Resumen. Si la bioética desea continuar protegiendo los valores que se propuso en su origen, necesita de un concepto de dignidad humana que sea inherente a todo individuo de nuestra especie. Esta afirmación resultará evidente para muchos, para otros discutible, y para algunos “bioeticistas”, sobre todo del área anglosajona, inconcebible. El principio de autonomía es capaz de evitar algunos de los abusos que dieron origen a la bioética, pero no es suficiente para evitarlos todos. Se requiere también la dignidad, o un concepto similar.
Palabras clave: dignidad, autonomía, eugenesia, origen bioética.
Abstract. Bioethics needs an inherent concept of dignity for each human being if it wants to protect the same values that assigned to itself at the beginning of its history. This affirmation will be evident for many, dubious for others, and inacceptable for some English speaking “bioethicists”. The principle of autonomy is capable to avoid some of the abuses that effected the birth of bioethics, but it is not enough to avoid them completely.
Key words: dignity, autonomy, eugenics, birth of bioethics
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En un reciente artículo en el New York Times, el filósofo australiano Peter Singer sostenía nuevamente que el concepto de dignidad no puede ser utilizado en bioética para dirimir ciertas cuestiones debatidas. En este caso se trataba de la valoración ética de un tratamiento médico-quirúrgico aplicado a una niña de 9 años con un grave retraso mental (conocida en los medios de comunicación como Ashley), con la intención de evitar su normal desarrollo corporal. La intervención, que incluía la extirpación del útero y de los senos, había sido justificada por sus padres como un medio para mejorar su calidad de vida, y evitarle molestias innecesarias. Singer sostiene que los niños de 3 meses (edad mental de Ashley) pueden considerarse adorables, pero no por eso gozan de dignidad. Y esta dignidad que no poseen, tampoco crece con la edad, mientras mantenga el mismo nivel de capacidad mental. Al final de su reflexión, formula la siguiente pregunta: “¿por qué la dignidad debería ir asociada con la pertenencia a la especie, independientemente de las características que el individuo posea?”[1].
En este artículo no se pretende dar una respuesta definitiva a la pregunta de Singer[2]. Su propósito es bastante más limitado: se sugiere un camino negativo para mostrar cómo la ausencia de un criterio universalista de igualdad en la consideración ontológica de todo ser humano mina las bases de cualquier sociedad democrática; y más concretamente, por lo que se refiere a la bioética, la haría incapaz de acometer las tareas que se propuso en su nacimiento.
En este recorrido es necesario comenzar con una precisión terminológica para entender a qué tipo de dignidad nos referimos. En un segundo momento se analizará brevemente la discusión que, sobre la utilidad de este concepto, tuvo lugar en el British Medical Journal durante los últimos días de 2003 y los primeros de 2004. En tercer lugar se estudiarán algunas de las consecuencias que tendría la desaparición de dicho concepto. El cuarto apartado consistirá en la presentación, bajo esta perspectiva, de tres famosos casos de abusos sobre seres humanos, que se citan siempre al hablar del origen de la bioética. En la última parte se relaciona la pérdida del concepto de dignidad con la consolidación de ideas y prácticas eugenésicas.
1. Precisión terminológica
La palabra dignidad y todo su campo semántico se ha utilizado en el ámbito médico desde tiempos inmemoriales, y continúa usándose ampliamente en bioética. Se emplea como sustantivo (la dignidad humana, o simplemente, la dignidad, la dignidad del paciente), como adjetivo (muerte digna, vida digna de ser vivida), o también en su forma adverbial (tratar al paciente dignamente). El sentido del término puede variar notablemente de un caso a otro. Es más, algunas afirmaciones sobre la dignidad conducen a conclusiones contrarias desde el punto de vista ético. Mientras que algunos consideran justificados ciertos tipos de eutanasia para permitir una “muerte digna”, otros dirán que nunca es lícita esa opción, porque atenta precisamente contra la “dignidad de la persona”. Esto no implica la imposibilidad de encontrar un sustrato común dentro de este campo semántico, pues resulta bastante claro que no se hablaría de muerte digna, si no se considerara, al menos en cierta manera, la dignidad de la persona que muere. En todo caso, es evidente que no todos entienden lo mismo al utilizar este vocablo. Se hace por tanto necesario un cierto discernimiento terminológico, cuya ausencia provoca en no pocos casos la incapacidad de entender, y poder confrontar, las posiciones de los diferentes autores.
En un artículo reciente, Lennart Nordenfelt distingue cuatro significados del término dignidad. Tres de ellos son relativos, o no esenciales: la dignidad como mérito (referida a la especial situación de la persona en la sociedad), la dignidad como estatura moral (dependiente del comportamiento de la persona), y la dignidad de identidad (más difícil de definir, se refiere a aquella dignidad que reconocemos en nosotros mismos, enraizada en nuestra historia y en la relación con los demás; puede sufrir alteraciones por vejaciones o malos tratos por parte de otros, o también en algunas enfermedades). En estas tres acepciones, la dignidad admite un crecimiento, una disminución, o incluso la pérdida por parte del sujeto del que se predica. A estos significados se añade un cuarto, que “es un tipo de dignidad completamente diferente”, que poseemos los humanos en cuanto humanos: no puede perderse, ni admite gradación alguna. Se refiere a ella con el término alemán Menschenwürde, y es a esta dignidad a la que hace referencia el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), cuando sostiene que todos los seres humanos han nacido libres, con igual dignidad y son titulares de los derechos humanos[3].
