¿Hacia una legalizazión de la eutanasia voluntaria? Reflexiones acercade la tesis de la autonomí­a (Dr. E. Montero)

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Introducción El rechazo del empeño terapéutico El derecho a morir con dignidad El respeto a la autonomí­a La adaptación del derecho a los hechos Conclusión Introducción   Actualmente en Bélgica se aprecia un cierto consenso en favor de la legalización de la eutanasia “a petición del paciente”. Nos encaminarí­amos pues hacia una …

 

  1. Introducción

  2. El rechazo del empeño terapéutico

  3. El derecho a morir con dignidad

  4. El respeto a la autonomí­a

  5. La adaptación del derecho a los hechos

  6. Conclusión

 

Introducción

 

 

Actualmente en Bélgica se aprecia un cierto consenso en favor de la legalización de la eutanasia “a petición del paciente”. Nos encaminarí­amos pues hacia una aparente solución de compromiso, que consiste en rechazar a la vez la despenalización pura y simple del acto eutanásico y la prohibición pura y simple de todas las formas de eutanasia. Se aboga por el mantenimiento simbólico de la prohibición penal (a través de su tipificación como delito de homicidio), al tiempo que se autoriza la práctica de la eutanasia, con tal de que se respeten ciertas condiciones y procedimientos (1). La eutanasia practicada sin el consentimiento del paciente, por motivos sociales y económicos, entrarí­a, a todas luces, en el ámbito del derecho penal. La legalización tendrí­a la ventaja de la claridad: pondrí­a fin a la hipocresí­a de la situación actual de tolerancia, permitiendo así­ que la eutanasia abandonara su carácter clandestino, con en el fin de garantizar un control más eficaz de la misma y de prevenir sus abusos.

La eutanasia es un problema especialmente delicado, del que nos serí­a imposible considerar aquí­ todos sus aspectos. Nos centraremos pues especialmente en una cuestión. La petición del paciente se ha convertido en un elemento esencial en la justificación filosófica, polí­tica y jurí­dica de la eutanasia. Para evaluar la conveniencia de una legalización de la eutanasia, parece por tanto crucial que examinemos de cerca la llamada tesis “de la autonomí­a”. Tal será pues el hilo conductor de las consideraciones siguientes.

Esta tesis puede formularse de la siguiente manera: la legalización de la eutanasia a petición del paciente se impone, ya que la elección del momento y de las formas de muerte pertenecen a la autonomí­a individual, que debe ser respetada en un Estado pluralista donde nadie puede imponer al resto sus propias convicciones (2).

Retomando los principales argumentos esgrimidos por los defensores de la legalización de la eutanasia voluntaria, las reflexiones siguientes se limitarán a analizar el argumento de la autonomí­a, tantas veces avanzado al amparo del pluralismo, para defender la eutanasia.

 

 

1. El rechazo del empeño terapéutico

 

 

¿Existe alguna razón válida para exigir una legalización de la eutanasia con objeto de impedir el empeño terapéutico? Conviene responder brevemente a esta pregunta para acabar con un posible malentendido y para ceñirnos a las cuestiones realmente importantes del debate.

Para legitimar la eutanasia, a menudo se presenta la imagen del enfermo terminal ví­ctima de sufrimientos atroces, que por añadidura se mantienen contra su propia voluntad en razón del empeño médico -que ha perdido su sentido terapéutico- por parte del equipo que lo atiende (3). Esta situación, sin embargo, no tiene nada que ver con la fatalidad.

Por un lado, el médico está obligado no sólo a restablecer la salud del paciente, sino también a aliviar su sufrimiento. Con este fin, puede (y debe) administrar calmantes o analgésicos, incluso si sus efectos tienen como resultado, como tal no deseado, acortar la vida del paciente (4).

Por otro lado, el empeño “terapéutico” no viene exigido por una razón moral ni jurí­dica. Al contrario, la deontologí­a médica, la moral y el derecho obligan únicamente al médico a combatir el dolor y a administrar un tratamiento ordinario, útil y proporcional al mal padecido. El facultativo, en cambio, no está de ningún modo obligado a iniciar o prolongar un tratamiento inútil o desproporcionado, en la medida en que el beneficio obtenido quedarí­a mermado por los inconvenientes, lí­mites y costes que los medios utilizados conllevarí­an para el paciente (5).

Para los propósitos del presente estudio, nos quedaremos con la definición siguiente de la eutanasia que ha propuesto el Comité Consultivo de Bioética: “acto practicado por un tercero que, de forma intencionada, pone fin a la vida de una persona a petición de ésta”. Puesto que en sentido estricto supone, por definición, la intención de acabar con la vida de alguien, la eutanasia se distingue de otras iniciativas médicas, como la administración apropiada de analgésicos con el fin de aliviar el dolor (aun a riesgo de acortar la vida), y la decisión de renunciar a tratamientos inútiles o desproporcionados.

Presentar la legalización de la eutanasia como un remedio contra el empeño terapéutico y los sufrimientos derivados del mismo supone caer en un lamentable error (6).

 

 

2. El derecho a morir con dignidad

 

 

El derecho a morir con dignidad es uno de los principales argumentos utilizados

para promover la legislación de la eutanasia.

De forma sintética, puede presentarse de la siguiente forma: gracias a los avances logrados en el campo de la medicina, hoy en dí­a están disponibles numerosos medios para prolongar la vida de personas gravemente enfermas. La otra cara de la moneda es que a veces se derivan agoní­as que no hacen sino aumentar y prolongar la angustia del enfermo terminal. Frente a estas situaciones dolorosas, la ley deberí­a permitir que una persona pueda ser asistida a poner fin a su vida. En vez de sufrir una degradación insoportable, podrí­a morir con dignidad.

Esta reivindicación aparece, de forma emblemática, en la denominación social de diversas asociaciones que abogan por la despenalización de la eutanasia.

Estamos aquí­ ante una deformación del lenguaje. El “derecho a una muerte digna” es un eufemismo que se utiliza para designar el “derecho a que otro nos dé muerte”. Bajo el legí­timo pretexto de rechazar el empeño terapéutico, la expresión estigmatizada avala el hecho positivo de matar a alguien. Sin embargo, es evidente que este caso no puede asimilarse al hecho de dejar que la muerte acontezca, sin poner en práctica medios inútiles y desproporcionados con el único fin de prolongar una vida abocada a la muerte.

