Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y procurarles la paz y la felicidad. ¿Cuáles son?¿Cómo reconocerlos? ¿Cómo hacerlos presentes en la vida de las personas y de la sociedad?
Texto oficial en francés
Texto oficial en italiano
A continuación ponemos una traducción al español
(traducción al castellano realizada por Eduardo Ruiz y publicada en http://sacerdotesyseminaristas.org)
Indice General
Introducción
1.1 Las sabidurías y las religiones del mundo
1.2 Las fuentes greco-romanas de la ley natural
1.3 La enseñanza de la Sagrada Escritura
1.4 Los desarrollos de la tradición cristiana
1.5 Evoluciones posteriores
1.6 El magisterio de la Iglesia y la ley natural
2.1 El papel de la sociedad y de la cultura
2.2 La experiencia moral: «Es necesario hacer el bien»
2.3 El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la ley natural
2.4 Los preceptos de la ley natural
2.5 La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural
2.6 Las disposiciones morales de la persona y su obrar concreto
CAPÍTULO III: LOS FUNDAMENTOS DE LA LEY NATURAL
3.1 De la experiencia a la teoría
3.2 Naturaleza, persona y libertad
3.3 La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto
3.4 Las vías para una reconciliación
CAPÍTULO IV: LA LEY NATURAL Y LA CIUDAD
4.1 La persona y el bien común
4.2 La ley natural, medida del orden político
4.3 De la ley natural al Derecho natural
4.4 Derecho natural y derecho positivo
4.5 El orden político y el orden escatológico
4.6 El orden político es un orden temporal y racional
CAPÍTULO V: JESUCRISTO, PLENITUD DE LA LEY NATURAL
5.1 El “Logos” encarnado, Ley viviente
5.2 El Espíritu Santo y la nueva Ley de la libertad
CONCLUSIÓN
Observación previa: El tema «En Busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley» ha sido presentado para el estudio de la Comisión Teológica Internacional. Para preparar este estudio se formó una subcomisión compuesta por Exmo. mons. Roland Minnerath, de los Reverendísimos profesores: p. Serge-Thomas Bonino OP (presidente de la Subcomisión), Geraldo Luis Borges Hackmann, Pierre Gaudette, Tony Kelly CssR, Jean Liesen, John Michael McDermott SI, de los profesores Johannes Reiter y Barbara Hallensleben, con la colaboración de s.e. mons. Luis Ladaria SI, secretario general. La discusión general tuvo lugar con ocasión de la sesión plenaria de la misma CTI, celebrada en Roma, en el mes de octubre del 2006 y del 2007 y en diciembre 2008. El documento ha sido aprobado por unanimidad en la Comisión en la sesión del 16 de diciembre de 2008 y ha sido propuesto a su presidente el cardenal William J. Levada, que ha dado su aprobación para la publicación.
INTRODUCCIÓN
1.- ¿Existen valores morales objetivos con capacidad para unir a los hombres y procurarles paz y felicidad? ¿Cuáles son? ¿Cómo reconocerlos? ¿Cómo actúan en la vida de las personas y de la comunidad? Estos interrogantes de siempre en torno al bien y al mal, se presentan hoy con más urgencia que nunca, en la medida en que los hombres tienen una mayor conciencia de formar una sola comunidad mundial. Los grandes problemas que se presentan a los seres humanos tienen ahora una dimensión internacional, planetaria, porque el desarrollo de las técnicas de comunicación favorece una creciente interacción entre las personas, la sociedad y la cultura. Un acontecimiento local puede tener una resonancia, casi inmediata, en todo el planeta. Surge así la conciencia de una solidaridad global, que encuentra su fundamento último en la unidad del género humano. Ésta se traduce en una responsabilidad de todo el planeta. Así, el problema del equilibrio ecológico, de la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima se ha convertido en una preocupación opresiva, que interpela a toda la humanidad y cuya solución se encuentra más allá de los ámbitos nacionales. También las amenazas que el terrorismo, el crimen organizado y las nuevas formas de violencia y de opresión hacen recaer sobre la sociedad tienen una dimensión planetaria. Los veloces descubrimientos de la biotecnología, que a veces amenazan la misma identidad del ser humano (manipulación genética, clonación…), reclaman urgentemente una reflexión ética y política de amplitud universal. En este contexto, la búsqueda de valores éticos comunes vuelve a estar de actualidad.
2.- Con su sabiduría, su generosidad y en ocasiones su heroísmo, los hombres y las mujeres son testimonio viviente de tales valores éticos comunes. La admiración que ellos suscitan en nosotros, es signo de una primera adquisición espontánea de valores morales. La reflexión de los catedráticos y de los científicos sobre las dimensiones culturales, políticas, económicas, morales y religiosas de nuestra existencia social, nutre las determinaciones del bien común de la humanidad. Son posiblemente los artistas los que, con la manifestación de la belleza, reaccionan contra la pérdida de sentido y renuevan la esperanza de los seres humanos. También los políticos trabajan con energía y creatividad para aprobar programas de reducción de la pobreza y de protección de las libertades fundamentales. Es muy importante además el constante testimonio de los representantes de las religiones y de las tradiciones espirituales que quieren vivir a la luz de la verdad última y del bien absoluto. Todos contribuyen, cada uno a su manera y con un recíproco intercambio, a promover la paz, un orden más justo, el sentido de la responsabilidad, una justa repartición de la riqueza, el respeto del medio ambiente, la dignidad de la persona humana de sus derechos fundamentales. Sin embargo, estos esfuerzos podrán tener éxito solamente si las buenas intenciones se fundamentan sobre un acuerdo válido en su base sobre los bienes y valores que representan las aspiraciones más profundas del ser humano, a título individual y comunitario. Solamente el reconocimiento y la promoción de estos valores éticos pueden contribuir a la construcción de un mundo más humano.
