Hace casi un año, se debatía en el Parlamento español la reforma de la Ley 35/1988, sobre Técnicas de Reproducción Asistida, finalmente aprobada en noviembre (Ley 45/2003). La reforma partía de un principio bien intencionado, el de la limitación a tres embriones producidos y tres implantados, lo que debía poner …
Hace casi un año, se debatía en el Parlamento español la reforma de la Ley 35/1988, sobre Técnicas de Reproducción Asistida, finalmente aprobada en noviembre (Ley 45/2003). La reforma partía de un principio bien intencionado, el de la limitación a tres embriones producidos y tres implantados, lo que debía poner freno a la escalada de embriones congelados, seres humanos anónimos, indefensos y sin un destino claro de su potencialidad vital.
La ley anterior dejaba en manos de las clínicas de fecundación in vitro la posibilidad de crear un número ilimitado de embriones, implantar un mínimo de ellos y almacenar en congelación el resto, sin un control estricto y riguroso de su registro. El resultado ha sido el del crecimiento del número de embriones mal llamados preembriones, supernumerarios o sobrantes, llegando a los cerca de 200.000 que se supone duermen en congelación tras los 15 años transcurridos desde la aprobación de la ley. ¿Nadie previó este resultado?
Paradójicamente, la aprobación de un sistema de reproducción, pensado para atender el deseo de unos padres con problemas de esterilidad, dejaba indefensos a más del 90% de los embriones producidos. Al margen del problema humano que se trataba de solucionar, los grandes beneficiarios de aquella Ley han sido las poderosas clínicas de fecundación in vitro, que desde entonces no han dejado de proliferar.
Con frecuencia se utiliza el eufemismo del progreso social, y en su nombre se acometen reformas legislativas poco maduras o hasta antinaturales, como lo son las que atentan contra la vida o la dignidad humanas. De hecho, la reforma emanada del legislativo hace un año daba paso a la utilización de los preembriones sobrantes congelados para la creación de líneas celulares con fines de investigación. En esta dirección, se sitúa la reforma de 29 de octubre pasado (Real Decreto 2132/2004) del actual Gobierno. La cuestión es si han de solucionarse unos problemas relacionados con la vida, a costa de otras vidas humanas.
Como biólogo me alegra oír las voces de quienes defienden la vida, aunque me asombra el mayor énfasis con que, a veces, se defiende la vida de un animal de una especie en peligro de extinción, que la de un ser humano, que todavía no siente, o no ve, o no piensa, sencillamente porque está en su fase inicial, embrionaria o fetal. Como ser humano me alegran las voces de quienes defienden la vida humana en cualquiera de sus etapas de desarrollo. Como católico me alegra la tesis sostenida desde siempre por la Iglesia católica en defensa de la vida humana y en contra de cualquier tipo de abuso o esclavitud que la coarte.
Independientemente de cualquier otra consideración política, humanística, sociológica o religiosa, creo necesario abundar en las aportaciones de la biología celular y la genética a la clarificación del concepto de vida que, pese a la insistente propaganda, no es una cuestión de creencias, o de una u otra forma de pensar.
Vida, desde el primer instante
En los últimos años se han acumulado pruebas científicas irrefutables de que la vida está ya presente en el embrión de una célula, el cigoto. Así, el doctor Richard Gardner, un embriólogo de la Universidad de Oxford (Gran Bretaña), publicó, en la revista Development en 2001, unos experimentos basados en el seguimiento de unos marcadores físicos, unas gotitas de grasa, en embriones de ratones a partir del cigoto, y demostró que desde la fecundación queda marcado el eje antero-posterior y dorso-ventral del individuo, que sin interrupción se desarrolla desde ese instante a partir de la primera división celular. A las mismas conclusiones llegó la doctora Magdalena Zernicka-Goetz, que, en su laboratorio del Wellcome/Cancer Research, en Cambridge (Gran Bretaña), utilizó fluorocromos de distintos colores para seguir el desarrollo embrionario, y publicó, en el mismo año, unas asombrosas imágenes en la prestigiosa revista Nature. La doctora Zernicka-Goetz concluyó que, «en la primera división celular, ya existe una memoria de nuestra vida». No es, por tanto, serio ni ético alimentar dudas al respecto del comienzo de la vida humana.