Una correcta evaluación moral y jurí­dica de la cuestión exige distinguir claramente estas dos hipótesis irreductibles.

En estemismo sentido, la expresión “ayudar a morir” y las usuales referencias a la “compasión” o a la “solidar idad” sugieren el altruismo, el espí­ritu de servicio, la generosidad… Esta terminologí­a, que suscita indiscutiblemente simpatí­a, ¿no se utiliza con demasiada alegrí­a para que se acepte más fácilmente lo inaceptable?

El lenguaje, aquí­ también, es equí­voco, puesto que una cosa es auxiliar a un enfermo en un su muerte (queriendo acompañarlo en su desgracia, procurando aliviar su dolor, tratando de reconfortarle…), y otra cosa muy distinta es matarlo. La causa de la muerte difiere según el caso considerado. Cuando un médico decide no empezar o parar un tratamiento a la larga inútil y desproporcionado, el paciente morirá como consecuencia de la patologí­a mortal que sufrí­a; por el contrario, si el médico administra al paciente una sustancia letal, este acto constituye la causa de la muerte del paciente. De igual forma, existe una diferencia en la intención: en el primer caso, lo que se pretende es ahorrar al paciente un sufrimiento inútil; en el segundo, la intención es la de provocar su muerte. La intención es también lo que diferencia la medicina paliativa y la eutanasia.

El médico que practica la eutanasia quita la vida a su paciente y de lo que realmente se trata es de saber si la referencia al concepto de dignidad permite justificar este acto.

A toda persona le asiste efectivamente el derecho a morir con dignidad. Nadie lo pone en duda. El derecho a una verdadera muerte digna conlleva una serie de prerrogativas: el derecho del enfermo a mantener un diálogo abierto y una relación de confianza con el equipo médico y su entorno; el derecho al respeto de su libertad de conciencia; el derecho a saber en todo momento la verdad sobre su estado; el derecho a no sufrir inútilmente y a beneficiarse de las técnicas médicas disponibles que le permitan aliviar su dolor; el derecho a decidir su propio destino y a aceptar o rechazar las intervenciones quirúrgicas a las que le quieran someter; el derecho a rechazar los remedios excepcionales o desproporcionados en fase terminal.

Por el contrario, el presunto derecho a que el médico “ponga fin a su vida” es de muy distinta naturaleza. Se apoya en un concepto nuevo y peligroso de la dignidad humana, que merece mayor consideración por nuestra parte. En realidad, el concepto clásico de dignidad, que de hecho se remonta a mucho tiempo atrás en la reflexión filosófica, ha sido reemplazado por otra noción, mucho más reciente, sobre la calidad de vida. Se ha operado por tanto una variación semántica, pasando de la “dignidad de la persona”, concebida como una cualidad de orden ontológico, a la “calidad de vida” (7).

 

La dignidad pasa a ser una noción muy difusa, eminentemente subjetiva y relativa. Subjetiva, porque cada uno serí­a el único juez de su propia dignidad; y relativa, en el sentido de que la calidad de vida es un concepto de geometrí­a variable, susceptible de adoptar infinidad de grados y de medirse por el rasero de criterios diversos.

Un ejemplo concreto y significativo de ello -la propuesta de resolución del Parlamento Europeo, elaborada a partir del informe del Dr. Léon Schwartzenberg sobre el auxilio a los moribundos (abril de 1998)(8)- permite ilustrar lo mucho que cambia el sentido que ahora se otorga al término “dignidad”.

En este documento, se afirma, repetidas veces, que “la dignidad es el fundamento de la vida humana”. Sin embargo, esta dignidad, lejos de ser intangible, aparece, por el contrario, como un estado inestable sometido a las vicisitudes de la vida y de la salud. Aparentemente, un sujeto puede pues perder su dignidad y, con ella, su humanidad.

“¿Qué es entonces esa dignidad que se pierde?” se pregunta France Quéré. “Se trata evidentemente de la dignidad de los que gozan de buena salud, de una vida plena de la que son conscientes. Los criterios de la dignidad vienen dados por el papel social, la consideración del prójimo, los honores, la carrera, la conciencia propia de cada uno (…). Cabe entonces observar que la enfermedad no es, en este sentido, la única capaz de arrebatar la dignidad: ¿por qué no habrí­an de tener el mismo efecto la miseria o la delincuencia?” (9).

El documento comentado recalca que “el dolor fí­sico menoscaba la dignidad” o que “la enfermedad quita toda dignidad a la existencia”. Y el último párrafo del mismo expone motivos para concluir lo siguiente: “La dignidad es lo que define una vida humana. Por ello, cuando al final de una larga enfermedad contra la que ha luchado con valentí­a, el enfermo pide al médico que interrumpa una existencia que ha perdido para él toda dignidad, y el médico decide, plenamente consciente, asistirle y suavizar sus últimos momentos permitiéndole caer en un sueño apacible y definitivo, esta asistencia médica y humana (a veces llamada eutanasia) es la manifestación misma del respeto por la vida”.

El silogismo es evidente: la dignidad es el fundamento de la vida humana y la enfermedad arrebata esa dignidad; ahora bien, una vida indigna deja de ser una vida humana; de esto se deduce que el acto eutanásico no menoscaba el respeto de la vida humana. Puede apreciarse de forma implí­cita un razonamiento análogo en la mente de muchos partidarios de la legalización de la eutanasia, ya sean conscientes o no.

Este enfoque se apoya en una nueva noción de dignidad entendida como “calidad de vida”. Pero esta última expresión es equí­voca. Es cierto que las condiciones de vida pueden ser más o menos dignas, al igual que las circunstancias que rodean la proximidad de la muerte. Es evidente que siempre debe procurarse que la vida y muerte de cada hombre sean lo más dignas posibles. Pero, a todas luces, la persona, como tal, tiene siempre la misma dignidad ontológica, intangible e inviolable (10). Esta dignidad no se apoya en circunstancia alguna, sino en el hecho simple y esencial de pertenecer al género humano. Está enclavada en el ser mismo de cada hombre. No es la dignidad la que fundamenta la vida humana, sino la vida humana la que fundamenta la dignidad: ésta debe por tanto reconocerse a todo hombre por el solo hecho de existir.