La terminología varía según los autores, pero es frecuente encontrar la distinción entre un tipo de dignidad común a todos los seres humanos, que no admite grados y no puede perderse; y otro, u otros, que pueden variar o incluso desaparecer[4]. Singer parece admitir la existencia de este último sentido, pero no del primero. El objeto de este artículo es por tanto el de intentar responder a la pregunta sobre qué es lo que pierde el hombre, y la sociedad, si carece de un concepto de dignidad del tipo Menschenwürde.
2. El debate en el British Medical Journal
Richard E. Ashcroft, en un escrito de 2005 titulado Making sense of dignity, distingue en el campo de la bioética cuatro posiciones en relación a la dignidad. Un primer grupo está formado por los que defienden que este término es incoherente, o en todo caso inútil para la resolución de problemas. Según este autor, esta opinión sería prevalente en la bioética anglosajona. Un segundo grupo sostiene que la palabra dignidad puede ayudar a arrojar luz en muchas cuestiones, pero sería reducible a la de autonomía. El tercer grupo la considera como una posibilidad dentro de la constelación de términos que se utilizan en bioética para referirse a capacidades, funcionalidad e interacciones sociales. Por último, el cuarto grupo sostiene que la dignidad es una propiedad metafísica poseída por todos los seres humanos. Esta posición sería, siguiendo con Ashcroft, la paradigmática en la bioética europea[5].
Al explicar las diferentes posiciones, este autor cita como modelo de la primera, a la que podemos adscribir también a Singer, un editorial de Ruth Macklin, conocida profesora de Ética Médica en el Albert Einstein College of Medicine (New York). Se trata de un breve escrito con el provocativo título Dignity is a useless concept. Teniendo en cuenta lo señalado en el párrafo anterior, podría no resultar demasiado chocante en una autora americana. Sin embargo, es interesante notar que no se trata del editorial de una revista de bioética, sino de una de las más importantes revistas de Medicina. La aclaración no es irrelevante, pues una cosa es lo que escriben los teóricos de la bioética en sus revistas, y otra muy distinta, lo que llega al ámbito de la Medicina. El hecho de que se haya publicado un editorial de este tipo en una revista médica europea, señala claramente la influencia que la bioética, y concretamente la bioética norteamericana, está teniendo en la Medicina.
La tesis fundamental de Macklin es que la bioética está llena de referencias a la dignidad que no son más que meros eslóganes, o en algunos casos, indicaciones que podrían expresarse con mayor precisión utilizando otros términos. Concretamente, el contenido moral relevante que pueda encontrarse en esta palabra queda incluido en el concepto de respeto a la autonomía. La conclusión parece obvia, y coincide con el título del editorial: “la dignidad es un concepto inútil para la ética médica, y puede ser eliminado sin que se pierda ningún contenido importante”[6].
Cabe una primera observación de naturaleza epistemológica: la autora cae en el mismo error que pretende criticar, y que se refiere a la significación y fundación del vocabulario ético. Al hablar de las intervenciones que se realizan en el campo de la fecundación in vitro, de una parte señala que supone un misterio averiguar qué técnicas han de considerarse “contra la dignidad” de la persona; mientras que, en la misma frase, escribe que fácilmente se pueden identificar acciones que son “abusivas o degradantes”. No añade, sin embargo, información alguna sobre lo que suponga abuso o degradación, como si se tratara de términos evidentes. Pero sabemos que, concretamente en el ámbito de la fecundación asistida, hay diversidad de opiniones morales sobre las diferentes intervenciones; y técnicas que para algunos suponen un abuso (por ejemplo, la llamada reducción embrionaria), para otros no son más que un ejemplo del progreso científico que evita las posibles complicaciones que podría tener un embarazo múltiple. Queda por tanto sin contestar la pregunta de por qué debería ser misterioso señalar que una técnica determinada atenta contra la dignidad de la persona, y no sea igualmente misterioso decir que supone un abuso.
En todo caso, la crítica más interesante, y a mi entender definitiva, a la tesis de Macklin procede del ámbito clínico. Definitiva porque la práctica médica ordinaria es, o debería ser, el laboratorio en el que se confirman o desmienten las hipótesis sugeridas desde el despacho o la biblioteca en la que trabaja el teórico de la bioética. En este caso, la misma revista nos ofrece en su sección on-line de “respuestas rápidas” un material de enorme interés para valorar esta propuesta[7]. Entre el 19 de diciembre de 2003 y el 1 de marzo de 2004 encontramos treinta y cuatro comentarios, muchos de los cuales están firmados por personas del mundo universitario. Las opiniones, como puede suponerse, son de todo tipo. Se debe notar que las respuestas más críticas a la tesis sobre la inutilidad del concepto de dignidad proceden del ámbito médico, mientras que las posiciones que simpatizan en mayor o menor medida con esa propuesta pertenecen a filósofos o bioeticistas. De entre las primeras, al menos en algunos casos, se deja ver un cierto malestar, por no decir enfado, al analizar las afirmaciones de la profesora Macklin desde la perspectiva de largos años de ejercicio de la Medicina. El director del departamento de nefrología de un hospital de Israel escribe que “si el concepto de dignidad es inútil para la ética médica, entonces uno debería cuestionarse la utilidad de la ética médica”. Algo similar sostiene el director de salud pública de un centro médico inglés: “el concepto de dignidad puede ser inútil para un profesor de bioética, pero es de vital importancia para los médicos y los pacientes”. Un cardiólogo de Liverpool explica que no sabe mucho de ética médica, pero “sí sabe cuándo se ha perdido la dignidad en el modo de tratar a un paciente”. Como puede fácilmente observarse, estas contestaciones no aportan complejas argumentaciones cuya conclusión sea la necesidad de mantener el concepto de dignidad, sino que apelan simplemente a la experiencia profesional en los sectores respectivos.