A mayor abundamiento, el 13 de mayo de 2004, y también en Nature, se publicó un trabajo del doctor Steven Krawetz y sus colaboradores de la Facultad de Medicina de la Universidad del Estado de Wayne (Estados Unidos), que demuestra la existencia de ARN-mensajero procedente del espermatozoide en ovocitos recién fecundados. El hallazgo de las moléculas de expresión de los genes de origen paterno indica que la actividad genética, tras la fecundación, es inmediata, y que en ella participan genes de ambos gametos, y no sólo del ovocito, como había quien sostenía.
Pero, además, la mejor prueba de la existencia de vida propia en el embrión de una célula es la de que su identidad genética es igualmente propia, y que viene determinada por la combinación nueva de los genes que recibe de sus padres por la vía de los dos gametos que se acaban de unir. Allí está predeterminado cómo va a ser el nuevo individuo: niño o niña, blanco o de color, moreno o rubio, con una u otra de las alternativas resultantes de la combinación de los cerca de 25.000 pares de genes de nuestro genoma. Esta información, adquirida en el instante de la concepción, no cambia ya a lo largo del desarrollo ontológico del individuo, aunque habrá que esperar al momento en que haya de expresarse cada carácter a lo largo del tiempo. La identidad genética, materializada en las secuencias individuales del ADN presente en el cigoto, constituye la característica biológica más determinante de cada vida humana, de cómo fuimos, somos o seremos, y es el sello indudable que permite la identificación de muestras de nuestras células o tejidos, en vida o tras la muerte.
Todo lo anterior suele ser ignorado, cuando no menospreciado, al anteponer el interés de los embriones, no como seres humanos, ni siquiera como seres vivos, sino como estructuras biológicas, fuente de células troncales para tratar de solucionar problemas clínicos. A esto se refiere la llamada clonación terapéutica, que tiene por finalidad el aislamiento de células troncales embrionarias con el fin de probar su utilidad en el tratamiento de enfermedades debidas a una degeneración tisular, como el parkinson, el alzheimer, la diabetes, el infarto de miocardio, etc.
Células madre adultas
Casi al comenzar a experimentar con las células troncales embrionarias, en el año 2000, se suscitó la cuestión de si es preciso sacrificar embriones, o se pueden obtener células con propiedades equivalentes a partir de tejidos somáticos de adulto. Y en esto también los avances de la ciencia ofrecen una respuesta afirmativa, lo que constituye probablemente una de las mejores noticias para la defensa de la vida humana. Algunos investigadores que excluían o desatendían esta realidad, han ido admitiéndola progresivamente. La lista de tejidos u órganos de adulto de los que se pueden extraer este tipo de células es cada vez más extensa (cordón umbilical, médula ósea, sangre periférica, células nerviosas, cordón espinal, músculo esquelético, epitelio, etc.), y las expectativas de su pluripotencialidad, y de sus potenciales aplicaciones clínicas dejan sin fundamento el sacrificio de los embriones.
Las células troncales de adulto resuelven el grave problema ético de la destrucción de embriones, evitan el riesgo de la producción de células tumorales y simplifican los problemas del rechazo inmunológico, por coincidir la identidad genética con la del propio paciente de quien proceden.
A la ya larga lista de los espectaculares resultados conseguidos en la regeneración del tejido cardíaco infartado mediante la repoblación con células troncales de médula ósea, músculo esquelético u otros tejidos del propio paciente, se han ido sumando esperanzadores logros en la curación de otras enfermedades. De este modo, el doctor Bernat Soria, director del Instituto de Bioingeniería de la Universidad Miguel Hernández de Elche (Alicante), y defensor a ultranza de la investigación con células troncales embrionarias, reconocía en el XXVII Congreso de Medicina Interna, celebrado este año en Granada, que su equipo, en colaboración con un grupo alemán, había conseguido desarrollar células de hígado y páncreas endocrino, a partir de células sanguíneas, gracias a lo cual «hemos resuelto la diabetes en animales de experimentación». Sin duda, ésta es una gran noticia, y todo apunta a que es la más prometedora opción para investigar la curación de enfermedades neuro-degenerativas, parálisis, tetraplejia, diabetes, etc., sin utilizar los embriones, y, por tanto, sin transgredir ningún principio ético.