 

Los partidarios de la eutanasia, apelando a la noción de “calidad de vida”, consideran que ciertas vidas han perdido su valor o que, en algunas circunstancias, el hombre deja de ser hombre. En tales casos, el acto eutanásico, lejos de emparentarse con el homicidio, se perfila como una ayuda prestada para quien la vida ha perdido toda dignidad. Un razonamiento como éste podrí­a servir para justificar, además de la eutanasia de los enfermos terminales, no sólo la de personas incapaces de expresar su voluntad (dementes…) sino también el infanticidio de los recién nacidos con discapacidades (11). Esta idea se aproxima peligrosamente a la noción de “vidas sin valor vital” (lebensunwerte Leben), en la que se apoyaba el programa eutanásico de macabro recuerdo (12)

 

Incluso si esta clase de enfoque resulta irritante (y se retome aquí­ no sin cierta reticencia), no debe pensarse que estamos confundiendo los términos. Nos estarí­amos equivocando si rechazáramos el espectro del exterminio nazi con la excusa de que éste fue la consecuencia de una ideologí­a totalitaria muy alejada de nuestra actual concepción polí­tica (13). La historia nos ha enseñado, en efecto, que las más sólidas democracias no están exentas de desviaciones totalitarias (14). La eugenesia representa en particular una tentación permanente para los espí­ritus cientí­ficos (15).

Estos peligros no tienen nada de ficticios. La legalización de la eutanasia voluntaria supone el primer paso de un proceso lógico ineludible. Para lograr su aceptación, se jura y perjura que sólo se aplicará en aquellos casos extremos presentados ante la opinión pública en razón de su carácter especialmente dramático. Sin embargo, una vez admitido el principio, se forjará, de forma natural, una mentalidad que restará importancia al acto eutanásico. En cuanto se levante la prohibición, lo que antaño estaba vedado se convertirá en una práctica común hasta el punto de parecer, a los ojos de todos, como algo normal. La evolución hacia eutanasias practicadas sin el consentimiento del paciente, por piedad o por razones socioeconómicas, se inscribe en un escenario que ya es previsible.

 

Desde el instante mismo en que consideramos que la vida humana no tiene valor intrí­nseco, ¿cómo podemos oponernos seria y durablemente a este tipo de ampliación, teniendo en cuenta que nuestras sociedades se ven ahora enfrentadas a los problemas del envejecimiento de la población y de la crisis del sistema de protección social?

 

La experiencia holandesa nos enseña que no se trata aquí­ de meras conjeturas gratuitas y sin fundamento. Sabemos que en los Paí­ses Bajos la eutanasia y el auxilio al suicidio siguen todaví­a formalmente prohibidos por el Código Penal (Arts. 293 y 294). Sin embargo, en 1993, en el marco de una modificación de la legislación sobre los funerales, el poder reglamentario fue autorizado a prever un formulario ad hoc para su cumplimentación por parte del médico en caso de defunciones sobrevenidas tras un auxilio al suicidio (hulp bij zelfdoding) o de un “cese activo de la vida” (actieve levensbeí«indiging) (16). A partir de 1995, este reglamento se interpretó con una notable elasticidad con el fin de responder a situaciones nuevas: enfermos no terminales en estado de angustia puramente psí­quica (17) y pacientes incapaces de expresar su voluntad (en especial, los recién nacidos…) (18). Hace poco, el gobierno ha decidido constituir cinco comisiones regionales y un nuevo procedimiento con el objetivo de restringir el control judicial al que actualmente está sujeta la práctica de la eutanasia. Hasta ese momento, el médico que planteaba una actuación eutanásica tení­a que cumplimentar un cuestionario que debí­a entregar al Ministerio fiscal. A partir de ahora, el formulario deberá ser enviado, por mediación de un médico forense (“lijkschouwer”), a una comisión regional compuesta por un jurista, una autoridad moral y un médico que, tras haber analizado las circunstancias del fallecimiento, remitirá un informe a la Fiscalí­a (19). Recientemente, se ha presentado una nueva proposición de ley, con vistas a la legalización completa de la eutanasia (20).

 

Debe tenerse en cuenta que la nueva forma de concebir la dignidad humana, en la que se apoya la legislación de la eutanasia, no es neutra en el plano filosófico. A algunos les gustarí­a hacernos creer que, al privilegiar el respeto a la autonomí­a individual (cada uno es juez de su propia dignidad y decide el momento de su muerte), la legalización es la única solución admisible en un estado pluralista y laico. Pero están muy equivocados: al plasmar en un texto legal -cuya vocación es estructurar los comportamientos- el principio de la eutanasia, incluso la voluntaria, el legislador avalarí­a la controvertida noción de “calidad de vida”, imponiéndola a todos.

 

El enfoque sugerido contradice, por lo demás, la filosofí­a moderna de los derechos del hombre, fundada en la noción clásica de dignidad: en virtud de su sola pertenencia al género humano, el hombre posee una dignidad intrí­nseca, de la que se derivan ciertos derechos. Así­, en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos – adoptado (no por casualidad) tras el final de la Segunda Guerra Mundial- se afirma que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (art. 1º) y que cada uno puede invocarlos “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión polí­tica o de cualquier otra í­ndole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición ” (art. 2).

Esta noción objetiva de la dignidad es una garantí­a contra lo arbitrario y los abusos. No podrí­a pues ser abandonada a la ligera.

A pesar de la atracción que pueda ejercer, la concepción subjetiva se revela superficial. La imagen que cada uno se forma de su propia dignidad, ¿no es ampliamente tributario de la mirada de los demás? El entomo de los enfermos y, por ende, la sociedad en general, ¿no son todos ellos responsables, en buena medida, de la conciencia que éstos puedan tener de su propia dignidad? La legalización de la eutanasia, lejos de procurar el aumento de la dignidad pretendido, ¿no contribuirá a embotar nuestra percepción de las responsabilidades para con los enfermos?

