Golpistas en el laboratorio (Hans Magnus Enzensberger)

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keywords: progreso, utopí­a, investigación, industria, responsabilidad, consenso ético, El escritor  ha encendido el debate sobre la moralidad de las investigaciones cientí­ficas, sus excesos y su explotación comercial con un provocador artí­culo publicado en Alemania. “La Vanguardia” reproduce este texto en exclusiva para España No hace todaví­a demasiado tiempo que muchos se quejaban …


keywords: progreso, utopí­a, investigación, industria, responsabilidad, consenso ético,


 

El escritor  ha encendido el debate sobre la moralidad de las investigaciones cientí­ficas, sus excesos y su explotación comercial con un provocador artí­culo publicado en Alemania. “La Vanguardia” reproduce este texto en exclusiva para España

No hace todaví­a demasiado tiempo que muchos se quejaban de la pérdida de las utopí­as, que desde su nacimiento se vieron como maná celestial para el sector pensante de la humanidad. Sólo su construcción lógica diferenciaba estos proyectos de los meros deseos idí­licos sobre la mejora de nuestro destino. Las utopí­as eran, sin excepción, papeles de calco europeos para erigir una sociedad ideal en la que ya no serí­a el viejo Adán el que llevarí­a las riendas, sino el “hombre nuevo”.

Todos los intentos de hacerlas realidad acabaron, tarde o temprano, en un lamento, hasta llegar al “anno mirabili” de 1989. Por la psiquiatrí­a sabemos con qué facilidad se puede pasar de una fase depresiva a una maniaca y al revés. Bastantes indicios hacen suponer que un cambio tan repentino no sólo es posible en pacientes individuales, sino en grandes colectivos.

En los años 70 y 80 del siglo pasado parecí­a dominar la depresión. En todas partes se presentaban escenarios de decadencia. La guerra frí­a, con sus bloqueos y sus conflictos por delegación, habí­a llevado a la parálisis de la polí­tica mundial. Asomaban catástrofes ecológicas de toda í­ndole. El Club de Roma profetizaba el agotamiento en poco tiempo de todos los recursos finitos. Se hablaba de invierno nuclear. Las visiones apocalí­pticas no sólo se extendí­an por las pelí­culas de Hollywood y en la televisión. Pero parece que las sociedades occidentales se alegraron demasiado pronto de su propio hundimiento.

Antes del fin de siglo empezó la fase maniaca. Esta vez no fue la filosofí­a de la historia la que aguardaba con promesas salvadoras. Ningún partido, ninguna ideologí­a polí­tica se presentó con un nuevo proyecto para la humanidad. Al contrario, el colapso del comunismo dejó un vací­o ideológico que ni la vieja ni la nueva izquierda pudieron llenar. Las nuevas promesas utópicas llegaron de los institutos de investigación y de los laboratorios de ciencias naturales. Y no se tardó demasiado hasta que un fantástico optimismo dominó la escena.

Casi de la noche a la mañana retornaron todos los temas del pensamiento utópico: el triunfo sobre todas las carencias y deficiencias de la especie, sobre la estupidez, el dolor y la muerte. De repente, muchos dijeron que se trataba sólo de una cuestión de tiempo hasta llegar a la mejora genética del hombre, hasta acabar con la vieja forma de la fecundación, del nacimiento y de la muerte, hasta que los robots eliminaran la maldición bí­blica del trabajo, hasta que la evolución de la inteligencia artificial pusiera fin a la molesta escasez. Las fantasí­as ancestrales de poder absoluto encontraron un nuevo refugio en el sistema de las ciencias.

Esta situación no afecta en absoluto a la totalidad de la producción intelectual. Cada vez se hace más clara la posición hegemónica de unas pocas disciplinas que disponen de recursos decisivos como dinero y atención, mientras que otras -como la teologí­a, la literatura, la arqueologí­a y, desgraciadamente, también la filosofí­a- sólo desempeñan un papel marginal, cuando no decorativo. Se las tolera y se las aprecia por ese carácter inofensivo que les adjudica el Estado y el poder económico. Es seguro que en esta situación no cabe esperar de ellas promesas utópicas.

También ciertas disciplinas en las ciencias naturales, como la geofí­sica o la meteorologí­a, llevan una vida más bien modesta a la sombra de las llamadas ciencias dominantes. Este papel lo tuvo en el siglo XX la fí­sica teórica. Entre tanto, junto a la informática y las ciencias cognitivas, el papel lo ocupa la biologí­a.