3. La búsqueda de este lenguaje ético común afecta a todos los hombres. Pero el cristiano une misteriosamente con la obra del Verbo de Dios, «la luz verdadera, aquella que ilumina a cada hombre» (Jn 1,9), y con la obra del Espíritu Santo que hace nacer en el corazón « amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal. 5, 22-23). La comunidad de los cristianos, que comparte « las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de hoy» y «por tanto se siente realmente e íntimamente solidaria con el género humano y con su historia» (1), no puede sustraerse de ninguna manera de esa común responsabilidad. Iluminados por el Evangelio, comprometidos en un diálogo paciente y respetuoso con todos los hombres de buena voluntad, los cristianos, participan en la búsqueda común de los valores humanos que promover: «Aquello que es verdadero, noble justo, puro, amable, honrado, aquello que es virtud y aquello que merece alabanza, sea objeto de vuestro pensamiento» (Fil 4,8). Ellos saben que Jesucristo, «nuestra paz» (Ef. 2,14), que ha reconciliado a todos los hombres con Dios por medio de la cruz, es el principio de unidad más profundo hacia el cual el género humano está llamado a converger.
4. La búsqueda de un lenguaje ético común es inseparable de una experiencia de conversión, con la cual, personas y comunidad, se alejan de las fuerzas que tratan de aprisionar al ser humano en la indiferencia o lo empujan a levantar muros uno frente al otro o frente al extranjero. El corazón de piedra –frío, inerte e indiferente en el destino del prójimo o del género humano– debe ser transformado, bajo la acción del Espíritu, en un corazón de carne (2), sensible a las llamadas de la sabiduría, a la compasión, al deseo de la paz, y de la esperanza para todos. Esta conversión es la condición de un verdadero diálogo.
5. No faltan los intentos contemporáneos para definir una ética universal. Finalizada la segunda guerra mundial, la comunidad de las naciones, viendo las consecuencias de la estrecha complicidad que el totalitarismo había mantenido con el puro positivismo jurídico, ha definido en la Declaración universal de los derechos humanos (1948) algunos derechos inalienables de la persona humana que trascienden las leyes positivas de los Estados y que deben servirles de norma y referencia. Tales derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son declarados, lo que significa que queda manifiesta su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador. En efecto se derivan del «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo)
La Declaración universal de los derechos del hombre, constituye uno de los éxitos más bellos de la historia moderna. Esta, «recoge una de las expresiones más elevadas de la conciencia de nuestro tiempo» (3) y ofrece una sólida base para la promoción de un mundo más justo. Sin embargo los resultados no han estado siempre a la altura de lo esperado. Algunos países han contestado la universalidad de tales derechos, juzgándolos demasiado occidentales, y esto impulsa a buscar una formulación más comprensible para ellos. Además una cierta propensión a multiplicar los derechos del hombre, más en función de los deseos desordenados del individuo consumista o de reivindicaciones sectoriales, que de las exigencias objetivas del bien común de la humanidad, ha contribuido en gran medida a quitarles valor. Separada del sentido moral de los valores que trasciende los intereses particulares, la multiplicación de los procedimientos y reglamentaciones jurídicas conduce únicamente a un echar tierra encima, que al final sirve únicamente a los intereses de los países más fuertes. Sobre todo, se percibe una tendencia a reinterpretar los derechos del hombre, separándolos de la dimensión ética y racional que constituye su fundamento y su fin, en beneficio de un puro legalismo utilitarista (4)
6. Para explicar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han tratado de elaborar una «ética mundial» en el ámbito de un diálogo entre las culturas y las religiones. La «ética mundial» indica el conjunto de los valores fundamentales obligatorios que desde tiempo inmemorial forman el tesoro de la experiencia humana. Aquella se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas filosóficas (5). Tal proyecto, digno de interés, expresa el deseo actual de una ética que tenga validez universal y global. Pero la búsqueda puramente inductiva, sobre el modelo parlamentario de un consenso mínimo ya existente ¿puede satisfacer la exigencia de fundamentar el derecho sobre lo absoluto? Además, tal ética mínima ¿no conduce quizá a relativizar las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular?
7. Desde hace muchos decenios, algunos sectores de la cultura contemporánea han dejado de lado la cuestión de los fundamentos éticos del derecho y de la política. Bajo el pretexto de que cualquier pretensión de una verdad objetiva universal sería fuente de intolerancia y de violencia, y que sólo el relativismo podría salvaguardar el pluralismo de los valores y de la democracia, se hace la apología del positivismo jurídico que rechaza referirse a un criterio objetivo, ontológico, de lo que es justo. Desde esta perspectiva, el horizonte final del derecho y de la norma moral es la ley en vigor, que es considerada justa por definición, porque es expresión de la voluntad del legislador. Pero esto significa abrir la vía a la arbitrariedad del poder, al dictado de la mayoría aritmética y a la manipulación ideológica, en detrimento del bien común. «En la ética y en la actual filosofía del derecho, los postulados del positivismo jurídico están muy presentes: la consecuencia es que la legislación se convierte frecuentemente en un simple compromiso entre los diversos intereses; se intenta transformar en derechos intereses o deseos privados que se oponen a los deberes derivados de la responsabilidad social» (6) Pero el positivismo jurídico es notoriamente insuficiente, porque el legislador puede actuar legítimamente únicamente dentro de determinados límites que se desprenden de la dignidad de la persona humana y al servicio del desarrollo de aquello que es auténticamente humano. El legislador no puede abandonar la determinación de aquello que es humano, a criterios extrínsecos y superficiales, como haría por ejemplo, si legitimase de por sí todo aquello que es realizable en el ámbito de la biotecnología. En definitiva debe actuar de modo éticamente responsable. La política no puede prescindir de la ética, ni la ley civil y el ordenamiento jurídico pueden prescindir de una ley moral superior.
8. En este contexto en el que la referencia a valores objetivos absolutos universalmente reconocidos ha resultado problemática, algunos, deseosos de dar una base racional a las decisiones éticas más comunes, recomiendan una «ética de la discusión» en la línea de una comprensión «dialógica» de la moral. La ética de la discusión consiste en usar en el desarrollo de un debate ético, únicamente las normas a las que todos los participantes interesados, renunciando a comportamientos «estratégicos» para imponer los propios puntos de vista, puedan dar su asentimiento. Así, se puede determinar si una regla de conducta y de acción o un comportamiento son morales porque, dejando de lado los condicionamientos culturales e históricos, el principio de discusión ofrece una garantía de universalidad y de racionalidad. La ética de la discusión se interesa, sobre todo, por el método por el que, gracias al debate, los principios y las normas éticas pueden ponerse a prueba y convertirse en obligatorias para todos los participantes. Es esencialmente un procedimiento para ensayar el valor de las normas propuestas pero no puede producir nuevos contenidos sustanciales. La ética de la discusión es, por tanto, una ética puramente formal que no mira a las orientaciones morales de fondo. Corre incluso el peligro de limitarse a una búsqueda de un compromiso. Ciertamente el diálogo y el debate son siempre necesarios para obtener un acuerdo factible en la aplicación concreta de las normas morales en una situación dada, pero no puede marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no sustituye las convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece.