Otros comentarios intentan un mayor diálogo con el editorial de Macklin y, aunque reconocen que la dignidad está en relación con la autonomía, sin embargo, para varios de ellos no cabría una identificación de los dos conceptos: la dignidad va más allá de la autonomía, y por tanto, no se puede eliminar aquella sin perder un espacio importante de moralidad.
Una de las respuestas más extensas corre a cargo de Arthur L. Caplan, otro famoso bioeticista americano. Agradece a la colega de New York su estimulante escrito, y coincide con ella en que en muchas ocasiones la palabra dignidad se utiliza a modo de eslogan. Sin embargo, escribe que algunos contextos en los que se utiliza con sentido este término no tienen nada que ver con la autonomía. Pone algunos ejemplos de acciones que no se deben realizar porque van contra la dignidad humana, aunque no atenten contra la autonomía: comer la carne de un cadáver, realizar experimentos sobre pacientes en estado vegetativo, o vender partes de una persona fallecida. Caplan sostiene que la palabra dignidad no es inútil, sino engañosa. Refleja un estatuto ético que unos agentes morales asignan a los otros: no sería algo inherente a la persona, sino una concesión de la comunidad.
Pensamos que su crítica sobre la reducción de la dignidad a pura autonomía resulta adecuada, pero la justificación que ofrece no parece suficiente para evitar algunas acciones contra la dignidad. Si no se trata de una propiedad inherente, la sociedad siempre podrá encontrar motivos (ejemplos hay en la Historia) que justifiquen la discriminación de algunos de sus miembros por el interés de la mayoría. Sobre este punto volveremos más adelante.
3. ¿Qué se pierde si desaparece el concepto de dignidad?
Esta pregunta podría comenzar a contestarse dando respuesta a otra cuestión, en cierto modo previa: ¿por qué no es suficiente respetar la autonomía de los individuos? Es cierto que muchas acciones que atentan contra la dignidad de la persona suponen también una violación del respeto a la autonomía. Pero en algunos casos, como bien señala Caplan, esto no es así; pues, o esa autonomía se ha perdido (ancianos con demencia), o todavía no se ha alcanzado (embriones, fetos, neonatos), sin entrar a considerar todo el campo de grises constituido por las situaciones de autonomía disminuida. Además de los ejemplos que ofrece este autor, encontramos en otros comentarios al editorial de Macklin algunas indicaciones para contestar a esas cuestiones. Un profesional de cuidados paliativos señala tres manifestaciones muy sencillas de lo que significa respetar la dignidad, también cuando se ha perdido la autonomía: lavar a los moribundos en lugar de dejarlos sucios, humedecerles la boca para que no la tengan reseca, y trasladarlos cuidadosamente una vez han fallecido.
Son muchas las situaciones que se presentan en la práctica clínica diaria donde la actuación de los profesionales de la sanidad responde principalmente al criterio de la dignidad, y no al de la autonomía. Junto a tantos ejemplos positivos que podrían señalarse, también se cuentan, desgraciadamente, ejemplos de falta de respeto de esa dignidad. ¿Qué puede decir la mera autonomía ante los abusos sexuales sobre mujeres en estado vegetativo, algunas de las cuales han quedado embarazadas después de esas agresiones?
Con las indicaciones que proceden del ámbito clínico, la tesis central del editorial de Macklin parece insostenible. De todas formas, hay dos ideas en el escrito, que incluso los más críticos con la idea de fondo podrían compartir. La primera, con la que coincidimos plenamente, es que en ocasiones se abusa de la palabra dignidad. Decir que una acción no se debe realizar porque atenta contra la dignidad humana, puede no ser suficiente para cerrar una discusión. Se trata de una afirmación que no añade nada a otras como: esta acción es contraria al valor de la persona, o esta acción supone ver al otro como un medio y no como un fin, o se trata de una acción inhumana, etc. Todas estas frases se utilizan, y tienen su lugar, tanto en el lenguaje común como en el discurso ético. Pero es necesario explicar por qué un determinado comportamiento hurta la dignidad, disminuye el valor de la persona, o es realmente inhumano.
En algunos ámbitos, como el médico, existe una tradición que hace innecesario, en muchas ocasiones, dar esas ulteriores explicaciones, pues la supuesta falta de dignidad resulta evidente a los que pertenecen a la comunidad sanitaria. Y esta es la razón por la cual muchos de los comentarios al editorial lo contestan sin dar especiales explicaciones, haciendo referencia a la experiencia profesional. Esto, de todos modos, no disminuye la importancia de profundizar en las razones de fondo de por qué un comportamiento u otro resultan lesivos para la dignidad.