Resulta evidente que estas transformaciones tan profundas del sistema cientí­fico no pueden carecer de pretensiones ideológicas. Si hubo un tiempo en que los chamanes y los curanderos eran los responsables de vencer los males, ahora lo son los biólogos moleculares y los genetistas. De la inmortalidad ya no hablan los sacerdotes, sino los investigadores. Las nuevas utopí­as se presentan a la opinión pública con campañas sin precedentes. No es casualidad que sean los cientí­ficos norteamericanos quienes, con frecuencia, lleven la voz cantante.

Fe renovada en el progreso

El optimismo endémico, la conciencia misionaria y la posición hegemónica de Estados Unidos suministran el trasfondo ideológico. La vieja y buena creencia en el progreso, de la que hasta hace poco nadie querí­a saber nada, experimenta un retorno triunfal. No todos los cientí­ficos pueden o quieren simpatizar con este papel salvador. Contradice todas las tradiciones del “escepticismo organizado” la teorí­a de la prueba y de la precaución sensata. Sin embargo, la situación objetiva de las instituciones cientí­ficas se ha transformado radicalmente en muy poco tiempo.

La distancia entre la investigación y su explotación económica se ha acortado de tal manera que poco queda de esa independencia de la que tanto se vanagloria la ciencia. Las enormes inversiones en investigación deben dar beneficios con rapidez. Los sabios independientes se convierten en socios y empresarios de un complejo cientí­fico-industrial que crece a velocidad vertiginosa y da trabajo a los abogados de patentes, bancos emisores, gurús bursátiles y agencias de relaciones públicas. Los flujos de dinero agudizan la competencia y la presión de los medios de comunicación.

Quien no quiera perder el tren debe prometer más de lo que puede cumplir. Es sabido que una fase maniaca se caracteriza por la pérdida sistemática de la percepción de la realidad. No es extraño que la utopí­a oculte las experiencias históricas y no se asuman los fracasos. ¿No fue considerado el materialismo dialéctico en la Unión Soviética como una base cientí­fica irrefutable, por no hablar de las fantasí­as eugenésicas del premio Nobel Hermann J. Mí¼ller? ¿Quién se acuerda todaví­a de las promesas de felicidad de la industria atómica en los años 50 o 60? La energí­a nuclear era considerada la llave para el paí­s de la jauja energética. No se preveí­a que hubiera consecuencias problemáticas. ¿Y qué decir de la inteligencia artificial, cuyos profetas, hace ya 30 años, prometí­an para el final de siglo máquinas que podrí­an superar las funciones de nuestro cerebro?

Nadie compara estas predicciones con los pobres resultados de inversiones millonarias para que tortugas electrónicas se esfuercen en subir una escalera. Y mientras los medios saludan con titulares cualquier progreso, sobre todo en la investigación médica, los riesgos comerciales y los efectos secundarios, siempre que no tengan dimensiones catastróficas, quedan relegados a una nota marginal en la sección cientí­fica del diario. Invencible parece la tendencia del público a la fácil creencia y la incorregibilidad de los deseos.

Cada vez se hace más difí­cil distinguir entre la “gran ciencia” y la ciencia ficción. No es ciertamente una casualidad que una parte de la actual generación de investigadores, especialmente en EE.UU., definan su horizonte cultural a través de series de TV como “Star Trek”. Se tratarí­a con injusticia al género si se le atribuyera el malvado optimismo de la fracción Frankenstein, pues en la historia de la ciencia ficción predomina desde hace tiempo la parte de las utopí­as negativas, que pintan sobre la pared todos los horrores posibles del futuro.

No puede sorprender que los evangelistas de la inteligencia artificial, de la técnica genética y de la nanotécnica opten por una lectura unidimensional de estas visiones. Es natural que en la fase maniaca, que se caracteriza por esa pérdida del sentido de la realidad, las protestas y las objecciones no tengan un efecto duradero.

Desorientación polí­tica

También la polí­tica se muestra desorientada e impotente ante el complejo cientí­fico-industrial. Su estrategia es simple. Tiende de forma rutinaria al “fait accompli”, que la sociedad debe aceptar, con independencia de cómo resulten los hechos finales. Tan rutinario como el rechazo a cualquier resistencia, que se despacha como ataque a la libertad de investigación, como una enemistad primitiva hacia la ciencia y la técnica, como un miedo supersticioso al futuro.