9. Conscientes de los actuales planteamientos de la cuestión, en este documento pretendemos invitar a todos aquellos que se interrogan sobre los fundamentos últimos de la ética, y también del orden jurídico y político, a considerar los recursos que contiene una presentación renovada de la doctrina de la ley natural. Esta afirma sustancialmente que las personas y la comunidad humana son capaces, a la luz de la razón, de reconocer las orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la naturaleza misma del sujeto humano, y de expresarlo de modo normativo bajo la forma de preceptos o mandamientos. Tales preceptos fundamentales, objetivos y universales, están llamados a ser fundamento y a inspirar el conjunto de las determinaciones morales, jurídicas y políticas que regulan la vida de los hombres y de la sociedad. Constituyen una instancia crítica permanente y aseguran la dignidad de la persona humana de cara a la fluctuación de las ideologías. En el curso de su historia, en la elaboración de la propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el Espíritu de Jesucristo y en diálogo crítico con las tradiciones de sabiduría que ha encontrado, ha asumido, purificado y desarrollado tal enseñanza sobre la ley natural como norma ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto, ésta, fundada sobre la razón común a todos los seres humanos, es la base de colaboración entre todos los hombres de buena voluntad, más allá de sus convicciones religiosas.
10 Es cierto que la expresión «ley natural» es fuente de muchos malentendidos en la situación actual. En ocasiones, reclama simplemente una sumisión resignada y del todo pasiva a las leyes físicas de la naturaleza, mientras el ser humano, justamente, trata más bien de dominar y orientar estos determinismos para su bien. A veces, presentada como un dato objetivo que se impondría desde fuera a la conciencia personal, independientemente del trabajo de la razón y de la subjetividad, se hace sospechosa de introducir una forma de heteronomía insoportable para la dignidad de la persona humana libre. En otras ocasiones, en su desarrollo histórico, la teología cristiana ha justificado demasiado fácilmente, en base a la ley natural, posiciones antropológicas, que en seguida, aparecen condicionadas por el contexto histórico y cultural. Pero una comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y Dios, como también una mejor consideración de la historicidad que se encuentra en las aplicaciones concretas de la ley natural, conducen a disipar tales malentendidos. Hoy en día es importante también proponer la doctrina tradicional de la ley natural en términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida moral. Es necesario insistir nuevamente sobre el hecho de que la expresión de las exigencias de la ley natural es inseparable del esfuerzo de toda la comunidad humana para superar las tendencias egoístas y facciosas y desarrollar una aproximación global con la «ecología de los valores», sin la cual, la vida humana corre el peligro de perder la propia integridad y el propio sentido de responsabilidad por el bien de todos.
11. La idea de una ley moral natural asume numerosos elementos comunes a las grandes sabidurías religiosas y filosóficas de la humanidad. Por eso, nuestro documento, en el cap. 1, empieza recodando tal «convergencia». Sin pretender ser exhaustivo, indica que estas grandes sabidurías religiosas y filosóficas son testimonio de la existencia de un patrimonio moral ampliamente común, que forma la base de todo diálogo sobre cuestiones morales. Más aún, sugieren, de un modo o de otro, que este patrimonio explicita un mensaje ético universal, inmanente a la naturaleza de las cosas y que los hombres son capaces de descifrar. El documento recuerda después algunos puntos de referencia esenciales para el desarrollo histórico de la idea de ley natural y cita algunas interpretaciones modernas que están parcialmente en el origen de las dificultades que nuestros contemporáneos encuentran frente a tal noción. En el capítulo 2 («La percepción de los valores morales comunes»), nuestro documento describe cómo, a partir de los datos más simples de la experiencia moral, la persona humana toma inmediatamente algunos bienes morales fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley natural. Estos no constituyen un código completo de prescripciones intangibles, sino un principio permanente y normativo de inspiración, al servicio de la vida moral concreta de la persona. El capítulo 3 («Los fundamentos de la ley natural »), pasando de la experiencia común a la teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos de la ley natural. Para responder a algunas objeciones contemporáneas, precisa el papel de la naturaleza en el actuar personal y se interroga sobre la posibilidad que tiene la naturaleza de constituir una norma moral. El capítulo 4 («La ley natural y la Ciudad») explicita el papel regulador de los preceptos de la ley natural en la vida política. La doctrina de la ley natural posee ya coherencia y validez en el plano filosófico de la razón común a todos los hombres, pero el capítulo 5 («Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que aquella adquiere su pleno sentido dentro de la historia de la salvación: en efecto, Jesucristo, enviado del Padre, es, con su Espíritu, la plenitud de toda ley.
Capítulo primero: convergencias
1.1 Las sabidurías y las religiones del mundo
12. En las diversas culturas, los hombres han elaborado y desarrollado progresivamente, tradiciones sapienciales, en las cuales explican y transmiten su visión del mundo y también su percepción refleja de la posición que el ser humano ocupa en la sociedad y en el cosmos. Antes de cualquier teoría conceptual, estas sabidurías, que son a menudo de naturaleza religiosa, transmiten una experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide la plena manifestación de la vida personal y el buen funcionamiento de la vida social. Constituyen una suerte de «capital cultural» disponible para la búsqueda de una sabiduría común, necesaria para responder a los desafíos éticos contemporáneos. Según la fe cristiana, estas tradiciones de sabiduría, no obstante sus límites, y a veces sus errores, llevan consigo un reflejo de la sabiduría divina que obra en el corazón de los hombres. Reclaman atención y respeto, y pueden tener valor de praeparatio evangelica.