La segunda idea pacíficamente admitida es que dignidad y autonomía se relacionan de algún modo. Que exista una relación no significa que sean términos equivalentes, ni que la autonomía, sobre todo entendida como lo hace la mayor parte de la bioética norteamericana, cubra todo el espacio de la dignidad[8]. Se podría decir, más bien, que en la reflexión filosófica la idea de dignidad se apoya sobre la idea de autotrascendencia propia del ser humano, que significa autodeterminación, pero también dominio de sí e incomunicabilidad[9]. Propiedades que pertenecen a la especie humana y a cada individuo, aunque no sean poseídas actualmente y de igual modo por todos. En este sentido, parafraseando a Spaemann, cabe afirmar que es la dignidad humana el fundamento del respeto de la autonomía, y no al revés[10]. De otro modo, ¿por qué una persona debería respetar la autonomía de otra, y no imponerse sin más por la fuerza? Esta pregunta no es posible contestarla de modo convincente sin la referencia a una categoría ontológica como la de dignidad. Es el “ser hombre”, no el poseer mayor o menor autonomía, lo que hace gozar de una dignidad incontestable, lo que ofrece un fundamento sólido para construir una sociedad que respete la igualdad de todos y la no discriminación de algunos de sus miembros.
El criterio fuerte de autonomía, que propugnan algunas escuelas de bioética, pone el acento en una propiedad de la persona que sin duda alguna es fundamental, pero que deja descubierta, en el plano ético, la protección de los miembros de la especie humana que no han conseguido todavía, tienen disminuida o han perdido dicha autonomía. En este sentido, se podría decir que el concepto fuerte de autonomía se aproxima al criterio de superioridad (del más fuerte) propio del reino animal, y que se rige por las reglas de la selección natural, como explicaban las teorías darwinianas. Este modo de pensar pone el acento en la proximidad entre el hombre y el animal, más que en su diferencia. En cambio, las corrientes bioéticas que proponen como criterio fundante la dignidad de todos los seres humanos intentan, a través de la reflexión racional, evitar que las diferencias determinadas por la biología supongan un criterio de discriminación de unos hombres con respecto a otros. Este es el sentido de cuidar a los enfermos, de asistir a los ancianos, de intentar sacar adelante personas que quizá no podrán ser de utilidad para la sociedad. Estas notas hacen que hablemos de sociedades más “humanas”; que no es otra cosa que decir más racionales, menos “animales”.
4. El concepto de dignidad y el nacimiento de la bioética
El nacimiento de la bioética responde a la necesidad de una reflexión racional, ética, de algunos problemas que comenzaban a plantearse, o llevaban tiempo apareciendo, en el ámbito biomédico de la segunda mitad del siglo XX. Entre los múltiples elementos que contribuyeron a su aparición ocupan un lugar de primer orden los abusos sobre seres humanos que se habían dado los decenios anteriores en el contexto de la experimentación clínica. Algunos de esos abusos, entre los que siempre se destacan los llevados a cabo por algunos médicos nazis[11], se han convertido en ejemplos paradigmáticos de lo que la bioética debería impedir que volviera a repetirse. En el año 1979 se publicó el Informe Belmont, cuyo objetivo era precisamente proporcionar un conjunto de principios éticos que pudiera guiar la investigación científica que se realiza sobre el hombre. Este documento que propone como principios básicos el respeto a las personas, la beneficencia y la justicia, ha tenido desde entonces una gran importancia en el ámbito de la bioética[12].
De entre los experimentos a los que se hacía referencia, muchos textos recogen tres, que vale la pena recordar en este escrito. El primero tuvo como escenario la Willowbrook State School, una escuela para niños con retraso mental grave. En esta institución un pediatra especialista en enfermedades infecciosas inició un estudio con la intención de obtener una vacuna eficaz contra la hepatitis. Entre 1956 y 1970 algunos médicos infectaron intencionadamente entre 700 y 800 niños con distintas cepas del virus. Los padres habían firmado previamente un módulo de consentimiento en el que se ocultaba el verdadero objetivo del estudio. Además habían sufrido amenazas de perder la plaza en el colegio si rechazaban la participación de sus hijos en la experimentación. El segundo estudio, realizado en 1963, tuvo lugar en el Jewish Chronic Disease Hospital de Nueva York, donde un grupo de investigadores inyectó células tumorales a 22 ancianos, algunos de los cuales sufrían demencia, con el fin de aumentar los conocimientos científicos en el área de los tumores. La tercera experimentación es conocida como Tuskegee Syphilis Study, y tuvo lugar entre 1932 y 1972. Su promotor fue el Servicio Sanitario Público del Gobierno Federal, y su objetivo era el estudio de la evolución natural de la sífilis dejada sin tratamiento médico alguno. Los sujetos de la investigación eran trabajadores de color de Alabama (399 los infectados y 201 como grupo de control). Se les dijo que tenían una enfermedad denominada “mala sangre”, para la que estaban recibiendo un tratamiento. A pesar de la extensión a final de los años Cuarenta del uso de la penicilina, estos pacientes siguieron sin recibir tratamiento alguno. Muchos llegaron a desarrollar las graves manifestaciones de la sífilis cerebral, propias de los estadios finales de la enfermedad. La publicación de estos trabajos provocó gran revuelo en la opinión pública y obligó al gobierno nacional a tomar cartas en el asunto[13].
Si se analizan estos tres casos desde la perspectiva de la tesis de Macklin, no es difícil llegar a la conclusión de que, dejando de lado el concepto de dignidad y quedándose sólo con el criterio de la autonomía, no es posible, al menos en línea teórica, evitar que se repitan experimentos como los realizados sobre los niños con retraso mental y sobre los ancianos dementes. El mismo Informe Belmont, aunque no utiliza expresamente la palabra dignidad, se apoya sobre las indicaciones anteriores de la Declaración de Helsinki (1964)[14], que sí la utiliza; y además señala que se debe garantizar la protección de las personas cuya autonomía pueda estar mermada[15].
