Carta a las familias (2/2/1994)

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CARTA APOSTí“LICA   DEL SUMO PONTíFICE JUAN PABLO II   A LAS FAMILIAS   CON MOTIVO DEL Aí‘O DE LA FAMILIA 1994         íNDICE   INTRODUCCIí“N La familia camino de la Iglesia El Año de la Familia Oración Amor y solicitud por todas las familias   CAPíTULO I ““ LA CIVILIZACIí“N DEL AMOR   «Varón y mujer los creó» La alianza conyugal Unidad de los dos Genealogí­a de la persona El bien común del …

CARTA APOSTí“LICA

DEL SUMO PONTíFICE

JUAN PABLO II

A LAS FAMILIAS

 

CON MOTIVO DEL Aí‘O DE LA FAMILIA

 

1994

íNDICE

 

INTRODUCCIí“N

La familia camino de la Iglesia

El Año de la Familia

Oración

Amor y solicitud por todas las familias

CAPíTULO I ““ LA CIVILIZACIí“N DEL AMOR

«Varón y mujer los creó»

La alianza conyugal

Unidad de los dos

Genealogí­a de la persona

El bien común del matrimonio y de la familia

La entrega sincera de sí­ mismo

Paternidad y maternidad respo sables

Dos civilazaciones

El amor es exigente

Cuarto mamdamiento:«Honra a tu padre y a tu madre»

La educación

La familia y la sociedad

CAPíTULO II ““ EL ESPOSO ESTí CON VOSOTROS

En Caná de Galilea

El gran misterio

La Madre del amor hermoso

El nacimiento y el peligro

«… me habéis recibido»

Fortalecidos en el hombre interior

 

Amadí­simas familias:

 

1 La celebración del Año de la familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la puerta de vuestros hogares, deseoso de saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta carta, citando unas palabras de la encí­clica Redemptor hominis, que publiqué al comienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el camino de la Iglesia».

Con estas palabras deseaba referirme sobre todo a las múltiples sendas por las que el hombre camina y, al mismo tiempo, querí­a subrayar cuán vivo y profundo es el deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en los gozos y esperanzas, tristezas y angustias del camino cotidiano de los hombres, profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos: es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como «camino» de su misión y de su ministerio.

 

La familia – camino de la Iglesia

 

2. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así­ decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?

La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al principio», en el libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, …amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen Marí­a, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado». Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a Marí­a, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la cual redimió al mundo?

 

El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».

 

El Año de la familia

 

3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por la Organización de las Naciones Unidas, de proclamar el 1994 Año internacional de la familia. Tal iniciativa pone de manifiesto que la cuestión familiar es fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por Cristo a «todas las gentes» (Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hace suya una iniciativa internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año internacional de la juventud, en 1985. También de este modo, la Iglesia se hace presente en el mundo haciendo realidad la intención tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la constitución conciliar Gaudium et spes.

 

 

En la fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda la comunidad eclesial el «Año de la familia», como una de las etapas significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del nacimiento de Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido inaugurado con una solemne celebración eucarí­stica, presidida por el legado pontificio.

A lo largo de este año será importante descubrir los estimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como «iglesia doméstica». En nuestros dí­as recordamos frecuentemente la expresión «iglesia doméstica», que el Concilio ha hecho suya y cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser conscientes de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy. Precisamente por esto es mucho más significativo el tí­tulo que el Concilio eligió, en la constitución pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la situación actual: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia». Después del Concilio, otro punto importante de referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981. En este documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la familia, la cual, entre pueblos y paí­ses diversos, es siempre y en todas partes «el camino de la Iglesia». En cierto sentido, aún lo es más allí­ donde la familia atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias culturales, sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, si es que no obstaculizan su misma formación.