La forma y la extensión de estas tradiciones pueden variar considerablemente. Sin embargo, son testimonio de la existencia de un patrimonio de valores morales comunes a todos los hombres, más allá del modo en que tales valores son justificados dentro de una particular visión del mundo. Por ejemplo la «regla de oro» («No hagas a nadie aquello que no quieres que te hagan a ti» [Tb 4,15]) se encuentra, bajo una forma u otra, en la mayor parte de las tradiciones de sabiduría (7). Además, están generalmente de acuerdo en reconocer que las grandes reglas éticas no sólo se imponen a un determinado grupo de hombres, sino que valen universalmente para cada individuo y para todos los pueblos. Finalmente, muchas tradiciones reconocen que estos comportamientos morales universales son requeridos por la naturaleza misma del ser humano: expresan la manera en la que el hombre debe insertarse, de modo creativo y a la vez armonioso, en un orden cósmico o metafísico que lo supera y que da sentido a su vida. En efecto, tal orden está impregnado de una sabiduría inmanente. Es portador de un mensaje moral que los hombres son capaces de descifrar.
13. En las tradiciones hindúes, el mundo –el cosmos, como también la sociedad humana- está regulado por un orden o una ley fundamental (dharma) que es necesario respetar para no provocar graves desequilibrios. El dharma define por tanto las obligaciones socio-religiosas del hombre. En su especificidad, la enseñanza moral del hinduismo, se comprende a la luz de las doctrinas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un ciclo indefinido de transmigraciones (samssara), con la idea de que las acciones buenas o malas llevabas a cabo en la vida presente (karman) influyen en las reencarnaciones sucesivas. Tales doctrinas tienen importantes consecuencias sobre el comportamiento frente a los demás: implican un alto grado de bondad y tolerancia, el sentido de la acción desinteresada en beneficio de los otros, y también, la práctica de la no-violencia (ahimsa). La principal corriente del hinduismo distingue dos cuerpos de textos: sruti («aquello que es entendido» es decir «la revelación») y smrti, («aquello que se recuerda», es decir la tradición). Las prescripciones éticas se encuentran sobretodo en la smrti, más en particular en el dharmasastra (los más importantes de ellos son los manava dharmsastra o leyes de Manu, del 200-100 a.C.). Además del principio básico, según el cual «la costumbre inmemorial es la ley trascendente aprobada en la sagrada escritura y en los códigos de los legisladores divinos –por eso cada hombre de las tres clases principales, que respeta el espíritu supremo que está en él, debe conformarse siempre diligentemente a la costumbre inmemorial» (8)–, se encuentra un equivalente práctico de la regla de oro: «Te diré cuál es la esencia del bien más grande del ser humano: El hombre que practica la religión (dharma) del no-dañar (ahimsa) universal, conquista el Bien más grande. Este hombre que se domina frente a las tres pasiones, el deseo de poseer, la ira y la avaricia, rechazándolas en sus relaciones con los seres, consigue el éxito […] Este hombre que considera todas las criaturas como el propio “uno mismo” y los trata como al propio “yo”, deponiendo la venganza punitiva y dominando completamente su ira, se asegurará la posesión de la felicidad. […] No hará a otro lo que se considera nocivo para sí mismo. Es en resumen la regla de la virtud […] En el hecho de rechazar y de dar, en la abundancia y en la infelicidad, en lo agradable y en lo desagradable, se juzgarán todas las consecuencias, teniendo en cuenta el propio “yo”» (9). Diversos preceptos de la tradición hindú pueden encontrar un paralelismo con las exigencias del Decálogo (10).
14. Generalmente se define el budismo con las cuatro «nobles verdades» enseñadas por Buda después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e insatisfacción; 2) el origen del sufrimiento es el deseo; 3) es posible que cese el sufrimiento (con la extinción del deseo); 4) hay una vía que conduce a la terminación del sufrimiento. Esta vía es el «óctuple noble sentir» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de la sabiduría. En el plano ético las acciones favorables se pueden resumir en cinco preceptos (sila, sila): 1) no hacer daño a los seres vivos y no quitar la vida 2) no tomar aquello que no es dado; 3) no tener una conducta sexual incorrecta; 4) no utilizar palabras falsas o mentir; 5) no tomar productos tóxicos que disminuyan el dominio de uno mismo. El profundo altruismo de la tradición budista, que se traduce en una actitud deliberada de no-violencia, con la benevolencia amigable y la compasión, alcanza de este modo la regla de oro.
15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o Lao-Tse (s.VI a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dào es el principio primordial, inmanente a todo el universo. Es un principio inalcanzable de cambio permanente bajo la acción de dos polos contrarios y complementarios: el yin y el yáng. Corresponde al hombre desposar** tal proceso natural de transformación, dejando pasar el tiempo, gracias a la actitud de no acción (wú-wéi). La búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente material y espiritual, está en el corazón de la ética taoísta. En cuanto a Confucio (571-479 a.C.), («Maestro Kong»), con ocasión de un periodo de crisis profunda, intenta restaurar el orden, con el respeto de los ritos, basándose sobre la piedad filial que debe estar en el corazón de toda vida social. En efecto, las relaciones sociales se modelan sobre las relaciones familiares. La armonía se obtiene con una ética de la medida justa, en la que la relación ritualizada, (el li), que introduce al ser humano en el orden natural, es la medida de todas las cosas. El ideal a conseguir es el ren, virtud perfecta de humanidad, hecha de dominio de sí y de benevolencia hacia los otros. «“Mansedumbre” (shù) ¿no es quizás la palabra clave? Eso que no quieres que te fuese hecho a ti, no lo hagas a los otros» (11). La práctica de esta regla indica el camino del Cielo (Tian Dào).