Finalmente, una última consideración: en el plano ético (y no ya ontológico), la “dignidad”, ¿no está sobre todo en la forma en que afrontamos la muerte? La persona que asume hasta el final su condición humana, incluso ante el espectáculo de su propia decadencia y que, con este fin, se sirve de sus propios recursos para hacer frente a la prueba final… ¿no es más digna que aquella que pide que acaben con su vida? Difí­cilmente puede concebirse que una muerte digna signifique dejarse administrar una sustancia letal. Si la dignidad fuese hasta ese punto tributaria de factores y auxilios externos, ¿el argumento de la autonomí­a no quedarí­a profundamente menoscabado?

Cabe objetar al conjunto de estas consideraciones que no son decisivas, ya que en definitiva se trata de legalizar únicamente la eutanasia voluntaria por respeto a la justa autonomí­a a la que todos aspiramos.

Esta tesis de la autonomí­a merece pues un examen más exhaustivo.

 

3. El respeto a la autonomí­a

 

Los partidarios de la legalización de la eutanasia a petición del paciente la justifican como un acto libre que, como tal, permite reafirmar la dignidad de una voluntad libre y autónoma contra una necesidad ciega.

¿Es tan evidente que la decisión de morir pertenece al ámbito de la autonomí­a de un enfermo terminal?

Para empezar, su autonomí­a no parece tan absoluta cuando necesita de otros durante su vida y, más aún, para acabar con ella. La afirmación del carácter autónomo del enfermo, por poco sentenciosa que sea, ¿no puede percibiese como un modo de declararse ajeno a la trágica decisión y, por tanto, exento de toda responsabilidad? Por otro lado, hemos visto cómo algunos partidarios de la eutanasia se apoyan en la idea, al menos implí­citamente, de que la enfermedad y el sufrimiento conllevan una pérdida de dignidad hasta el punto de que el interesado deja de ser persona: ya no se tratarí­a entonces de autonomí­a y es precisamente el respeto a esta autonomí­a la justificación de la eutanasia … En fin, no se entiende bien que el respeto a la autonomí­a consista en acabar con la propia autonomí­a.

Más allá de estas paradojas, sobre las cuales no terminarí­amos nunca de reflexionar, podemos considerar que la legitimidad de la tesis de la autonomí­a requiere tres condiciones. í‰stas pueden expresarse en forma de preguntas. 1º) ¿Es realmente la petición de eutanasia la expresión de la voluntad profunda del paciente? 2º) ¿El médico cree estar justificado para practicar la eutanasia únicamente o fundamentalmente en los casos en que el paciente así­ lo pide? 3º) ¿Es exacto decir que la legalidad de la eutanasia recae exclusivamente sobre los interesados, sin implicar al resto de la sociedad?

 

 

3.1. ¿La petición de eutanasia es expresión de la libertad y de la autonomí­a individual?

 

 

El enfoque adoptado parece cuanto menos teórico por no decir ideológico (21). Las personas afectadas no plantean el problema en estos términos; simplemente huyen de su angustia. Por lo demás, ¿no es hipócrita hacer tanto caso de la libre expresión de una persona que, teóricamente, está plenamente desconcertada y es ví­ctima de indecibles sufrimientos? Dicha situación hace que una decisión realmente libre por su parte sea ilusoria, del mismo modo que parece indecente insistir en la libre elección de un depresivo a punto de suicidarse.

Numerosos psicólogos analizan los intentos de suicidio como signos de angustia. Por analogí­a, con la despenalización de la eutanasia se corre el riesgo de que numerosas “peticiones de ayuda” sean mal interpretadas por aquella persona dispuesta a prestar su asistencia al candidato a la eutanasia. ¿Queremos acaso favorecer el fatal desenlace, aun a riesgo de aportar frecuentemente la peor de las respuestas a una petición mal formulada?

 

Por ello, es condición previa que se pueda descifrar correctamente una petición de eutanasia, en el caso de que un deseo de este tipo pueda realmente existir. Una aspiración de este tipo, tan contraria al poderoso instinto de autoconservación (22), no tiene habitualmente su origen en un dolor fisico insoportable (que de ordinario se domina o puede dominarse, contrariamente a lo que habitualmente se piensa), sino en el sufrimiento, verdadera angustia ligada a una carencia de atención, de afecto, de solicitud, de sentido. Aquí­ reside el verdadero centro del problema: salvo excepciones, nuestra medicina domina la técnica, pero se muestra frecuentemente incapaz de acompañar al enfermo, ofreciéndole el consuelo y el calor humano. A veces, la familia y el entorno del enfermo no contribuyen a mejorar la situación por indiferencia o egoí­smo.

 

Es fácil evitar el problema exigiendo la autorización, para el médico, de matar al enfermo, a petición suya, con toda impunidad. ¿No serí­a mucho más valiente poner en tela de juicio nuestro enfoque sobre la medicina y reflexionar sobre la forma de humanizarla?

 

 

3.2. ¿Llevará el médico a cabo la eutanasia por respeto a la decisión de su paciente?

 

Respecto a esta situación, es dudoso que un médico se considere justificado para practicar la eutanasia únicamente porque el interesado ha manifestado su deseo en este sentido (23). Desde el punto de vista de los hechos, si el médico accede a similar petición, es porque considera que la vida de su paciente no tiene ya ningún valor intrí­nseco. A todas luces, el fundamento no reconocido de la eutanasia se basa en la idea de que algunas vidas no merecen (ya) la pena ser vividas. La decisión de practicar la eutanasia no se apoya nunca en la única voluntad del enfermo, sino que es siempre el resultado de un juicio de valor sobre la calidad de vida.