Sin duda el respeto de la autonomía supone un pilar importante de la bioética. Pero resulta también claro que, como han señalado acertadamente muchos autores, no es suficiente, puesto que la bioética, si quiere ser fiel al empeño que se propuso en los no tan lejanos años Setenta, necesita contar entre su instrumental con categorías como la de dignidad. Conceptos morales que le ayuden a establecer los límites dentro de los cuales cabe la discusión ética. El concepto de dignidad puede ser muy útil para señalar que no es lícito atentar contra la vida o la salud de ningún ser humano, independientemente de sus capacidades actuales, de su estado de salud, de su raza, de su sexo, de su edad, con el fin de obtener un beneficio para otro individuo o para la colectividad. Dentro de estos extremos, que como puede fácilmente intuirse están muy próximos a los que aparecen en la segunda formulación del imperativo categórico kantiano, se podría invocar el principio ético de la dignidad humana sin necesidad de ofrecer mayores explicaciones. En cambio, en los casos en que no exista dicho atentado contra la vida o la salud de un ser humano, el uso del principio exigirá una ulterior explicación de los bienes humanos que lesiona una determinada acción que se dice contraria a la dignidad.
Los intentos de justificar excepciones a este principio a través, por ejemplo, de la distinción entre personas y seres humanos, podrán ser más o menos estimulantes dependiendo del espesor teorético sobre el que apoyen, pero suponen siempre una falla en la tan codiciada y difícil consecución de la igualdad de todos los seres humanos, que tantos documentos internacionales después de la Declaración Universal han sancionado. Además, en no pocos casos, suponen un salto metodológico que no parece lícito. Se parte del plano fenoménico, de la descripción de la incapacidad de realizar ciertas operaciones propias de la persona, para acabar concluyendo, en el terreno moral, que el respeto debido a esos seres humanos es menor que el que exige la persona adulta que goza de todas sus capacidades. Este menor respeto, sirve para justificar la eliminación de algunos seres humanos, que no llegan al “mínimo” establecido por los que determinan en cada momento las normas sobre la materia. Con frecuencia, se cae en la falacia naturalista que los mismos autores critican en otras propuestas, pues se da un salto privo de justificación del plano del ser (aunque no se utilicen categorías metafísicas, sino fenomenológicas), al plano del deber ser. Y en esta línea se pretende caracterizar la cualidad ontológica de un ser a partir de la descripción de algunas de sus propiedades, como modo de justificar la posibilidad de tratar como medio y no como fin (siguiendo la fórmula kantiana) a algunos individuos de la especie humana[16].
5. La dignidad humana y la nueva eugenésia
Quizá un ejemplo paradigmático del uso de este tipo de argumentaciones sea la multiplicación en la práctica clínica de la reproducción humana de algunos procedimientos que tienen un carácter marcadamente eugenésico[17]. Se trata de un fenómeno que requiere un estudio en profundidad. Aquí sólo será posible apuntarlo como una de las consecuencias que lleva consigo la pérdida práctica del concepto de dignidad humana.
En un interesante artículo de 2006, Dónal P. O’Mathúna estudia las raíces filosóficas que condujeron a los abusos sobre seres humanos en la era nazi[18]. Se trata de un trabajo de notable rigor científico, lejano a todo uso polémico de la comparación fácil. Su tesis de fondo es que algunos de los postulados que minaban entonces la dignidad inherente a todo ser humano, pueden encontrarse hoy en el debate bioético. Esta constatación no le lleva a conclusiones catastrofistas, sino a poner en alerta la comunidad académica, y de modo particular la bioética, de manera que sea prudente a la hora de utilizar sus argumentos y sacar conclusiones.
Este autor explica que en las primeras décadas del siglo XX fue cristalizando lo que se conoce como Darwinismo social, cuyos postulados podrían resumirse en los siguientes puntos:
• las leyes biológicas gobiernan toda la naturaleza, y por tanto también a los humanos;
• el crecimiento de la población supone una amenaza para los recursos, y esto genera una lucha por la existencia;
• las características físicas y mentales que confieren ciertas ventajas en esta lucha por la existencia se pueden extender a través de la herencia;
• la selección y la herencia conducen a la aparición de nuevas especies, y a la desaparición de otras;
• todo lo anterior se aplica a la cultura humana, y se puede decir concretamente que la selección natural ha condicionado una evolución en el pensamiento humano, en la religión, la política y la ética[19].
El Darwinismo social, como una forma naturalista del evolucionismo ético, tiene una cimentación polimorfa. Sin duda alguna, los escritos de Malthus, del que Darwin expresamente se reconoce deudor, han tenido gran importancia en su nacimiento. También el pensamiento de Herbert Spencer suponen una influencia notable en la filosofía política del siglo XIX, y en la gestación del movimiento eugenésico posterior. Este autor lamenta que en su época se hicieran, mucho más que en tiempos pasados, grandes esfuerzos para lograr la supervivencia de los individuos menos adaptados. En todo caso, la raíz central de todo este movimiento cultural lo constituye el libro de Darwin, “El origen de las especies” (1859), donde desarrolla las ideas de la selección natural y de la herencia propias del mundo animal, aplicándolas al hombre. A estos autores, se une desde el mundo de la ciencia Ernst Haeckel, cuya concepción ética, siguiendo los escritos de Darwin, parte del postulado de que la dignidad no es algo inherente del hombre, sino que depende de su adaptación, y de su posible contribución a la sociedad.