16. En las tradiciones africanas, la realidad fundamental es la vida misma. Es el bien más precioso, y el ideal del hombre consiste no sólo en vivir al margen de las preocupaciones hasta alcanzar la vejez, sino sobre todo en retener, también después de la muerte, una fuerza vital continuamente reforzada en y con su progenie. En efecto la vida es una experiencia dramática. El ser humano, microcosmos en el interior del macrocosmos, vive intensamente el drama del encuentro entre la vita y la muerte. La misión que le compete, de asegurar la victoria de la vida sobre la muerte, orienta y determina su actuar ético. Así el hombre debe identificar, en un horizonte ético consecuente, los aliados de la vida, ganarlos para su causa y así asegurar la propia supervivencia que es, al mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el significado profundo de las religiones tradicionales africanas. La ética africana se revela como una ética antropocéntrica y vital: los actos considerados susceptibles de favorecer la defensa de la vida, de conservarla, de protegerla, de desarrollarla o de incrementar el potencial vital de la comunidad, son por tanto considerados buenos; cada acto considerado dañoso para la vida de los individuos o de la comunidad es juzgado malo. Las religiones tradicionales africanas aparecen entonces esencialmente antropocéntricas, pero una mirada atenta unida a la reflexión, muestra que ni la posición reconocida al hombre vivo ni el culto a los antepasados constituyen algo cerrado. Las religiones tradicionales africanas alcanzan su vértice en Dios, fuente de la vida, creador de todo lo que existe.
17. El islam se considera la restauración de la religión natural original. Ve en Mahoma el último profeta enviado por Dios para reconducir definitivamente a los hombres al buen camino. Mahoma, sin embargo, ha sido precedido de otros: «No hay comunidad por la que no haya pasado un profeta» (12). El islam se atribuye entonces una vocación universal y se dirige a todos los hombres, que son considerados «naturalmente» musulmanes. La ley islámica, indisolublemente comunitaria, moral y religiosa, es entendida como una ley entregada directamente por Dios. La ética musulmana es, por tanto, fundamentalmente una moral de obediencia. Hacer el bien significa obedecer a los mandamientos; hacer el mal significa desobedecerlos. La razón humana interviene para reconocer el carácter revelado de la Ley y recabar las implicaciones jurídicas concretas. Es cierto que en el siglo IX, la escuela mou´tazilita ha proclamado la idea según la cual «el bien y el mal están en las cosas», es decir, que algunos comportamientos son buenos o malos en sí mismos, con anterioridad a la ley divina que los manda o los prohíbe. Los mou´taziliti pensaban que el ser humano podía conocer con la razón aquello que es bueno o malo. Según ellos, el hombre sabe espontáneamente que la injusticia o la mentira son malas, y que es obligatorio restituir un préstamo, alejar de uno un daño, o mostrarse reconocido a los propios benefactores, el primero de los cuales es Dios. Pero los ach´ariti, que predominan en la ortodoxia sunnita, han sostenido una teoría contraria. Creadores de un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza, mantienen que, solamente la revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Tras las prescripciones de esta ley divina positiva, muchos encuentran los grandes elementos del patrimonio moral de la humanidad y se pueden relacionar con el Decálogo (13).
1.2 Las fuentes greco-romanas de la ley natural
18. La idea de que exista un derecho natural anterior a la determinación jurídica positiva se encuentra ya en la cultura clásica griega en la figura ejemplar de Antígona, la hija de Edipo. Sus dos hermanos, Eteocles y Polinice, se han enfrentado por el poder y se han asesinado el uno al otro. Polinice, el rebelde, es condenado a permanecer sin sepultura y a ser quemado sobre la pira. Pero Antígona, para cumplir con el deber de la piedad hacia el hermano muerto, apela, contra la prohibición de sepultura pronunciada por el rey Creonte, «a las leyes no escritas e inmutables»
Creonte: Así que, ¿tú has osado violar mis leyes?
Antígona: Sí, porque no las ha proclamado Zeus, ni la justicia que vive con los dioses de allá arriba; Ni el uno ni la otra las han establecido entre los hombres.
No creo que tus decretos sean tan fuertes
Que tú, mortal, puedas sobrepasar las leyes no escritas e inmutables de los dioses.
Ellas no existen desde hoy, ni desde ayer, sino desde siempre:
Ninguno sabe cuando han aparecido.
Por el miedo a la voluntad de un hombre
No debo arriesgarme al castigo de los dioses (14).
19. Platón y Aristóteles retoman la distinción hecha por los sofistas entre las leyes que tienen su origen en una convención, esto es, una pura decisión positiva (thesis), y aquellas que son válidas «por naturaleza». Las primeras no son eternas ni válidas de modo general y no obligan a todos. Las segundas obligan a todos, siempre y en cualquier lugar (15). Algunos sofistas, como Calicles, del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para refutar la legitimidad de las leyes instituidas por las ciudades humanas. A tales leyes oponía su idea, estrecha y errónea, de la naturaleza, reducida a la sola componente física. Así, contra la igualdad política y jurídica de los ciudadanos de la ciudad, mantenía lo que le parecía más evidente de la «ley natural»: el más fuerte debe prevalecer sobre el más débil (16)
20. Nada de esto se da en Platón y Aristóteles. Ellos no oponen el derecho natural a las leyes positivas de la Ciudad. Están convencidos de que las leyes de la Ciudad son generalmente buenas y constituyen la actuación, más o menos lograda, de un derecho natural conforme a la naturaleza de las cosas. Para Platón, el derecho natural es un derecho ideal, una norma para los legisladores y los ciudadanos, una regla que permite fundamentar y dar valor a las leyes positivas (17). Para Aristóteles, esta norma suprema de moralidad se corresponde con la realización de la forma esencial de la naturaleza. Es moral aquello que es natural. El derecho natural es inmutable; el derecho positivo cambia según los pueblos y las diversas épocas. Pero el derecho natural no se coloca más allá del derecho positivo. Se encarna en el derecho positivo, que es la aplicación de la idea general de la justicia a la vida social y a sus variantes.
21. En el estoicismo, la ley natural deviene el concepto clave de una ética universalista. Es bueno y debe ser cumplido aquello que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido psico-biológico y al mismo tiempo racional. Cada hombre, cualquiera que sea la nación a la que pertenece, debe integrarse como una parte en el Todo del universo. Debe vivir según la naturaleza (18). Este imperativo presupone que exista una ley eterna, un Logos divino, el cual está presente ya sea en el cosmos, impregnado de racionalidad por esa Ley, ya sea en la razón humana. Así, para Cicerón, la ley es «la razón suprema inserta en la naturaleza que nos manda aquello que es necesario hacer o que nos prohíbe lo contrario» (19). Naturaleza y razón, constituyen las dos fuentes de nuestra conocimiento de la ley ética fundamental, que es de origen divino.