 

Oración

 

4. Con la presente carta me dirijo no a la familia «en abstracto», sino a cada familia de cualquier región de la tierra, dondequiera que se halle geográficamente y sea cual sea la diversidad y complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto amó Dios al mundo» (Jn 3, 16), el amor con que Cristo «amó hasta el extremo» a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible dirigir este mensaje a cada familia, «célula» vital de la grande y universal «familia» humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor de la humanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como hermanos y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza con las hermosas palabras: «Padre nuestro».

La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Esta carta a las familias quiere ser ante todo una súplica a Cristo para que permanezca en cada familia humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres e hijos, para que él esté presente en la gran familia de las naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de verdad: «¡Padre nuestro!». Es necesario que la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia.

Es significativo que, precisamente en la oración y mediante la oración, el hombre descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad tí­pica: en la oración el «yo» humano percibe más fácilmente la profundidad de su ser como persona. Esto es válido también para la familia, que no es solamente la «célula» fundamental de la sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos: «Padre nuestro». La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la «fuerza» de Dios. En la solemne «bendición nupcial», durante el rito del matrimonio, el celebrante implora al Señor: «Infunde sobre ellos (los novios) la gracia del Espí­ritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal». Es de esta «efusión del Espí­ritu Santo» de donde brota el vigor interior de las familias, así­ como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad.

 

Amor y solicitud por todas las familias

 

5. ¡Ojalá que el Año de la familia llegue a ser una oración colectiva e incesante de cada «iglesia doméstica» y de todo el pueblo de Dios! Que esta oración llegue también a las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares». ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!

 

Que la oración, en el Año de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyen «la norma», aun teniendo en cuenta las no pocas «situaciones irregulares». Y la experiencia demuestra cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón. En nuestros dí­as, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta presentar como «regulares» y atractivas “”con apariencias exteriores seductoras”” situaciones que en realidad son «irregulares».

En efecto, tales situaciones contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar la recí­proca relación entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y divisiones en las familias, con graves consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la libertad es suplantada por una verdadera y propia esclavitud. Ante todo esto, ¡qué actuales y alentadoras resultan las palabras del apóstol Pablo sobre la libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por el pecado (cf. Ga 5, 1)!

Vemos, por tanto, cuán oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un Año de la familia; qué indispensable es el testimonio de todas las familias que viven cada dí­a su vocación; cuán urgente es una gran oración de las familias, que aumente y abarque el mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por el amor en la verdad, por la «efusión de la gracia del Espí­ritu Santo», por la presencia de Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que «nos amó hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es capaz de superar victoriosamente todo lo que no sea amor.

¡Que se eleve incesantemente durante este año la oración de la Iglesia, la oración de las familias, «iglesias domésticas»! Y que sea acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo aparentes, como son los que se proponen en toda tentación.

En Caná de Galilea, donde Jesús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a los sirvientes diciéndoles: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). También a nosotros, que celebramos el Año de la familia, dirige Marí­a esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos dice, en este particular momento histórico, constituye una fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a los sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. í‰l manifestó este amor al comienzo de su misión de Redentor, precisamente con su presencia santificadora en Caná de Galilea, presencia que permanece todaví­a.

Oremos por las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y en Cristo, al Padre, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).

 

CAPíTULO I

 

 

LA CIVILIZACIí“N DEL AMOR

 

 

«Varón y mujer los creó»

 

6. El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogí­a, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bí­blico pone muy de relieve (Gn 1, 26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡«Hágase»! (cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre, sea completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí­ mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí­ se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: «Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).

Bendiciéndolos, dice Dios a los nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El libro del Génesis usa expresiones ya utilizadas en el contexto de la creación de los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido analógico es claro. ¿No es precisamente ésta, la analogí­a de la generación y de la paternidad y maternidad, la que resalta a la luz de todo el contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí­ mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum).