O’Mathúna en su escrito señala cinco ideas, que denomina creencias, en la bioética actual, que de un modo u otro estarían relacionadas con el Darwinismo social. No es del parecer que en nuestra época se vaya a repetir algo similar a las atrocidades de que fueron testigos los campos de concentración nazis, pero señala que aquellos que realizaron estas acciones eran personas como nosotros, y que por tanto, hemos de estudiar detenidamente las conexiones entre el eugenismo de principios del siglo XX y la situación actual. Las “creencias” son las siguientes:
• la naturaleza de la ética es relativista, no universal; por tanto, las creencias tradicionales sobre la dignidad humana pueden cambiar;
• la distinción entre los hombres y otros animales no es neta, puesto que el hombre procede de la evolución gradual de otras especies;
• las desigualdades entre los hombres existen en la naturaleza, por lo que la dignidad humana está determinada por la raza y las habilidades físicas y mentales: no existe una dignidad inherente;
• en uno de los extremos del arco de posibilidades encontramos algunas vidas de tan poco valor (o calidad), que podemos denominarlas “vidas no dignas de ser vividas”;
• la selección natural muestra que la supervivencia de los más adaptados es una ley de la naturaleza. Como consecuencia, son éticas las políticas que procuran la muerte de los menos adaptados[20].
Al principio de este apartado se hacía referencia a las prácticas eugenésicas cada vez más frecuentes en el campo de la reproducción humana. En uno de los números del Journal of Medical Ethics de 2006 se recoge la tendencia cada vez mayor del diagnóstico prenatal. Entre otros datos se indica que en los últimos 10 años, debido al aborto no han nacido el 43% de fetos con palatosquisis (labio leporino), y el 64% de los que padecían deformación congénita del pie, situaciones ambas que no suponen riesgo vital, y pueden ser tratadas con buenos resultados. El artículo concluye diciendo que está cristalizando el pensamiento de que abortar fetos con discapacidades es una forma de altruismo[21].
Escribir sobre aborto, incluso en sede académica, resulta cada vez más complicado, debido a la fuerte ideologización que ha tomado el problema. Sin embargo, es necesario seguir estudiando el fenómeno en sí, y sus motivaciones. Pocos autores de entre los que se dedican a la bioética negarán que el feto humano sea un individuo de la especie humana. Sin embargo, algunos de ellos justifican el aborto e incluso el infanticidio; pero no todo aborto ni todo infanticidio, sino solamente el de aquellos fetos o neonatos con patologías más o menos importantes. En las páginas anteriores hemos visto al menos dos de las justificaciones que se ofrecen para sostener esta práctica. Algunos sugieren que el respeto debido a los seres humanos no sería igual para todos, sino que iría creciendo, al tiempo que crece el cuerpo y sus capacidades. Un ejemplo lo tenemos en el informe Donaldson antes mencionado. Otros, como Singer, distinguen entre seres humanos y personas, de modo que sólo las últimas gozarían de un respeto incondicional. En ambos casos nos encontramos con un grupo de hombres que, a través de unos razonamientos más o menos sofisticados, deciden sobre la vida y la muerte de otros hombres. Se trata, en definitiva de un nuevo modo del Darwinismo social. Si no se defiende un concepto de dignidad inherente al ser humano, un concepto de dignidad que obliga a respetar a todos los miembros de la especie humana independientemente de su desarrollo somático y de sus capacidades, los discursos sobre la igualdad y la no discriminación no dejarán de ser algo puramente retórico.
5. Reflexiones conclusivas
La bioética ha nacido ciertamente como una reflexión filosófica (ética), y por tanto, es lógico que utilice la metodología propia de esta disciplina. Sin embargo, es también cierto que aquello sobre lo que reflexiona, que es fundamentalmente la acción humana en el ámbito biosanitario, no es un objeto neutro, o carente de contenido, que se pueda modelar de cualquier manera. Este punto es fundamental para afrontar seriamente la epistemología bioética, ya que hace ver que no cualquier filosofía es igualmente adecuada para la nueva disciplina. Y esto es así porque el universo de la Medicina y del cuidado de la salud, que siempre ha estado relacionado de un modo u otro con el de la investigación médica, poseen una rica tradición ética, que no puede ser dejada de lado, o considerada simplemente como una opción más junto a otros modelos teóricos posibles. Esta es la explicación de por qué ante escritos provocativos como el editorial de Macklin, procedan respuestas netas del ámbito médico que no argumentan en contra de la tesis de fondo, sino que traen a colación la tradición médica y la propia experiencia clínica.