Eso son argumentos de autodefensa y mentiras útiles como las que uno está acostumbrado a oí­r de los polí­ticos o de los miembros de los “lobbies”. No caben en una discusión racional. Desacreditan a quien las pone en circulación. No son únicamente los ignorantes o quienes desprecian la ciencia los que acogen con desconfianza las sensacionales promesas de la utopí­a. Quien quiera convencerse, le basta con conversar a solas toda una noche con investigadores competentes de otras disciplinas y se dará cuenta de que al cristalógrafo, al astrofí­sico, al topólogo les repugna en extremo la jactanciosa arrogancia de sus colegas.

También en las ciencias biológicas hay una mayorí­a silenciosa que ve en peligro su razón de ser y sus parámetros. Sin embargo, hace oí­r su oposición con tanta humildad que apenas encuentra audiencia en los medios. En estos procesos tan rápidos nunca falta la referencia a las aspiraciones favorables al hombre, de las que todos los proyectos utópicos, desde Campanella a Stalin, se han enorgullecido.

La crí­a de repuestos humanos y su almacenamiento se considera un imperativo terapéutico, el disco duro garantiza la inmortalidad de la conciencia, el deseo de tener hijos se presenta como un derecho humano absoluto. La fantasí­a no se pone lí­mites. Sólo comenzarán a surgir sospechas cuando estas ideas se justifiquen por el miedo a los sacrosantos puestos de trabajo, la competitividad del emplazamiento. No se trata sino de una serie de frí­os intentos de golpe con el objetivo de desactivar todos los procesos de decisión democráticos.

La industria fusionada con la ciencia se presenta como poder supremo que decide sobre el futuro de la sociedad. Está creando una tercera naturaleza, un procedimiento que, en gran parte, transcurre como un proceso natural, con la diferencia de que el necesario flujo de energí­a no procede del entorno, sino del capital.

Sus protagonistas más petulantes explican a todo el que desea escuchar que no están dispuestos bajo ninguna condición a aceptar limitaciones legales. Anuncian abiertamente que tienen la intención de realizar su tarea, que si es necesario, según el ejemplo de los que lavan dinero o los traficantes de armas, seguirán en lugares donde no se conozcan los escrúpulos y no deban temer sanciones.

Esta ofensiva va acompañada de la queja ritual sobre la falta de aceptación por parte de aquella opinión pública, que no es preguntada en todas las decisiones relevantes, y sobre el afán sensacionalista de los medios, como si no fuera precisamente todo lo contrario, que los voceros del mercando de las tecnologí­as de futuro han aprendido a instrumentalizar los medios para sus fines. Tanto es así­, que cada vez que un Parlamento se ocupa de cuestiones biopolí­ticas, la televisión muestra desgraciadamente a pacientes que sufren raras enfermedades hereditarias. ¿Quién se atreverí­a a negarles la necesaria ayuda? ¿Quién quiere escatimar admiración a una industria que está dispuesta a invertir millardos para aliviar su destino, aunque sea a muy largo plazo?

Pero el imperativo terapéutico serí­a más creí­ble si se tratara de enfermedades como la malaria o la tuberculosis, de las que año tras año mueren millones de personas, aunque su combate apenas avanza. Aquí­ no parece importar nada la tan cacareada relación coste-beneficio. Eso infunde la sospecha de que cada vez tiene menos importancia el juramento hipocrático. Lo que está en juego es un proyecto mucho más volcado en el futuro: la nueva crí­a de la especie.

Falsa responsabilidad

El concepto de la responsabilidad, muy dañado ya por el abuso que hacen de él los polí­ticos, se convierte en un mero simulacro. Y no sólo por parte de los charlatanes y estafadores del sector. í‰stos no se sienten en absoluto obligados a justificar o responsabilizarse de nada. El problema no se reduce a las muchas veces citadas ovejas negras. Tampoco los cientí­ficos que respetan las estrictas normas de su oficio se ven capaces de responsabilizarse de las consecuencias de su actuación.

Ello se debe a que estas consecuencias, por principio, no son previsibles. Aunque hoy en dí­a nadie pueda ya reivindicar para sí­ mismo la falta de culpabilidad histórica del monje agustino Gregorio Mendel, tampoco ningún matemático aceptarí­a que antes de publicar los resultados de su investigación tuviera que evaluar las aplicaciones futuras que pudieran hacer los servicios secretos, los militares o las organizaciones criminales.