A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella verdad sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad. El hombre es creado desde «el principio» como varón y mujer: la vida de la colectividad humana “”tanto de las pequeñas comunidades como de la sociedad entera”” lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la «masculinidad» y la «femineidad» de cada individuo, y de ella cada comunidad asume su propia riqueza caracterí­stica en el complemento recí­proco de las personas. A esto parece referirse el fragmento del libro del Génesis: «Varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). í‰sta es también la primera afirmación de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son igualmente personas. Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad especí­fica, muestra desde «el principio» las caracterí­sticas del bien común de la humanidad en todas sus dimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer aportan su propia contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raí­z misma de la convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.

 

La alianza conyugal

 

7. La familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial esta visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros dí­as. Sin embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en la familia “”que es la más pequeña y primordial comunidad humana”” representa la aportación personal del hombre y de la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí­, salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al «Nosotros» divino. Sólo las personas son capaces de existir «en comunión». La familia arranca de la comunión conyugal que el concilio Vaticano II califica como «alianza», por la cual el hombre y la mujer «se entregan y aceptan mutuamente».

El libro del Génesis nos presenta esta verdad cuando, refiriéndose a la constitución de la familia mediante el matrimonio, afirma que «dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo, polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). í‰l revela de nuevo el contenido normativo de una realidad que existe desde «el principio» (Mt 19, 8) y que conserva siempre en sí­ misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma «ahora», en el umbral de la nueva alianza, lo hace para que sea claro e inequí­voco el carácter indisoluble del matrimonio, como fundamento del bien común de la familia.

 

Cuando, junto con el Apóstol, doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15), somos conscientes de que ser padres es el evento mediante el cual la familia, ya constituida por la alianza del matrimonio, se realiza «en sentido pleno y especí­fico». La maternidad implica necesariamente la paternidad y, recí­procamente, la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano desde «el principio».

Me he referido a dos conceptos afines entre sí­, pero no idénticos: «comunión» y «comunidad». La «comunión» se refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú». La «comunidad», en cambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un «nosotros». La familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera «sociedad» humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera especí­fica al engendrar los hijos: la «comunión» de los cónyuges da origen a la «comunidad» familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente por lo que constituye la esencia propia de la «comunión». ¿Puede existir, a nivel humano, una «comunión» comparable a la que se establece entre la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y después lo da a luz?

En la familia así­ constituida se manifiesta una nueva unidad, en la cual se realiza plenamente la relación «de comunión» de los padres. La experiencia enseña que esta realización representa también un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la realización de su alianza originaria. Los hijos engendrados por ellos deberí­an consolidar “”éste es el reto”” esta alianza, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que preguntarse si el egoí­smo, que debido a la inclinación humana hacia el mal se esconde también en el amor del hombre y de la mujer, no es más fuerte que este amor. Es necesario que los esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el principio, orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre «de quien toma nombre toda paternidad», para que su paternidad y maternidad encuentren en aquella fuente la fuerza para renovarse continuamente en el amor.

 

Paternidad y maternidad son en sí­ mismas una particular confirmación del amor, cuya extensión y profundidad originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede automáticamente. Es más bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la mujer. En su vida la paternidad y la maternidad constituyen una «novedad» y una riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es «de rodillas».

La experiencia enseña que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda y por tanto se encuentra amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de psicólogos y psicoterapeutas especí­ficamente preparados. Sin embargo, no se puede olvidar que son siempre válidas las palabras del Apóstol: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 14-15). El matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es «derramado» en nuestros corazones por el Espí­ritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La oración del Año de la Familia, ¿no deberí­a concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad?

¿No es precisamente entonces cuando resulta indispensable la «efusión de la gracia del Espí­ritu Santo», implorada en la celebración litúrgica del sacramento del matrimonio?

El Apóstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que «conceda… ser fortalecidos por la acción de su Espí­ritu en el hombre interior» (Ef 3, 16). Esta «fuerza del hombre interior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos crí­ticos, es decir, cuando el amor “”manifestado en el rito litúrgico del consentimiento matrimonial con las palabras: «Prometo serte fiel… todos los dí­as de mi vida»”” está llamado a superar una difí­cil prueba.