 

Supongamos que un joven adolescente pide, en una situación de angustia, que le ayuden a morir. ¿Debemos acceder a su petición, o lamentamos de que la ley penal se oponga a este tipo de actos de compasión y de solidaridad? ¿Es preciso, entonces, cambiar la ley con el fin de que, en todos los casos análogos, se pueda prestar auxilio al suicidio a todas aquellas personas que lo soliciten? De seguro, que todo el mundo contestará negativamente a estas preguntas. ¿Por qué nos importa tan poco en este caso respetar la autonomí­a de las personas? Es además muy probable que intentemos incluso disuadirles, tratando de que entren en razón, consolándoles… El respeto de la autonomí­a del prójimo no es el móvil último de nuestro comportamiento; éste está ligado a un juicio de valor: pensamos que la vida de un adolescente con buena salud merece la pena ser vivida. Lógicamente, si el respeto de la autonomí­a basta para justificar la eutanasia, no hay razón para subordinar la legitimidad de esta última a otras condiciones (acto practicado por un médico en un enfermo incurable en fase terminal). Ya se alzan voces, naturalmente, para pedir una mayor flexibilidad de las condiciones (24).

Los que consideran que un enfermo terminal que pide la eutanasia actúa de manera sensata y digna, contrariamente a lo que ocurre con el joven depresivo o el parado desesperado, razonan en realidad a la luz de un modelo implí­cito: ciertos estados o enfermedades son incompatibles con una vida digna, mientras que la decisión de morir adoptada por una persona con buena salud, no merece tomarse en consideración.

Si la autonomí­a es efectivamente la razón última para justificar el derecho a la eutanasia, ¿no debe uno abstenerse de juzgar y respetar los motivos que empujan a una persona a quitarse la vida? ¿No es cada uno libre de apreciar la calidad de la vida y la dignidad según sus propios criterios?

 

 

3.3 ¿El permiso legal para acabar con la vida de enfermos terminales que así­ lo piden sólo incumbe a éstos?

 

 

Se equivocan quienes sostienen que la petición de la eutanasia responde a una elección puramente privada, que sólo incumbe al interesado y no perjudica en modo alguno al prójimo. Kant rechaza la idea de ejercer dicho derecho sobre sí­ mismo aludiendo al hecho de que el hombre “es responsable de la humanidad en su persona misma”(25). Las justificaciones del tipo “Mi vida me pertenece, hago de ella lo que quiero” resultan de una concepción ficticia y caricaturesca de la propiedad privada (26). Es evidente que mi vida me pertenece en cierto sentido. Tengo sobre ella un incontestable dominio natural: de esto se deduce que, de hecho, puedo decidir mi desaparición. Pero de ahí­ a sostener la existencia de un derecho de propiedad sobre uno mismo, que otorgarí­a a cada uno el derecho a disponer de su vida de forma absoluta, hay un paso que nuestro humanismo jurí­dico nos prohibe dar (27). Incluso en el derecho de los bienes, ninguna propiedad se concibe sin una referencia social, como sugiere el texto del artí­culo 544 del Código Civil.

El derecho a disponer de la propia vida mediante la ayuda de otra persona se impone con menor fuerza aún. Salta a la vista que la legalización de la eutanasia afecta al ví­nculo social (28). Basta con constatar que la práctica de la medicina se modificará considerablemente: en adelante los médicos dispondrán de un nuevo poder, administrar la muerte. Debemos repetirlo: la legalización de la eutanasia no es una cuestión de ética personal sino que depende sin duda de la ética socio-polí­tica. Es por tanto perfectamente concebible su prohibición con el fin de proteger los intereses públicos legí­timos, y concretamente para:

 

– proteger todos los enfermos de la sociedad.

 

En efecto, existe el peligro de que el paciente, lejos de sentirse plenamente libre y autónomo en sus decisiones, se incline más a ceder ante la presión ejercida por su entorno. ¿No existe el riesgo de que se sienta culpable por la carga que supone para los demás, por gravar financieramente a la sociedad… porque se obstina en vivir y se niega a hacer valer su derecho a la eutanasia? “Apenas existe diferencia entre una sociedad que se cree moralmente obligada a satisfacer las peticiones de eutanasia y aquella que termina, bajo distintas presiones más o menos inconscientes, por suscitarlas” (29).

 

– proteger la integridad moral de la profesión médica.

 

La legalización de la eutanasia corre el riesgo de volverse también contra los médicos al inducir, en aquellos que la practican, una costumbre y una trivialización… Amenaza con acabar con la relación de confianza y el diálogo existentes entre médico y paciente. Entre los médicos partidarios de la eutanasia, son muchos los que se niegan a ponerla en práctica: ¿esta reticencia no es un signo claro de la naturaleza equí­voca de la eutanasia? (30).

 

– proteger las personas vulnerables a los abusos, negligencias, errores y evitar la derivación hacia formas de eutanasia no solicitadas.

 

Por encima de todo esto y teniendo en cuenta el papel simbólico de la ley, es evidente que todo el mundo está afectado por el levantamiento de una prohibición tan importante, que conlleva un debilitamiento general del respeto a la vida. El reconocimiento legal -o bajo cualquier otra forma- de la eutanasia pondrí­a en entredicho el valor de algunas vidas en la conciencia colectiva (31).

 

 

4. La adaptación del derecho a los hechos

 

 

El hecho de que la eutanasia se practique de forma regular, en la clandestinidad y con toda impunidad, ¿no es razón suficiente para despenalizarla?

El argumento procede de una confusión entre el hecho y el derecho. El derecho no especifica lo que es, sino lo que debe ser. Si el derecho tuviera que limitarse a ratificar el hecho consumado, ya no tendrí­a ninguna función normativa y perderí­a su razón de ser. La adaptación del derecho al hecho es un mito que se resiste a morir. Lógicamente, resulta imposible demostrar aquí­ su vacuidad, su efecto simplista y su peligro. Algunos se han esforzado en hacerlo con innegable talento; sus reflexiones merecen pues tenerse en cuenta (32).

Nos limitaremos a retomar dos observaciones. La necesidad de adaptar el derecho al hecho podrí­a revestir cierta legitimidad si fuera posible establecer cientí­ficamente los hechos a los que la norma jurí­dica debe someterse que, con su registro, permiten encuadrar la opinión pública y la inaplicación o la ineficacia del derecho positivo anterior.