Eric Cohen en su artículo antes citado sobre lo que se ha comenzado a llamar en Estados Unidos la “bioética conservadora”, explica que nunca podremos probar que todos los seres humanos poseen igual dignidad, o incluso que los seres humanos tengan dignidad[22]. Quizá sería más adecuado decir que una racionalidad práctica que cercena sus capacidades cognoscitivas al puro dato experiencial no es capaz de justificar la dignidad, como tampoco podrá defender racionalmente muchas otras categorías morales que se usan habitualmente en bioética; entre las que habrá que enumerar los famosos principios de respeto a la autonomía, de beneficencia, o de justicia. El punto decisivo del problema es, por tanto, de naturaleza gnoseológica; y su disección e intento de solución supera con mucho la intención de este artículo. La única anotación que nos permitimos hacer en este momento es que el ethos médico tiene una riqueza de contenidos que habría que desarrollar mucho más en el ámbito bioético, sin verlo con recelo, sino como una fuente de la que poder tomar, no sólo algunas indicaciones normativas válidas, sino todo un contexto moral que ha sostenido el actuar médico, como acción humana llena de sentido y valiosa consideración, durante muchos siglos.
Indudablemente el papel del filósofo en este trabajo es fundamental, pero no todo planteamiento filosófico ayudará de igual modo[23]. Además, es necesario situar en el lugar adecuado a cada uno de los personajes que colaboran en bioética. La filosofía puede iluminar, a través de su reflexión racional, muchas situaciones difíciles que se presentan al médico; pero será siempre este último el que tenga que tomar las decisiones. Por tanto, una bioética que no esté al servicio del personal sanitario, de aquellas personas a las que se presentan los problemas reales de los que debería ocuparse el bioeticista, tiene poca utilidad.
En los últimos años se han multiplicado enormemente los centros y las publicaciones de esta nueva disciplina, quizá en un modo excesivo. Aparecen cada vez más discusiones académicas que se sitúan lejos de las necesidades y los problemas reales que se intentan resolver. El caso de la dignidad, y el poner en duda su utilidad, tendría que servir como señal de alarma para intentar corregir el tiro, y buscar modelos teóricos que se asocien bien a la tradición médica. Algunos de los nuevos paradigmas más que una ayuda para la Medicina suponen una amenaza pues minan sus mismos fines. Muchos de los pioneros de la bioética, aun procediendo de áreas diversas de la clínica, dedicaron un esfuerzo notable a entender, y participar de algún modo, en el mundo médico. De esta forma, consiguieron que sus especulaciones respondieran lo más posible a los problemas reales que encuentra el médico, la enfermera, el investigador. Sería deseable que en esta nueva etapa de la bioética se recuperara aquella fuerte conexión entre el mundo de los filósofos y mundo de los médicos.
[1] Singer, P., «A convenient Truth». New York Times (January 26, 2007), en www.nytimes.com (disponible en abril 2007). Esta valoración del concepto de dignidad no es nueva. En uno de sus libros escribe que los filósofos tienden a refugiarse en la palabrería y utilizan “frases grandilocuentes como ‘la dignidad intrínseca del individuo humano’; hablan del ‘valor intrínseco de todos los hombres’ como si los hombres poseyeran algún valor que los otros seres no tuvieran” (Desacralizar la vida humana. Ensayo de ética. Cátedra, Madrid 2003, 122).
[2] Una posible respuesta puede encontrarse en el excelente libro de Torralba, F., ¿Qué es la dignidad humana? Herder, Barcelona 2005. También es de gran interés el capítulo “La bioética utilitarista de Peter Singer” del libro de Ferrer, J. J. y Álvarez, J. C., Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea. Desclée De Brouwer, Bilbao 2003.
[3] Nordenfelt, L., «The Varieties of Dignity», Health Care Analysis 12 (2004), 69-81.
[4] Eric Cohen distingue entre la dignidad ontológica y la dignidad experiencial (cfr. «Conservative Bioethics & the Search for Wisdom». Hastings Center Report 36 (2006), 44-56); German Grisez y Joseph M. Boyle describen dos tipos de dignidad: una elitista o extrínseca, y otra universal o intrínseca (Life and Death with Liberty and Justice. A Contribution to the Euthanasia Debate. University of Notre Dame Press, Notre Dame 1979); por su parte, Luke Gormally habla de dignidad connatural, dignidad existencial y dignidad definitiva (cfr. «Pope John Paul II’s Teaching on Existential Dignity», FAITH Magazine July-August (2005), en http://www.faith.org.uk/Publications/Magazines/Jul05/Jul05JPIITeachingExistentialDignity.htm, disponible en abril 2007).
[5] Ashcroft, R. E., «Making Sense of Dignity», Journal of Medical Ethics 31 (2005), 679-682.
[6] Macklin, R., «Dignity is a useless concept», British Medical Journal 327 (2003), 1419-1420. Algunas de las explicaciones que se ofrecen no parecen bien fundadas: por ejemplo, las anotaciones históricas sobre la aparición del concepto, o el papel que la religión puede jugar en su uso. Sin embargo, no nos detenemos a considerarlas ahora, pensamos que es preferible centrarse en la tesis de fondo.
[7] Pueden consultarse en http://www.bmj.com/cgi/eletters/327/7429/1419 (disponible en abril 2007).
[8] Esta bioética considera la autonomía como capacidad actual para tomar decisiones. El respeto de la autonomía supone por tanto evitar cualquier imposición externa al individuo que tiene que decidir.
[9] Cfr. Rodríguez Luño, A., «La dignità umana al centro della Medicina: la visione cattolica» Medic 13 (2005), 66: “Caratteristiche della vita umana che riempie l’interiorità umana sono la autodeterminazione, la padronanza di sé, e l’essere incomunicabile nel senso di inalienabile e insostituibile: gli atti propri dell’interiorità non possono essere esercitati ‘dal di fuori’. Tutto ciò fonda la convinzione che le persone umane hanno un valore eccellente, sovra-cosale e sovra-utilitario, non negoziabile, non sottoposto a ponderazione né a scambi. Le persone hanno dignità, e non un prezzo”.