 

Unidad de los dos

 

8. Solamente las «personas» son capaces de pronunciar estas palabras; sólo ellas pueden vivir «en comunión», basándose en su recí­proca elección, que es o deberí­a ser plenamente consciente y libre. El libro del Génesis, al decir que el hombre abandonará al padre y a la madre para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la elección consciente y libre, que es el origen del matrimonio, convirtiendo en marido a un hijo y en mujer a una hija. ¿Cómo puede entenderse adecuadamente esta elección recí­proca si no se considera la plena verdad de la persona, o sea, su ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de la semejanza con Dios usando términos muy significativos. Se refiere no solamente a la imagen y semejanza divina que todo ser humano posee ya de por sí­, sino también y sobre todo a una «cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».

Esta formulación, particularmente rica de contenido, confirma ante todo lo que determina la identidad í­ntima de cada hombre y de cada mujer. Esta identidad consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida «en comunión», particularmente al matrimonio y a la familia. En las palabras del Concilio, la «comunión» de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y, por tanto, la «comunión conyugal» se refiere también a este misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más í­ntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas.

El hombre y la mujer en el matrimonio se unen entre sí­ tan estrechamente que vienen a ser “”según el libro del Génesis”” «una sola carne» (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque somáticamente diferentes por constitución fí­sica como varón y mujer, participan de modo similar de la capacidad de vivir «en la verdad y el amor». Esta capacidad, caracterí­stica del ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una dimensión espiritual y corpórea. Es también a través del cuerpo como el hombre y la mujer están predispuestos a formar una «comunión de personas» en el matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo que llegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), su unión debe realizarse «en la verdad y el amor», poniendo así­ de relieve la madurez propia de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios.

La familia que nace de esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza comunitaria “”más aún, sus caracterí­sticas de «comunión»”” de aquella comunión fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos. «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos…?», les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio. La respuesta de los novios corresponde a la í­ntima verdad del amor que los une.

Sin embargo, su unidad, en vez de encerrarlos en sí­ mismos, los abre a una nueva vida, a una nueva persona. Como padres, serán capaces de dar la vida a un ser semejante a ellos, no solamente «hueso de sus huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2, 23), sino imagen y semejanza de Dios, esto es, persona.

Al preguntar: «¿Estáis dispuestos?», la Iglesia recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de Dios. Están llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida. Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir a la trasmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo «nacido de mujer».

 

Genealogí­a de la persona

 

9. Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealogí­a de cada hombre: la genealogí­a de la persona. La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biologí­a y, al mismo tiempo, la superan. El Apóstol, «doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra», pone ante nuestra consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corpóreos de la tierra. Cada generación halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin embargo, en el caso del hombre, esta dimensión «cósmica» de semejanza con Dios no basta para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad. Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biologí­a de la generación está inscrita la genealogí­a de la persona.

 

Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación «sobre la tierra». En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella «imagen y semejanza», propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación.

Así­, pues, tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un «gran misterio» (Ef 5, 32). También el nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en el amor». Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogí­a de la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobre el vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia humana.

Como afirma el Concilio, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí­ misma». El origen del hombre no se debe sólo a las leyes de la biologí­a, sino directamente a la voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogí­a de los hijos e hijas de las familias humanas. Dios «ha amado» al hombre desde el principio y lo sigue «amando» en cada concepción y nacimiento humano. Dios «ama» al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios «por sí­ mismo». Esto es válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. En la constitución personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que ama al hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí­ mismo. Dios entrega al hombre a sí­ mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la sociedad, como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deberí­an tener plena conciencia de que Dios «ama» a este hombre «por sí­ mismo».