Como lo atestiguan los ejemplos analizados por C. Atias y D. Linotte, resulta imposible establecer de forma cientí­fica la posición exacta de la población sobre la legalización de un comportamiento hasta ahora prohibido. La cuestión de la eutanasia no es una excepción, muy al contrario. Los malentendidos, los falsos problemas y los abusos de lenguaje son el ámbito sobre el que recaen la mayorí­a de discusiones sobre el tema (33).

Por otra parte, la inaplicación de una norma jurí­dica ha tenido siempre un origen ambiguo. Se deriva de una elección por parte de las autoridades polí­ticas y jurí­dicas, inspirada sin duda de su percepción difusa de la opinión de la mayorí­a. Además, toda norma jurí­dica es en sí­ misma parcialmente inefectiva: de lo que se trata entonces es de definir el umbral de inefectividad que justifique la derogación de la norma. ¿Acaso se ha sugerido la supresión de la legislación sobre la propiedad intelectual debido a la práctica habitual y masiva de falsificar obras protegidas (fotocopias de obras literarias, copias piratas de programas informáticos…)? Por el contrario, el legislador acaba de mejorar y completar la ley para combatir mejor los fraudes en este ámbito. Tampoco se ha pensado necesariamente en suprimir el código de circulación o la legislación fiscal a pesar de las muchas infracciones -a menudo impunes- de los citados textos.

El mito denunciado no permite pues eludir el debate de fondo. No autoriza en modo alguno a saltarse una etapa esencial de la labor legislativa: la elección de una polí­tica jurí­dica establecida en función de los valores que se pretenden promover.

 

Para legitimar la legalización de la eutanasia, se alude con frecuencia a la necesidad de un compromiso en una sociedad pluralista. El rechazo de la eutanasia, presentado como una voluntad de imponer a los demás una convicción de í­ndole religiosa o confesional, supondrí­a quebrantar los principios sobre los que se asienta una democracia pluralista (34). Ya se subrayó anteriormente la inconsistencia de esta objeción: lejos de ser neutral, la postura “liberal” pretende, ella también, plasmarse en el texto legal -e imponer a todos- una concepción muy concreta de la vida, de la persona y de la dignidad. Esta concepción contradice, en efecto, la visión cristiana (un hecho que puede, con toda la razón, considerarse irrelevante en una sociedad pluralista), pero también la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya inspiración está muy lejos de ser confesional.

 

¿Hace falta decir que el pluralismo no tiene nada que ver con el relativismo o la neutralidad en el plano polí­tico y moral? “Toda ley penal tiene por función afirmar los valores morales y sociales” (35) y, deberí­a añadirse, de imponerlos a quienes no los respetan de forma voluntaria. De lo que se trata realmente es de saber dónde deben trazarse los lí­mites. Cualquier opinión expresada a este respecto supone necesariamente un juicio moral.

Por otra parte, a menudo se intenta descalificar a aquellos que desean que se mantenga la prohibición y la sanción penal en caso de transgresión, reprochándoles su empeño por defender el statu quo. Se trata, sin embargo, de desarrollar una polí­tica voluntariosa para lograr una mejor asistencia a los enfermos en fase terminal. Esta ambición supone la adopción de un conjunto de medidas positivas con las que mejorar la formación del personal sanitario, y la de todos, en el modo de entender la proximidad de la muerte (instauración de cursos de medicina paliativa, acompañamiento de enfermos, dominio de los medios para controlar el dolor…), a destinar presupuestos más elevados para desarrollar tratamientos paliativos, etc.(36) Por ahora y vista la agudeza de los problemas que deben resolverse, ¿la legalización de la eutanasia no resulta una solución cómodamente prematura?

Finalmente, ¿qué deberí­a pensarse de la necesidad, a menudo invocada, de alcanzar un compromiso que llevarí­a a aceptar la eutanasia pasiva únicamente en aquellos “casos lí­mite”? En otro contexto (la regulación de los intercambios en Internet), un autor recomendaba hace poco “tener cuidado con lo que ha venido en llamarse en sociologí­a jurí­dica el ‘efecto macedonia’, es decir, la tendencia que tiene todo legislador a extraer una regla general de un caso completamente excepcional o a lo sumo marginal (37). El consejo es preciosí­simo. No puede pedirse a la generalidad de la ley que contemple todas las hipótesis posibles, incluidas las “lí­mite”. Si se siguiera esta lógica hasta el final, la solución ideal serí­a la de abolir simple y llanamente el derecho penal, puesto que toda norma plantea en mayor o menor medida problemas a la hora de conocer los lí­mites del ámbito que rige.

No podemos negar que algunos enfermos terminales se encuentran en situaciones lí­mite, ciertamente trágicas. Sin embargo, serí­a absurdo sacrificar la norma a favor de la excepción. La noción de estado de necesidad se inscribe, desde hace tiempo, en el derecho penal para tomar en consideración los casos especiales. En este caso concreto, el estado de necesidad permite justificar la actuación del médico que se afana en combatir el dolor aun a riesgo de acortar la vida de su paciente . Si al médico le empuja la sola intención de aliviar el sufrimiento de su paciente, la decisión de administrarle las “últimas” dosis de morfina -de las que puede suponer que serán letales- no es equiparable a la actuación eutanásica.

 

 

Conclusión

 

La tesis de la autonomí­a, invocada en apoyo de la legalización de la eutanasia a petición del paciente, parece bastante simplista.

Conduce el debate de la eutanasia al terreno de unas consideraciones ideológicas, buenas para ser intercambiadas en los debates de aquellos que gozan de buena salud, pero muy alejadas de la vivencia real de los enfermos terminales. ¿Quién no ve que una petición de eutanasia, lejos de ser la pretendida afirmación lúcida de una voluntad libre y autónoma, traduce por lo general el deseo ambivalente de escapar a determinados sufrimientos, salvo que se trate, con mayor razón aún, de una señal de angustia o de una petición de amor? La respuesta apropiada a esta petición, de la que nadie pondrá en duda su carácter cuanto menos misterioso, ¿debe ser la inyección letal? Algunos así­ lo piensan, convencidos por añadidura del carácter humanista de la solución. Pero es lí­cito dudar de la conveniencia de un enfoque parecido, muy simplista para ser realmente digno del ser humano.