1.3 La enseñanza de la Sagrada Escritura
22. El don de la Ley del monte Sinaí, de la cual las «Diez Palabras» constituyen el centro, es un elemento esencial de la experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza lleva consigo preceptos éticos fundamentales. Definen el modo en que el pueblo elegido debe responder con santidad de vida a la elección de Dios: «Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: “Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo”» (Lv 19,2). Sin embargo, estos comportamientos éticos, valen también para los otros pueblos, de tal modo que Dios pide cuenta a las naciones extranjeras que violan la justicia y el derecho (20). En efecto, Dios había establecido en la persona de Noé, una alianza con la totalidad del género humano, que implicaba en particular, el respeto de la vida (Gen 9) (21). En el fondo, la creación misma aparece como el acto con el que Dios estructura el conjunto del universo dándoles una ley. «Alaben [los astros] el nombre del Señor, porque con su mandato han sido creados. Los ha hecho estables para siempre; ha fijado un decreto que no pasará» (Sal 148, 5-6). Tal obediencia de las criaturas a la ley de Dios es un modelo para los seres humanos.
23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los grandes temas teológicos de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la Biblia contiene también una literatura de sabiduría que no trata directamente de la historia nacional de Israel, sino que se interesa por el lugar del hombre en el mundo. Desarrolla la convicción de que hay un modo correcto, «sabio», de hacer las cosas y de conducirse en la vida. El ser humano debe empeñarse en buscarlo y a continuación esforzarse en ponerlo por obra. Esta sabiduría no se encuentra ni en la historia, ni en la naturaleza y tampoco en la vida diaria. (22). En esta literatura, la Sabiduría se presenta a menudo como una perfección divina, en ocasiones hipostatizada. Se manifiesta de manera sorprendente en la creación, de la que es «La artífice» (Sab 7,21). Lo atestigua la armonía que reina entre las criaturas. De tal sabiduría que viene de Dios, el hombre es hecho partícipe de varias maneras. Esta participación es un don de Dios, que hay que pedirlo en la oración: «Recé y me fue dada la prudencia, imploré y vino a mí el espíritu de sabiduría» (Sab 7,7). Es además fruto de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torah es como la encarnación de la sabiduría. «Si deseas sabiduría, guarda los mandamientos y el Señor te la concederá. El temor del Señor es sabiduría e instrucción» (Sir 1, 26-27). Pero la sabiduría es también el resultado de una atenta observación de la naturaleza y de las costumbres humanas con el fin de descubrir su inteligibilidad inmanente y su valor ejemplar (23).
24. En la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado la venida del Reino como manifestación del amor misericordioso de Dios, que se hace presente entre los hombres a través de la propia persona, y pide de su parte, una conversión y una libre respuesta de amor. Esta predicación tiene consecuencias en la ética, en el modo de construir el mundo y las relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la que el sermón de la montaña es una admirable síntesis, Jesús hace propia la regla de oro: «Todo cuanto queréis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo vosotros con ellos: ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12) (24). Este precepto positivo completa la formulación negativa de la misma regla en el Antiguo Testamento: «No hagas a nadie aquello que no quieras que te hagan a ti» (Tb 4, 15) (25).
25. A comienzo de la Carta a los Romanos, el apóstol Pablo, con la intención de manifestar la necesidad universal de la salvación traída por Cristo, describe la situación religiosa y moral común a todos los hombres. Declara la posibilidad de un conocimiento natural de Dios: «Lo que de Dios se puede conocer es manifiesto para los hombres; Dios mismo lo ha manifestado a ellos. Sus perfecciones invisibles: su poder eterno y su divinidad, vienen contemplados y comprendidos desde la creación del mundo a través de las obras realizadas por Él» (Rom 1,19-20) (26). Pero tal conocimiento se ha pervertido en idolatría. Poniendo al mismo nivel a judíos y paganos, san Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita, que está inscrita en sus corazones (27). Permite distinguir por sí mismos el bien y el mal. «Cuando los paganos, que no tienen la Ley, de modo natural actúan según la Ley, ellos aun no teniendo Ley son ley para sí mismos. Demuestran que cuanto la ley exige está escrito en sus corazones, como se ve por el testimonio de su conciencia y de sus mismos razonamientos, que les acusa o les defiende» (Rom 2, 14-15). El conocimiento de la ley no basta por sí solo para llevar una vida justa (28). Estos textos de san Pablo han tenido una influencia determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley natural.
1.4 La evolución en la tradición
26. Para los Padres de la Iglesia, el sequi naturam y la sequela Christi no se oponen. Al contrario, adoptan generalmente la idea estoica según la cual la naturaleza y la razón nos indican cuales son nuestros deberes morales. Seguirle es seguir al Logos personal, al Verbo de Dios. La doctrina de la ley natural proporciona una base para completar la moral bíblica. Además permite explicar por qué los paganos, independientemente de la revelación bíblica, poseen una concepción moral positiva. Ésta está señalada para ellos por la naturaleza y corresponde a la enseñanza de la Revelación: «De Dios son la ley de la naturaleza y la ley de la revelación, que hacen un todo» (29). Sin embargo los Padres de la Iglesia no adoptan pura y simplemente la doctrina estoica, sino que la modifican y la desarrollan. Por una parte, la antropología de inspiración bíblica que ve al hombre como la imagen de Dios, cuya plena verdad se manifiesta en Cristo, prohíbe reducir la persona humana a un simple elemento del cosmos: llamada a la comunión con el Dios vivo, trasciende al cosmos aunque se integra en él. Por otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se funda más sobre la visión inmanentista de un cosmos panteísta, sino sobre la común referencia a la sabiduría trascendente del Creador. Comportarse de modo conforme a la razón, significa seguir las orientaciones que Cristo, como Logos divino, ha depositado, gracias a los logoi spermatikoi, en la razón humana. Actuar contra la razón es una culpa contra estas orientaciones. Es muy significativa la definición de san Agustín: «La Ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» (30). Más concretamente, para san Agustín, las normas de la vida recta y de la justicia están en el Verbo de Dios, que las imprime después en el corazón del hombre «como un sello que del anillo pasa a la cera, sin dejar el anillo» (31). Además, en los Padres la ley natural está incluida ahora en el terreno de una historia de la salvación que lleva a distinguir diferentes estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modos diversos. La doctrina patrística de la ley natural ha sido transmitida a la Edad Media, junto con la concepción, muy cercana, del «derecho de gentes (ius gentium)» según el cual, existen, fuera del derecho romano (ius civile), principios universales de derecho que regulan las relaciones entre los pueblos y que son obligatorias para todos (32).