Esta expresión sintética es muy profunda. Desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse plenamente» como persona. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos. «Ser hombre» es su vocación fundamental; «ser hombre» según el don recibido; según el «talento» que es la propia humanidad y, después, según los demás «talentos». En este sentido Dios ama a cada hombre «por sí­ mismo». Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de la persona humana va más allá de los lí­mites del tiempo. Es una respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios quiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

El destino último del hombre, ¿no está en contraste con la afirmación de que Dios ama al hombre «por sí­ mismo»? Si es creado para la vida divina, ¿existe verdaderamente el hombre «para sí­ mismo»? í‰sta es una pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio como para el final de la existencia terrena: es importante para todo el curso de la vida. Podrí­a parecer que, destinando al hombre a la vida divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir «por sí­ mismo». ¿Qué relación hay entre la vida de la persona y su participación en la vida trinitaria? Responde san Agustí­n: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Este «corazón inquieto» indica que no hay contradicción entre una y otra finalidad, sino más bien una relación, una coordinación y unidad profunda. Por su misma genealogí­a, la persona, creada a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe «por sí­ misma» y se realiza. El contenido de esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf. Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en ella (cf. Mc 10, 45).

Los esposos desean los hijos para sí­, y en ellos ven la coronación de su amor recí­proco. Los desean para la familia, como don más excelente. En el amor conyugal, así­ como en el amor paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el hombre, expresada de manera sintética y precisa por el Concilio al afirmar que Dios «ama al hombre por sí­ mismo». Con el amor de Dios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido, éstos deben amar a la nueva criatura humana como la ama el Creador. El querer humano está siempre e inevitablemente sometido a la ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el amor divino es eterno. «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocí­a “”escribe el profeta Jeremí­as””, y antes que nacieses, te tení­a consagrado» (1, 5). La genealogí­a de la persona está, pues, unida ante todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con la paternidad y maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios.

 

El bien común del matrimonio y de la familia

 

10. El consentimiento matrimonial define y hace estable el bien que es común al matrimonio y a la familia. «Te quiero a ti, … como esposa “”como esposo”” y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrí­as y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los dí­as de mi vida». El matrimonio es una singular comunión de personas. En virtud de esta comunión, la familia está llamada a ser comunidad de personas. Es un compromiso que los novios asumen «ante Dios y su Iglesia», como les recuerda el celebrante en el momento de expresarse mutuamente el consentimiento. De este compromiso son testigos quienes participan en el rito; en ellos están representadas, en cierto modo, la Iglesia y la sociedad, ámbitos vitales de la nueva familia.

Las palabras del consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien común de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien común de los esposos, que es el amor, la fidelidad, la honra, la duración de su unión hasta la muerte: «todos los dí­as de mi vida». El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá ser también el bien de los hijos. El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una. Si la Iglesia, como por otra parte el Estado, recibe el consentimiento de los esposos, expresado con las palabras anteriormente citadas, lo hace porque está «escrito en sus corazones» (cf. Rm 2, 15). Los esposos se dan mutuamente el consentimiento matrimonial, prometiendo, es decir, confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros del sacramento del matrimonio. San Pablo enseña que este recí­proco compromiso es un «gran misterio» (Ef 5, 32).

Las palabras del consentimiento expresan, pues, lo que constituye el bien común de los esposos e indican lo que debe ser el bien común de la futura familia. Para ponerlo de manifiesto la Iglesia les pregunta si están dispuestos a recibir y educar cristianamente a los hijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere al bien común del futuro núcleo familiar, teniendo presente la genealogí­a de las personas, que está inscrita en la constitución misma del matrimonio y de la familia. La pregunta sobre los hijos y su educación está vinculada estrictamente con el consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respeto conyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación de los hijos “”dos de los objetivos principales de la familia”” están condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso. La paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente fí­sica, sino también espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogí­a de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a él.