 

La tesis de la autonomí­a se presenta igualmente como la única aceptable en un estado laico y pluralista. Se actúa como si la ley, remitiendo a cada uno a su propia autonomí­a, no adoptara ninguna solución preconcebida. Un argumento sin duda engañoso. La legislación de una forma cualquiera de eutanasia es como inscribir en un texto jurí­dico una visión antropológica -una concepción de la dignidad- muy concreta e imponérsela a todos. La afirmación del valor incondicional y de la dignidad ontológica de toda vida humana no reviste un carácter más confesional que la afirmación de la ausencia de su valor intrí­nseco. Sostener que “la vida humana fundamenta la dignidad” no es menos neutro, filosóficamente hablando, que decir que “la dignidad fundamenta la vida humana”.

 

La legalización de la eutanasia a petición del paciente, lejos de remitir pura y simplemente al ámbito de la autonomí­a personal, afecta a los fundamentos mismos de la sociedad y, por ello, implica a todos los ciudadanos. Desde el momento en que la actuación eutanásica necesita de la ayuda de otro, en este caso la del médico, el ví­nculo social entra también en juego. ¿Quién no ve que al pretender investir al cuerpo médico con el poder de practicar la eutanasia, son todos los enfermos y todos los médicos quienes se ven afectados por el nuevo permiso legal? ¿No debe el legislador mantener la prohibición y, al hacerlo, renunciar a responder a ciertas aspiraciones individuales, en nombre de bienes legí­timos superiores: la protección del ví­nculo social y de la integridad de la profesión médica así­ como la de los enfermos?

En lo que a las soluciones presentadas como compromisos se refiere, éstas no deberí­an, de forma ingenua, analizarse como tales. Dar un paso en pro de la eutanasia significa, en realidad, consagrar la idea del valor relativo y subjetivo de la dignidad humana. Aquí­ es donde nos topamos con los lí­mites de la cultura del compromiso. Sin querer negar sus indudables ventajas en numerosos campos, resulta evidente que no siempre es posible aplicar este razonamiento. En este caso concreto, no se puede obviar una opción fundamental, contraria al compromiso. Es preciso elegir: ¿es acaso la dignidad una cualidad ontológica de la persona humana o, por el contrario, algo relacionado con la calidad de la vida? Renunciar a la primera parte de la alternativa en beneficio de la segunda supone decantarse por un tipo de sociedad cuyas consecuencias no deben nunca subestimarse.

 

 

Notas bibliográficas:

1. En su dictamen presentado el 12 de mayo de 1997, el Comité Consultivo de Bioética de Bélgica indica que “la discusión en comisión restringida se caracterizó por una dinámica que privilegiaba el examen de la propuesta nº 3” que prevé una “regulación de procedimiento de las decisiones médicas más importantes en relación al final de la vida, incluida la eutanasia”. El Dictamen del Comité “referente a la conveniencia de un reglamento legal de la eutanasia” se publicó en el número 2 de la publicación Bioethica Belgica, Mayo de 1998, págs. 2-6, y en la Revue de Droit de la Santé, 1997-1998, págs. 22-26. También puede consultarse en Internet, en la dirección http://www.health.fgov.be/BIOETH.

2. El derecho a la autonomí­a o a la autodeterminación como fundamento del derecho a la eutanasia fue constantemente alegado durante las jornadas de reflexión sobre la eutanasia celebradas en el Senado los dí­as 9 y 10 de diciembre de 1997. Véase, por ejemplo, el Informe analí­tico de las sesiones del Senado, 9 y 10 de diciembre de 1997, págs. 2176-2213.

3. Por ejemplo, Y. KENIS, Choisir sa mort. una liberté, un droit, A.D.M.D. (belga), 1990, págs. 6 y ss.

4. Para un desarrollo más amplio, consúltese X. DIJON, Le sujet de droit et son coros. Une mise a l’épreuve du droit subjectif, Bruxelles, Larcier, 1982, pág. 524, n’749; H. NYS, La médecine et le droit, Kluwer, 1995, págs. 275 y ss., nº 706 y s. En el ámbito moral, me limitaré a señalar que, ya en 1957, el Papa Pí­o XII se declaraba a favor de los analgésicos recomendando su uso, a falta de otros medios más eficaces y a pesar de la imagen negativa que tení­an los “narcóticos” en aquella época. Véase Pí­o XII, “Problémes religieux et moraux de l’analgésie”, La Documentation catholique, 1957, nº 1247, col. 337-340. Esta enseñanza ha sido confirmada desde entonces (véanse las referencias citadas más abajo en la nota 5).

5. Para una demostración en el plano jurí­dico, véase X. DIJON, op. cit., págs. 533 y ss., nº 763 y s. En el mismo sentido, véase la clara conclusión a la que llega H. NYS, op. cit., pág. 274, nº 701: “En el marco de la legislación vigente, no existe obligación alguna de iniciar o de proseguir un tratamiento médico inútil (…)”; F. VAN NESTE, “Euthanasie-rechtsethische beschouwingen”, R. W., 1986-1987, en especial pág. 213, nº 8. En lo que se refiere a la moral, la Iglesia Católica, por ejemplo, rechaza claramente el empeño terapéutico. Véase Catéchisme de l’Eglise Catholique, Mame-Plon, 1992, nº 2277-2279; Congregación para la Doctrina de la Fe, “Déclaration sur l’euthanasie”, 5 de mayo de 1980, La Documentation Catholique, 1990, nº 170, esp. págs. 698-699, II y III.

6. Tras haber afirmado que “se han creado asociaciones como la nuestra para oponerse al empeño terapéutico” (folleto citado anteriormente, p. 6), el propio Dr. Kenis tendrí­a que reconocer, como lo hace algunas páginas más allá en ese mismo texto, que “el rechazo del empeño terapéutico se admite de forma general y no está prohibido por ley ni por el código de deontologí­a médica”. í‰sta es la razón por la cual “la asociación hace hincapié en la legalización de la eutanasia voluntaria, más que en el rechazo del empeño terapéutico” (pág. 12), añade el autor, manifiestamente sin importarle la falta de coherencia de su argumento. A este respecto, véase X . DIJON, Droit naturel, tomo I (Cuestiones de derecho), Thémis, Paris, P.U.F., 1998, pág. 160.