27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural, alcanza una cierta madurez y asume una forma «clásica», que constituye el sustrato de todas las discusiones posteriores. Se caracteriza por cuatro elementos. En primer lugar, conforme al pensamiento escolástico que trata de recoger la verdad donde se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o cristianas, e intenta proponer una síntesis. En segundo lugar, conforme a la naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, coloca la ley natural en un cuadro metafísico y teológico general. La ley natural es entendida como participación de la criatura racional en la ley divina eterna, gracias a la cual entra de modo consciente y libre en los designios de la Providencia. No es un conjunto cerrado y completo de normas morales, sino una fuente de inspiración constante, presente y operativa en las diversas etapas de la economía de la salvación. En tercer lugar, con la toma de conciencia de la densidad propia de la naturaleza, que está ligada en parte al redescubrimiento del pensamiento de Aristóteles, la doctrina escolástica de la ley natural considera el orden ético y político como un orden racional, obra de la inteligencia humana. Define para ella un espacio de autonomía, una distinción sin separación, en relación al orden de la revelación religiosa (33). En fin, a los ojos de los teólogos y de los juristas escolásticos, la ley natural constituye un punto de referencia y un criterio a la luz del cual se valoran la legitimidad de las leyes positivas y de las costumbres particulares.
1.5 Evoluciones posteriores
28. La historia moderna de la idea la ley natural se presenta, en cierto modo, como un legítimo desarrollo de la enseñanza de la escolástica medieval, en un contexto cultural más complejo, señalado en particular por un sentido más vivo de la subjetividad moral. Entre estos desarrollos, señalamos la obra de los teólogos españoles del siglo XVI que, como el dominico Francisco de Vitoria, han recurrido a la ley natural para contestar a la ideología imperialista de algunos Estados cristianos de Europa y para defender los derechos de los pueblos no cristianos de América. De hecho, tales derechos son inherentes a la naturaleza humana y no dependen de la situación concreta en su relación con la fe cristiana. La idea de ley natural, ha permitido a los teólogos españoles poner las bases de un derecho internacional, o lo que es lo mismo, de una norma universal que regule las relaciones de los pueblos y de los Estados entre si.
29. Pero, por otro parte, en la época moderna, la idea de la ley natural, ha asumido orientaciones y formas que contribuyen a hacerla difícilmente aceptable hoy día. En los últimos siglos de la Edad Media, se ha desarrollado en la escolástica, una corriente voluntarista, cuya hegemonía cultural ha modificado profundamente la idea de ley natural. El voluntarismo se propone revalorizar la trascendencia del sujeto libre sobre todos los condicionamientos. Contra el naturalismo, que tendía a sujetar a Dios a las leyes de la naturaleza, subraya unilateralmente la absoluta libertad de Dios, con el riesgo de comprometer su sabiduría y hacer arbitrarias sus decisiones. Además, contra el intelectualismo, sospechoso de sujetar la persona humana al orden del mundo, exalta una libertad de indiferencia, entendida como puro poder de elegir los contrarios, con el riesgo de apartar a la persona de sus inclinaciones naturales y del bien objetivo (34).
30. Las consecuencias del voluntarismo sobre la doctrina de la ley natural son numerosas. Sobre todo, mientras que Tomas de Aquino entiende la ley como obra de la razón y expresión de sabiduría, el voluntarismo conduce a unir la ley a la sola voluntad, y a una voluntad separada de su ordenación intrínseca al bien. Toda la fuerza del legislador reside en la sola voluntad del legislador. La ley, es entonces expropiada de su inteligibilidad intrínseca. En tales condiciones, la moral se reduce a la obediencia a los mandamientos, que manifiestan la voluntad del legislador. Thomas Hobbes declarará entonces: «Es la autoridad y no la verdad la que hace la ley (auctoritas, non veritas, facit legem)» (35). El hombre moderno, amante de la autonomía, no podía dejar de alzarse contra tal visión de la ley. Después, con el pretexto de preservar la absoluta soberanía de Dios sobre la naturaleza, el voluntarismo la priva de toda inteligibilidad interna: La tesis de la potentia Dei absoluta, según la cual Dios podría actuar independientemente de su sabiduría y su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles existentes y debilita el conocimiento natural que el hombre puede tener de ellas. La naturaleza deja de ser un criterio para conocer la sabia voluntad de Dios: El hombre puede recibir tal conocimiento solamente por una revelación.
31. Por otra parte, diversos factores han llevado a la secularización de la noción de ley natural. Entre estos, se puede recordar la creciente separación entre la fe y la razón que caracteriza el final de la Edad Media, o también algunos aspectos de la Reforma (36), pero sobre todo, la voluntad de superar los violentos conflictos religiosos que han ensangrentado Europa, en el alba de los tiempos modernos. Se ha juntado el querer fundar la unidad política de la comunidad humana poniendo entre paréntesis la religión. La doctrina de la ley natural prescinde de cada revelación religiosa particular, y por tanto de toda teología confesional. Pretende fundarse únicamente sobre la luz de la razón, común a todos los hombres, y se presenta como la norma última en el terreno secular.
32. Además, el racionalismo moderno propone la existencia de un orden absoluto y normativo de la esencia inteligible accesible a la razón y al mismo tiempo relativiza la referencia a Dios como fundamento último de la ley natural. El orden necesario, eterno e inmutable de la esencia, debe ser ciertamente actualizado por el Creador, pero, se cree, que posee ya en sí mismo su coherencia y su racionalidad. La referencia a Dios debe ser, por tanto, opcional. La ley natural se impondría a todos «aunque Dios no existiese (etsi Deus non Daretur)» (37).