El Año de la familia, año de especial oración de las familias, deberí­a concientizar a cada familia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qué riqueza de aspectos bí­blicos podrí­a constituir el substrato de esa oración! Es necesario que a las palabras de la sagrada Escritura se añada siempre el recuerdo personal de los esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediante la genealogí­a de las personas, la comunión conyugal se hace comunión de generaciones. La unión sacramental de los dos, sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se consolida con la sucesión de las generaciones. Esta unión debe convertirse en unidad de oración. Pero para que esto pueda transparentarse de manera significativa en el Año de la familia, es necesario que la oración se convierta en una costumbre radicada en la vida cotidiana de cada familia. La oración es acción de gracias, alabanza a Dios, petición de perdón, súplica e invocación. En cada una de estas formas, la oración de la familia tiene mucho que decir a Dios. También tiene mucho que decir a los hombres, empezando por la recí­proca comunión de personas unidas por lazos familiares.

«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8, 5), se pregunta el salmista. La oración es la situación en la cual, de la manera más sencilla, se manifiesta el recuerdo creador y paternal de Dios: no sólo y no tanto el recuerdo de Dios por parte del hombre, sino más bien el recuerdo del hombre por parte de Dios. Por esto, la oración de la comunidad familiar puede convertirse en ocasión de recuerdo común y recí­proco; en efecto, la familia es comunidad de generaciones. En la oración todos deben estar presentes: los que viven y quienes ya han muerto, como también los que aún tienen que venir al mundo. Es preciso que en la familia se ore por cada uno, según la medida del bien que para él constituye la familia y del bien que él constituye para la familia. La oración confirma más sólidamente ese bien, precisamente como bien común familiar. Más aún, la oración es el inicio también de este bien, de modo siempre renovado. En la oración, la familia se encuentra como el primer «nosotros» en el que cada uno es «yo» y «tú»; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o madre, hijo o hija, hermano o hermana, abuelo o nieto.

¿Son así­ las familias a las que me dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son así­, pero en la época actual se ve la tendencia a restringir el núcleo familiar al ámbito de dos generaciones. Esto sucede a menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en las grandes ciudades. Pero muchas veces esto se debe también a la convicción de que varias generaciones juntas son un obstáculo para la intimidad y hacen demasiado difí­cil la vida. Pero, ¿no es precisamente éste el punto más débil? Hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros dí­as. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: «el bien tiende a difundirse» («bonum est diffusivum sui»). El bien, cuanto más común es, tanto más propio es: mí­o “”tuyo”” nuestro. í‰sta es la lógica intrí­nseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el hombre sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser verdaderamente una «entrega sincera».

 

La entrega sincera de sí­ mismo

 

11. El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí­ misma, dice a continuación que él «no puede encontrarse plenamente a sí­ mismo sino en la entrega sincera de sí­ mismo». Esto podrí­a parecer una contradicción, pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí­ mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recí­procamente.

La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse recí­proco se manifiesta el carácter esponsal del amor. En el consentimiento matrimonial los novios se llaman con el propio nombre: «Yo, … te quiero a ti, … como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel… todos los dí­as de mi vida». Semejante entrega obliga mucho más intensa y profundamente que todo lo que puede ser «comprado» a cualquier precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cual proviene toda paternidad y maternidad, los futuros padres se hacen conscientes de haber sido «redimidos». En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio de la entrega más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que participan por medio del sacramento. Coronamiento litúrgico del rito matrimonial es la Eucaristí­a “”sacrificio del «cuerpo entregado» y de la «sangre derramada»””, que en el consentimiento de los esposos encuentra, de alguna manera, su expresión.

Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recí­procamente en la unidad de «una sola carne», la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio serí­a vací­o, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo «tú» humano se inserta en la órbita del «nosotros» de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo: «nuestro hijo…; nuestra hija…». «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gén 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y «manifestado» después a los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como «don». Así­ es, efectivamente, desde el principio. ¿Podrí­a, quizás, calificarse de manera diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a la criatura.

 

 

En el recién nacido se realiza el bien común de la familia. Como el bien común de los esposos encuentra su cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva vida, así­ el bien común de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal concretado en el recién nacido. En la genealogí­a de la persona está inscrita la genealogí­a de la familia, lo cual quedará para memoria mediante las anotaciones en el registro de Bautismos, aunque éstas no son más que la consecuencia social del hecho «de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21).

