la tutela, que está legalmente habilitado para tomar decisiones que afecten a la persona del menor o incapaz.
El menor de edad o incapacitado legal debe intervenir, en la medida de lo posible, en el procedimiento de autorización.
Cuando el médico responsable considere que el menor o incapacitado legal reúne suficientes condiciones de madurez, le facilitará la información adecuada a su edad, formación o capacidad, además de a su padre, madre o representante legal, que deberá firmar el consentimiento. La opinión del menor o incapaz será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y grado de madurez o capacidad" (art. 6.b Ley gallega 3/2001, de 28 de mayo, reguladora del consentimiento informado y de la historia clínica de los pacientes). Esta disposición fue derogada por la ley gallega 3/2005, de 7 de marzo, que sustituyó el texto derogado por  uno igual al de la Ley 41/2002.
8 Es obvio que la interpretación de la CE que propongo no es unánimemente compartida. Ernesto VIDAL, una de las personas que más atención prestó al caso de Marcos Alegre, sostiene "con toda rotundidad desde un principio y frente a interpretaciones paternalistas, que el menor a estos efectos cuenta con los mismos derechos y por consiguiente las mismas limitaciones que el adulto, sin que el ejercicio de la patria potestad constituya un título suficiente para autorizar y con mayor razón justificar restricciones al ejercicio de su derecho" Los conflictos de derechos en la legislación y jurisprudencia españolas. Un análisis de algunos casos difíciles Valencia, Tirant lo Blanch, 1999, pág. 263. Por mi parte, considero que la patria potestad no tiene más justificación ni alcance que la de velar por los derechos y bienes del menor. En el ejercicio de la patria potestad, los padres ni pueden restringir los derechos de los menores a su cargo, ni pueden dejar de velar por ellos. En el caso que nos ocupa, los padres tenían que velar por el derecho a la vida de Marcos y, al negarse, son los poderes públicos los que pasan a ocupar esa posición de garantes. Con ello no se absolutiza el derecho a la vida, sino que se lleva a cabo la siguiente ponderación. Por un lado, una vida en peligro cierto y, por otra, una voluntad negativa a recibir la transfusión sobre cuya madurez de juicio se albergan dudas. En esta situación trágica se opta por proteger la vida segura sobre una voluntad de cuya madurez no hay certeza.
9 Ernesto VIDAL Los conflictos de derechos en la legislación y jurisprudencia españolas. Un análisis de algunos casos difíciles cit., pág. 264.

 
Publicado en Persona y Derecho, n. 53 (2006).

 

 

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