33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza: 1) de la creencia existencialista en una naturaleza humana inmutable y a-histórica, de la cual la razón puede tomar perfectamente la definición y las propiedades esenciales; 2) de poner entre paréntesis la situación concreta de la persona humana en la historia de la salvación, señalada por el pecado y por la gracia, cuya influencia sobre el conocimiento y sobre la práctica de la ley natural es decisiva; 3) De la idea de que es posible por la razón, deducir a priori los preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia del ser humano; 4) De la máxima extensión dada a los preceptos así deducidos, tanto que la ley natural, aparece como un código de leyes ya hechas, que regula la casi totalidad de los comportamientos. Esta tendencia a extender el campo de las determinaciones de la ley natural tiene su origen en una grave crisis, en concreto, con el progreso de las ciencias humanas, el pensamiento occidental ha tomado en su mayoría de la historicidad de las instituciones humanas y de la relatividad cultural de numerosos comportamientos que en ocasiones se justificaban reclamándose, frente a la evidencia de la ley natural. Esta escapada tras una teoría maximalista y la complejidad de los datos empíricos, explica en parte, la desafecto por la idea misma de ley natural. Para que la noción de ley natural pueda servir para la elaboración de una ética universal en una sociedad secularizada y pluralista como la nuestra, es necesario evitar presentarla en la forma rígida que ha asumido, en particular en el racionalismo moderno.
1.6 El magisterio de la Iglesia y la ley natural
34. Antes del siglo XIII, como la distinción entre orden natural y sobrenatural no estaba suficientemente elaborada, la ley natural era generalmente asimilada a la moral cristiana. Así, el Decreto de Graciano, que recoge la normativa canónica básica en el siglo XII, comienza afirmando: «La ley natural es aquello que está contenido en la Ley y en el Evangelio». Identifica el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes divinas corresponden a la naturaleza (38). Los Padres de la Iglesia recurren a la ley natural y a la Sagrada Escritura para fundamentar el comportamiento moral de los cristianos, pero el magisterio de de la Iglesia, en los primeros tiempos interviene poco para entroncar las discusiones sobre el contenido de la ley moral.
Cuando el magisterio de la Iglesia se encauzó no solo a resolver las discusiones morales particulares, sino también a justificar las propias posturas frente a un mundo secularizado, se refirió más explícitamente a la noción de ley natural. En el siglo XIX, especialmente bajo el pontificado de León XIII, el recurso a la ley natural se impone en los actos del magisterio. La presentación más explícita se encuentra en la encíclica Libertas praestantissimum (1888). León XIII se refiere a la ley natural para identificar la fuente de la autoridad civil y fijar sus límites. Recuerda con fuerza que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres cuando la autoridad civil manda y reconoce algo que es contrario a la ley divina o a la ley natural. Es más, recurre a la ley natural para proteger la propiedad privada contra el socialismo o incluso para defender el derecho de los trabajadores a ganarse con su trabajo lo que sea necesario para el sostenimiento de su vida. En esta misma línea, Juan XXIII se refiere a la ley natural para fundamentar los derechos y deberes del hombre (encíclica Pacem in terris (1963). Con Pio XI (encíclica Casti connubii (1930) y Pablo VI (encíclica Humanae vitae (1968)), la ley natural se revela como criterio decisivo en las cuestiones relativas a la moral conyugal. Ciertamente, la ley natural es derecho accesible a la razón humana, común para los creyentes y para los no creyentes, y la Iglesia no tiene la exclusiva pero, porque la Revelación asume las exigencias de la ley natural, el magisterio de la Iglesia se ha constituido el garante y el intérprete (39). El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) y la encíclica Veritatis Splendor (1993) asignan un puesto determinante a la ley natural en la exposición de la moral cristiana.
35. Hoy, la Iglesia católica, invoca la ley natural en cuatro contextos principales. El primero, frente al divagar de una cultura que limita la racionalidad a las ciencias positivas y abandona al relativismo la vida moral, insiste en la capacidad natural que tienen los hombres de acoger por la razón «el mensaje ético contenido en el ser» (41) y de conocer en ellos, a grandes rasgos, las normas fundamentales de una actuar justo conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la exigencia de fundamentar sobre la razón los derechos del hombre (42) y hace posible un diálogo intercultural e interreligioso capaz de favorecer la paz universal y de evitar los «enfrentamientos de las civilizaciones». En segundo lugar, frente al individualismo relativista, que mantiene que cada individuo es fuente de los propios valores y que la sociedad resulta de un mero contrato estipulado entre los individuos que escogen ellos mismos fijarse las todas las normas, recuerda el carácter no convencional sino natural y objetivo de las normas fundamentales que regulan la vida social y política. En particular, la forma democrática de gobierno está intrínsecamente ligada a valores éticos estables, que tienen su fuente en las exigencias de la ley natural y por tanto no dependen de las fluctuaciones del consenso de una mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo agresivo que quiere excluir a los creyentes del debate público, la Iglesia hace notar que las intervenciones de los cristianos en la vida pública, sobre temas que hacen referencia a la ley natural (defensa de los derechos de los oprimidos, justicia en las relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad religiosa y libertad de educación…) no son de por sí, de naturaleza confesional, sino que derivan del cuidado que todo ciudadano debe tener con el bien común de la sociedad. En cuarto lugar, frente a la amenaza del abuso de poder y de totalitarismo, que el positivismo jurídico esconde y que ciertas ideologías transmiten, la Iglesia recuerda que las leyes civiles no obligan en conciencia, cuando contradicen la ley natural,
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Pienso que los valores éticos y morales son, en casi todos los casos, relativos a las circunstancias, no son absolutos, es una ética de situación. Podrían ser absolutos en un mundo “ideal” pero no en el mundo real. Aunque hay que tratar de acercarse lo máximo posible a ese mundo “ideal” inalcanzable. Solidaridad, bondad, tolerancia, fidelidad, cooperación…son buenos valores generalmente, pero no siempre, a veces no son convenientes, son negativos. Es decir, dependen de las circunstancias. Y así hay un larguísimo etc. Aunque hay algunos valores o normas que si me parecen absolutos. Creo que no hay nada que pueda justificar una violación o el abuso sexual a niños y niñas o el racismo o la desigualdad entre hombres y mujeres, por ejemplo.