Ahora bien, ¿es también verdad que el nuevo ser humano es un don para los padres? ¿Un don para la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser humano parece a veces un simple dato estadí­stico, registrado como tantos otros en los balances demográficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros condicionamientos prácticos. Estos motivos pueden llevarlos a la tentación de no desear otro hijo. En algunos ambientes sociales y culturales la tentación resulta más fuerte. El hijo, ¿no es, pues, un don? ¿Viene sólo para recibir y no para dar? He aquí­ algunas cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual no se libra fácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cada vez haya menos. Pero, ¿es realmente verdad que el hijo no aporta nada a la familia y a la sociedad? ¿No es quizás una «partí­cula» de aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se disgregan y corren el riesgo de desaparecer? ¿Cómo negarlo? El niño hace de sí­ mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, y también la eventual patologí­a, de la estructura psicológica de ciertas personas. El bien común de toda la sociedad está en el hombre que, como se ha recordado, es «el camino de la Iglesia». Ante todo, él es la «gloria de Dios»: «Gloria Dei, vivens homo», según la conocida expresión de san Ireneo, que podrí­a traducirse así­: «La gloria de Dios es que el hombre viva». Estamos aquí­, puede decirse, ante la definición más profunda del hombre: la gloria de Dios es el bien común de todo lo que existe; el bien común del género humano.

¡Sí­, el hombre es un bien común!: bien común de la familia y de la humanidad, de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales. Pero hay que hacer una significativa distinción de grado y de modalidad: el hombre es bien común, por ejemplo, de la Nación a la que pertenece o del Estado del cual es ciudadano; pero lo es de una manera mucho más concreta, única e irrepetible para su familia; lo es no sólo como individuo que forma parte de la multitud humana, sino como «este hombre». Dios Creador lo llama a la existencia «por sí­ mismo»; y con su venida al mundo el hombre comienza, en la familia, su «gran aventura», la aventura de la vida. «Este hombre», en cualquier caso, tiene derecho a la propia afirmación debido a su dignidad humana. Esta es precisamente la que establece el lugar de la persona entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la familia es “”más que cualquier otra realidad social”” el ambiente en que el hombre puede vivir «por sí­ mismo» a través de la entrega sincera de sí­. Por esto, la familia es una institución social que no se puede ni se debe sustituir: es «el santuario de la vida».

El hecho de que está naciendo un hombre “”«ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21)””, constituye un signo pascual. Jesús mismo, como refiere el evangelista Juan, habla de ello a los discí­pulos antes de su pasión y muerte, parangonando la tristeza por su marcha con el sufrimiento de una mujer parturienta: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste 1, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). La «hora» de la muerte de Cristo (cf. Jn 13, 1) se parangona aquí­ con la «hora» de la mujer en los dolores de parto; el nacimiento de un nuevo hombre se corresponde plenamente con la victoria de la vida sobre la muerte realizada por la resurrección del Señor. Esta comparación se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de Cristo es la manifestación de la Vida más allá del umbral de la muerte, así­ también el nacimiento de un niño es manifestación de la vida, destinada siempre, por medio de Cristo, a la «plenitud de la vida» que está en Dios mismo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Aquí­ se manifiesta en su valor más profundo el verdadero significado de la expresión de san Ireneo: «Gloria Dei, vivens homo».

Esta es la verdad evangélica de la entrega de sí­ mismo, sin la cual el hombre no puede «encontrarse plenamente», que permite valorar cuán profundamente esta «entrega sincera» esté fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la «gracia del Espí­ritu Santo», cuya «efusión» sobre los esposos invoca el celebrante en el rito del matrimonio. Sin esta «efusión» serí­a verdaderamente difí­cil comprender todo esto y cumplirlo como vocación del hombre. Y sin embargo, ¡tanta gente lo intuye! Tantos hombres y mujeres hacen propia esta verdad llegando a entrever que sólo en ella encuentran «la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Sin esta verdad, la vida de los esposos no llega a alcanzar un sentido plenamente humano.