[10] Spaeman, R., «¿Son todos los hombres personas?» Cuadernos de bioética 31 (1997), 1027-1033. En su escrito se refiere no a la dignidad, sino a los derechos.
[11] Es importante señalar que las aberraciones a las que se llegaron en ciertas experimentaciones de la época nazi son solamente uno de los apartados de una larga y triste historia de abusos y discriminaciones. En el libro de Wolfgang Weyers, titulado The Abuse of Man. An Illustrated History of Dubious Medical Experimentation (Ardor Scribendi, LTD, New York 2003), la medicina nazi ocupa solamente 2 de los 26 capítulos del libro (73 de las más de 750 páginas).
[12] Puede ser útil recordar para los no especialistas que la propuesta canónica de la bioética norteamericana, el principialismo, extiende estos tres principios -a los que añade el de no-maleficencia- a todo el ámbito de la bioética. El texto paradigmático es el de Beauchamp, T. L. y Childress, J. F., Principles of Biomedical Ethics. Oxford University Press, New York 2001 (5 edición).
[13] Cfr. Reich, W., «La bioetica negli Stati Uniti» en Viafora, C., Vent’anni di bioetica. Fondazione Lanza, Padova 1990, 144-46.
[14] “It is the duty of the physician in medical research to protect the life, health, privacy, and dignity of the human subject” (n. 10).
[15] Cfr. National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research, «The Belmont Report». Ethical principles and guidelines for the protection of human subjects of research. DHEW Publication OS 78-0012, Washington DC 1978, 4-5.
[16] Esta reflexión puede parecer un poco teórica, y lejana a la realidad. Sin embargo, es la argumentación que se encuentra, más o menos desarrollada, en la justificación de ciertos abortos, o del uso de embriones para investigación. Por ejemplo, el informe Donaldson, sobre el posible uso científico de células madre, presentado al Parlamento inglés en junio de 2000, al tratar de las consideraciones éticas con respecto al embrión humano escribe lo siguiente (n. 4.6):
- • The embryo of the human specie has a special status but not the same status as a living child or adult.
- • The human embryo is entitled to a measure of respect beyond that accorded to an embryo of other species.
- • Such respect is not absolute and may be weighed against the benefits arising from proposed research.
- • The embryo of the human species should be afforded some protection in law.
Resulta bastante claro que cuando cae una categoría de dignidad que cubre a todos los seres humanos, el respeto que merecen unos y otros varía; puediéndose llegar, como en este caso, a sopesar dicho respeto con los intereses de la investigación.
[17] El mismo Didier Sicard, presidente del Comité francés de bioética, reconocía recientemente que el diagnóstico prenatal está convirtiéndose en un factor de eugenesia.
[18] O’Mathúna, D. P., «Human dignity in the Nazi era: implication for contemporary bioethics», BMC Medical Ethics, 7 (2006) en http://www.pubmedcentral.nih.gov/articlerender.fcgi?artid=1484488 (accesible en abril 2007).
[19] “The influences of social Darwinism on medical ethics must be examined carefully because Western society is currently enamoured by many of these some beliefs. They are not labelled as such, and are often promoted independently. But the ideas themselves are there and already impacting current thinking within medical ethics and bioethics”. O’Mathúna recoge estas ideas de Hawkins, M., Social Darwinism in European and American Thought, 1860-1945: Nature as Model and Natural as Threat. Cambridge University Press, Cambridge 1977.
[20] En el artículo de O’Mathúna pueden encontrarse ejemplos de cada uno de estos puntos, así como los autores que promueven dichas ideas en la bioética contemporánea.
[21] Bromage, D. I., «Prenatal diagnosis and selective abortion: a result of the cultural turn?», Journal of Medical Ethics 32 (2006), 38-42.
[22] Cohen, E. «Conservative Bioethics & the Search for Wisdom», Hastings Center Report 36 (2006), 47-48. Este autor soluciona el problema refiriéndose a la igualdad, no como un dato de hecho, sino como un ideal que la sociedad democrática debe luchar por conseguir.
[23] Las distintas corrientes presentes en la bioética contemporánea nos describen los problemas éticos relacionados con la vida humana desde diferentes perspectivas. Cada una de ellas subraya uno u otro aspecto de la moralidad, y en ese sentido, todas son más o menos útiles, pero indudablemente algunas consiguen ofrecer un panorama antropológico y ético más completo. Es indudable, por ejemplo, que Peter Singer ha conseguido sensibilizar el discurso ético con las cuestiones referentes al trato que merecen los animales; y este aspecto resulta positivo. Sin embargo, su insistencia en el abajamiento del hombre a nivel puramente animal (que es a lo que lleva el especifismo) y su opción utilitarista, condicionan de tal modo su propuesta ética, que no es capaz de evitar, al menos en el plano teórico, algunos de los abusos de los que hablábamos antes, al referirnos al origen y al papel de la bioética. Algunos de estos problemas aparecen en el artículo de Pardo, A., «La bioética de los filósofos», Cuadernos de bioética 16 (2005), 163-174.
Publicado en Cuadernos de Bioética, n. 66, vol XIX, 2º 2008 Cuadernos de Bioética Nº 66. Volumen XIX, 2ª 2008