Mientras existan las actuales civilizaciones, el más insignificante descubrimiento cientí­fico es irrevocable y provoca una cantidad incontrolable de ampliaciones. Con igual derecho reivindican los defensores del complejo cientí­fico industrial la total dependencia de esta civilización de los frutos de la investigación pasada y actual. Nadie, salvo algunos sectarios, están dispuestos a renunciar a los helicópteros de salvamento, las tomografí­as o los antibióticos. Por todas estas razones, las presentes discusiones sobre polí­tica biológica o tecnológica, con independencia de sus cualidades escolásticas, muestran una extraña inocencia e impotencia.

Sorprende que en todos esos gremios, comisiones y consejos de expertos que surgen como setas sólo sean capaces de responder con sus simples opiniones a la fuerza de los hechos, que dí­a tras dí­a imponen sus normas. Mientras que unos actúan como simples portavoces de sus grupos de interés, otros intentan, con argumentos variables, salvar lo que sea posible. También los legisladores, fuertemente divididos entre las profundas reservas morales y los imperativos de la competencia global, son sólo capaces de tomar decisiones ad hoc que, en el momento mismo de anunciarse, han sido superadas por nuevas posibilidades de actuación de la ciencia.

La realidad es que resulta ya del todo imposible establecer un consenso ético sobre las cuestiones básicas de la existencia humana. Los debates sobre la llamada eutanasia activa y sobre las posibilidades de la selección genética debí­an haber convencido también a los que creen de buena fe en estos descubrimientos. El individuo se ve con ello relegado a una posición en la que pierde toda confortabilidad moral. Ya no puede delegar una serie de decisiones existenciales a ninguna instancia vinculante. Cuando están en juego sus intereses vitales elementales, no puede confiar ni en los polí­ticos ni en las principales religiones. Ese es un desafí­o que sobrepasa a la mayorí­a de las personas.

Pero mientras el individuo, en una fase de transición, tenga libertad para no hacer uso de los avances que promete el complejo cientí­fico-industrial, le quedará todaví­a la posibilidad de decir: conmigo no. Hasta ahora aún se permite vivir sin madres de alquiler, xenotrasplantes, clones y selección prenatal. Todo el que escoja este camino de autodefensa debe tener claro el precio de su negativa. Probablemente es más fácil decirlo que hacerlo. Es iluso, empero, quien se aferra a pensar que estas decisiones individuales se producen en tolerancia mutua, quien piensa que las visiones utópicas de muchos cientí­ficos y de sus aliados económicos se pueden llevar a la práctica sin conflicto y sin violencia.

Un fracaso anunciado

Toda la experiencia histórica lo rebate. No sólo las inevitables decepciones, que, como sombras, siguen a la euforia de cada fase maniaca, podrán lí­mite al fatalismo del progreso. También cabrá esperar graves conflictos allí­ donde la investigación industrial logre de verdad éxitos. Esa minorí­a empujada al silencio se rebelará, al menos cuando llegue el momento en que aparezcan los primeros daños colaterales del proceso cientí­fico y los grandes riesgos imprevisibles tomen forma.

Es curioso que los protagonistas del proceso no estén preparados para lo que se les viene encima. No se necesita mucha fantasí­a para predecir que los primeros contratiempos desencadenarán una movilización militante que dejará pequeñas a las de Wackersdorf y Wendland (contra la energí­a nuclear y los transportes radiactivos). Si incluso los defensores de los animales son capaces de reacciones terroristas, ¿qué forma puede adoptar la resistencia cuando no se trate de riesgos abstractos, sino sobre la propia piel, sobre fecundación, nacimiento y muerte?

Es imaginable que determinadas investigaciones sólo sean posibles en instalaciones de alta seguridad y que muchos cientí­ficos sean confinados en fortalezas armadas. Naturalmente, esto no quiere decir que una minorí­a dispuesta a todo sea capaz de parar el proceso o incluso revertirlo. A la postre, la utopí­a del total dominio de la naturaleza y del hombre, como todas las utopí­as anteriores, no fracasará por sus detractores, sino por sus propias contradicciones y delirio de grandeza.

Nunca la humanidad se ha liberado voluntariamente de sus fantasí­as de poder absoluto. Sólo cuando la hidra haya hecho su camino se tomará conciencia, a la fuerza, de los propios lí­mites, probablemente a un precio catastrófico. Entonces volverá a tener también su oportunidad una ciencia que respetamos y con la que podemos vivir.

Traducción Eusebio Val

(Publicado en La Vanguardia)

 

 

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