He aquí­ por qué la Iglesia nunca se cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad. Aun manifestando comprensión materna por las no pocas y complejas situaciones de crisis en que se hallan las familias, así­ como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia está convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor humano; de otro modo, se traicionarí­a a sí­ misma. En efecto, abandonar esta verdad salví­fica serí­a como cerrar «los ojos del corazón» (cf. Ef 1, 18), que, en cambio, deben permanecer siempre abiertos a la luz con que el Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). La conciencia de la entrega sincera de sí­, mediante la cual el hombre «se encuentra plenamente a sí­ mismo», ha de ser renovada sólidamente y garantizada constantemente, ante muchas formas de oposición que la Iglesia encuentra por parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso. La familia expresa siempre un nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente «difí­cil» («bonum arduum»), pero atractivo.

 

Paternidad y maternidad responsables

 

12. Ha llegado el momento de aludir, en el entramado de la presente Carta a las Familias, a dos cuestiones relacionadas entre sí­. Una, la más genérica, se refiere a la civilización del amor; la otra, más especí­fica, se refiere a la paternidad y maternidad responsables.

Hemos dicho ya que el matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien común: primero el de los esposos, después el de la familia. Este bien común está representado por el hombre, por el valor de la persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión en cada sistema social, económico y polí­tico. Sin embargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones, más «exigente» aún. No sin motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes habla de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia». El Concilio ve en esta «promoción» una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio, forman una determinada familia. La «paternidad y maternidad responsables» expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en el mundo actual presenta nuevas caracterí­sticas.

En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose «en una sola carne», pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores “”padre y madre”” comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad í­ntima del mismo acto conyugal.

Esta es la enseñanza constante de la Iglesia, y los «signos de los tiempos», de los que hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades pastorales de su tiempo, exigí­a con claridad y firmeza «insistir a tiempo y a destiempo» (cf. 2 Tim 4, 2), sin temor alguno por el hecho de que «no se soportara la sana doctrina» (cf. 2 Tim 4, 3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone «la sana doctrina», sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los actuales «signos de los tiempos» las razones para su ulterior y providencial profundización.

Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de la antropologí­a, se han desarrollado en varias especializaciones, como la biologí­a, psicologí­a, sociologí­a y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica), al servicio de la vida y de la salud de la persona. Pero las razones insinuadas aquí­ emergen sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma.

 

Los esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la paternidad y maternidad responsables; lo aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que viven en condiciones análogas y se han hecho así­ más abiertas a los datos de las ciencias. Podrí­a decirse que los «estudiosos» aprenden casi de los «esposos», para poder luego, a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el significado de la procreación responsable y sobre los modos de practicarla.

Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos conciliares, en la Encí­clica Humanae vitae, en las «Proposiciones» del Sí­nodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, y en intervenciones análogas, hasta la Instrucción Donum vitae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre la paternidad y maternidad responsables, defendiéndola de las visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso porque no se da cuenta de las problemáticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de convencerla también con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las instancias del espí­ritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acción nociva para la humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus propias posiciones “”se dice””, la Iglesia acabará por perder popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.

Pero, ¿cómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y actuales? Pablo VI veí­a precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Encí­clica Humanae vitae. El fundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables es mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que él «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí­ misma» y que «no puede encontrarse plenamente a sí­ mismo sino es en la entrega sincera de sí­ mismo». Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación.

El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal “”significada en la expresión bí­blica «una sola carne»”” sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la «persona» y de la «entrega». Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí­ mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularí­sima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la «verdad» de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recí­proca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recí­procamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos «una sola carne» (Gén 2, 24).

Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que es madre, el hombre con el cual se ha unido en «una sola carne» toma a su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva, paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: «no sé», «no querí­a», «lo has querido tú». La unión conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artí­fice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer.¿Cómo podrí­a el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí­ mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscit

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