7. Varias intervenciones en el Senado apuntaron en este sentido, por ejemplo la de M. ENGLERT, Informe analí­tico, Sesión del 9 de diciembre de 1997, pág. 2182. A este respecto, véase el hermoso libro de R. ANDORNO, La bioéthique et la dignité de la personne, Parí­s, P.U.F., 1997, passim, del que nos hemos inspirado.

8. Este texto ha sido publicado en La Documentation Catholique, 1991, pág. 791 y ss.; Ethique. La vie en question, nº 6-7, 1992/4-1993/1, pág. 62 y ss.

9. F. QUERE, “Une dignité indigne de I’homme”, Ethique. La vie en question, nº 6-7, 1992/4-1993/1, pág. 74.

10. El significado de la palabra ‘dignidad’ no es fácil de entender conceptualmente puesto que designa una cualidad simple, irreductible. Más intuitivo que racional, y desde siempre reservado a las personas, el concepto de dignidad remite a la idea de excelencia, de preeminencia … e implica una actitud de veneración y de respeto absoluto. De hecho Kant puso de manifiesto la distinción fundamental entre la noción de dignidad (“valor intrí­nseco”), propia de las personas, y la de precio (“valor relativo”) que caracteriza a las cosas. Cf. E. Kant, Fondements de la métaphysique des moeurs, en (Euvres philosophiques, Bibliothéque de la Pléiade, vol.II, Ed. Gallimard, 1985, apartado 2, págs. 301-302. Tradicionalmente, omitida en el pensamiento de autores como Nietzsche o Marx, se alude a la dignidad como una cualidad que no sólo debe construirse, sino también respetarse de forma incondicional. Para un análisis profundo del concepto de dignidad humana, véase R. SPAEMANN, “íœber den Begriff der Menschenwí¼rde”, Das Natí¼rliche und das Verní¼nftige. Aufsí¤tze Anthropologie, Piper Mí¼nchen, 1987, págs.77-106.

11. Además de la jurisprudencia holandesa, (véase más abajo las notas 17 y 18), varios biotécnicos de prestigio ya han adoptado una postura favorable a estas prácticas. Por ejemplo, H. KHUSE y P. SINGER, Should the Baby Live? The Problem of Handicapped Infants, Oxford University Press, 1985; M. TOOLEY, Abortion and Infanticide, Oxford Clarendon Press, 1983.

12. R. ANDORNO, op.cit., 1997, pág. 18 y sobre todo R.J. LIFTON, Les médecins nazis, Le meurtre médical et la psychologie du génocide, trad. del inglés americano por B. POUGET, Parí­s, Ed. Robert Laffont, 1989, pág. 37 y págs. 64-174 (en relación a la eutanasia).

13. Por ejemplo, M. ENGLERT, “Le róle du médecin en fin de vie”, Journal des Procés, nº 276, 1995, pág. 18.

14. Para una ilustración edificante, M. SCHOOYANS, La dérive totalitaire du libéralisme, 2ª ed., Parí­s, Mame, 1995.

15. Hace algunos meses, ¿no descubrimos con horror que 60.000 suecos, hombres y mujeres, fueron esterilizados a la fuerza entre 1935 y 1976, en nombre de la pureza de la raza nórdica o por razones sociales, de acuerdo con los términos de una ley elaborada en el periodo de entreguerras? Leyes parecidas de esterilización han sido adoptadas, de forma democrática, por la mayorí­a de paí­ses escandinavos, así­ como por Canadá y varios Estados norteamericanos.

En su libro Le désir du géne, (Paris, F. Bourin, 1992), J. TESTART refuta la tesis de aquellos que creen que la voluntad de eliminar a los individuos que no se ajustan a la norma está ligada a una ideologí­a totalitaria y que sólo la democracia puede protegernos de las desviaciones eugenésicas. Su argumentación, basada en ciertas prácticas en materia de procreación asistida, se perfila hoy premonitoria en muchos aspectos.

16. Wet van 2 december 1993 tot wijziging van de Wet op de lijkbezorging, Staatsblad, 1993, 643; Besluit van 17 december 1993, houdende vaststelling van het formulier, bedoeld in artikel 10 van de Wet op de lijkbezorging, Staastsblad, 1993, 688.

17. Cf. Hoge Raad (Strafkamer), 21 de junio de 1994, Zaak Chabot (auxilio a suicidio de un paciente no

terminal cuyos sufrimientos no tení­an ningún origen somático).

18. Cf. Gerechtshof Leeuwarden, 4 april 1996, confirma Rechtbank Groningen, 13 november 1995, Zaak Kadijk (“cese activo de la vida” de un neonato con discapacidades); Gerechtshof Amsterdam, 7 november 1995, confirma Rechtbank Alkmaar, 26 april 1995, zaak Prins (“cese activo de la vida” de un neonato con discapacidades). Consultar también Rechtbank’s-Gravenhage, 24 oktober 1995 (“cese activo de la vida” de un paciente en coma y sin que éste lo solicitara). En este último caso, los reproches que recayeron sobre el médico fueron muchos: no hubo declaración escrita del paciente, ni petición eutanásica por su parte o la de su esposa; faltó a sus obligaciones de prudencia y diligencia, a las reglas del arte y a la ética médica, en especial al no informar a sus colegas. En definitiva, se le acusó de un “cese activo de la vida” con premeditación (“levensbeí«inding met voorbedachte raad”). Sin embargo, el tribunal estimó que actuó con la mejor intención para aliviar al paciente y que colaboró con la justicia. Por otra parte y teniendo en cuenta la naturaleza del delito, no impuso ninguna multa al inculpado. Tan sólo fue condenado a tres meses de prisión… ‘una pena que no será de aplicación si no comete ningún acto delictivo durante un periodo de dos años’ (sic).

19. Cf. “Regeling regionale toetsingscommissies euthanasie”, Staatscourant 101, 3 juni 19

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