El curso pasado, la Universidad de Navarra cumplió sus primeros 50 años de vida. En el mes de Julio se han cumplido 50 años desde que vio la luz el primer número de Nuestro Tiempo. En Octubre de este año 2004, la Facultad de Medicina cumple también 50 años, desde aquellos modestos comienzos en el viejo pabellón del Hospital de Navarra conocido como la “Escuela Vieja”. Para el que esto escribe, se cumplen también ahora 50 años desde que, en Junio de 1954, se licenció como médico. Le ha tocado, por ello, ser testigo directo y, en ocasiones, partícipe de unos cambios que podemos calificar de espectaculares.
¿Qué ha ocurrido en el mundo de la Medicina a lo largo de estos 50 años? Lo primero cabe afirmar es que los cambios y avances no se han producido por generación espontánea. Todo lo que cambia tiene que existir primero; los cambios deben ser como una consecuencia y, en la mayoría de los casos, una mejora, un avance, de algo ya presente. Pero también conviene señalar que en toda Ciencia hay puntos de inflexión, hitos que irrumpen en la historia, señalan nuevos rumbos, y marcan nuevos avances. La Medicina de la segunda mitad del siglo XX está llena de ellos, como fruto, a veces, de la clarividencia, otras, del tesón de sus protagonistas y muchas otras, de esa mezcla de buena suerte y sagacidad que Walpole llamó “serendipity” y que conduce a hallazgos no directamente buscados.
¿Cuáles han sido los aspectos de la Medicina objeto de los cambios? De una parte, la Ciencia Médica que, en su más amplio sentido, engloba las varias disciplinas científicas que constituyen el universo de la Biología. La aplicación práctica de esa Ciencia a la Medicina Clínica, es decir, al diagnóstico y tratamiento de las enfermedades, es el segundo aspecto de la transformación. Como consecuencia de los avances de la Ciencia y de la Práctica médica, se han hecho más evidentes en el mundo de hoy los que podríamos considerar como aspectos sociales de la Medicina. Como es lógico, todos estos cambios determinan el contenido y el sentido de la Educación Médica y resaltan las dimensiones éticas tanto de la Investigación como de la práctica de la Medicina. Determinadas decisiones o actitudes, en respuesta a los dilemas que frecuentemente plantean todos estos cambios, suscitan en ocasiones la duda de que no todos ellos se pueden calificar con el pomposo título de avances .
Como es lógico, resultaría imposible no ya una descripción, ni siquiera una escueta relación de todos los cambios y avances que nos ocupan y de los nombres de sus protagonistas. Por ello voy a comentar tan solo algunos de ellos, los que me han parecido más significativos, influído sin duda por mi trayectoria personal.
La Ciencia Médica en la segunda mitad del siglo XX
Desde que la Medicina, siglos atrás, se desprendió de sus connotaciones mágicas y de sus relación con las ciencias ocultas, entró a formar parte del universo de las Ciencias experimentales. Esta vinculación se ha ido reforzando de manera notable a lo largo del medio siglo que nos ocupa. De forma paralela a su desarrollo, se ha ido integrando en un mundo más amplio, el de la Biología, que ha experimentado también una notable transformación en las últimas décadas.
La célula, unidad de vida. La Biología celular
El punto central de cualquier problema biológico hay que buscarlo en la célula, la forma de vida más elemental, ya que todas las formas de vida constan de una o más células. Nuestra salud depende de lo que sucede en los billones de células de los más variados tipos que forman nuestro cuerpo, que a su vez dependen de la función de los millones de moléculas que forman cada una de estas células. Así lo habían entendido los grandes biólogos de comienzos del siglo XX que, sin embargo, no podían ver con suficiente detalle el objeto de su interés. Para ellos, las células quedaban tan distantes como las estrellas o los planetas; eran tan solo “un saco de enzimas”, un depósito de sustancias químicas con una estructura rudimentaria. Por ello, hay que comprender la expectación que despertó, hace precisamente 50 años, la publicación de las primeras fotos de una célula intacta obtenidas mediante un microscopio electrónico. Años más tarde, en 1974, Albert Claude, George Palade y Christian de Duve recibían el Premio Nobel de Medicina por haber hecho posible la mirada cercana a ese mundo en miniatura que es la célula con sus estructuras subcelulares y organelos.
Junto a la descripción de estas estructuras se hacía necesario, para conocer su función, determinar su composición bioquímica, cosa que fue posible mediante las técnicas de ultracentrifugación diferencial que permitían separar físicamente y estudiar con técnicas bioquímicas cada una de esas estructuras. La comunicación entre bioquímicos y microscopistas produjo una avalancha de descubrimientos acerca del mundo celular y el desarrollo de un nuevo vocabulario sobre lo que el microscopio y la ultracentrífuga estaban revelando. Esta convergencia de las técnicas de microscopía y bioquímica, constituyó la base de la moderna Biología Celular. Así se ha ido conociendo que el núcleo, además de su función crucial en la reproducción celular es el director de la síntesis de proteínas en el citoplasma, fabricadas por los ribosomas, procesadas por el retículo endoplasmático y “clasificadas” por el aparato de Golgi. Que los lisosomas y peroxisomas son como el sistema digestivo de la célula, que las mitocondrias son las suministradoras de energía y que la membrana celular no es una mera cubierta o manto sino un complejo órgano celular con importantísimas funciones.
Ya en los años 60 se encontraron métodos para mantener vivas las células mediante cultivos y facilitar su multiplicación en el laboratorio. Con ello se pudieron estudiar y comparar los procesos bioquímicos en distintos tipos de células y determinar, a nivel molecular, detalles de muchas actividades celulares. Para separar e identificar diversas proteínas y ácidos nucleicos fueron fundamentales otras técnicas bioquímicas, como la cromatografía de columna o la electroforesis en geles.
Cada célula viva está rodeada por una membrana que separa el “universo” de la célula del mundo exterior. En esta membrana citoplasmática exsiten canales a través de los cuales la célula se comunica con su entorno. Estos canales son moléculas o complejos de moléculas de muy diverso tipo, que tienen la capacidad de permitir o no el paso de de átomos provistos de carga eléctrica (iones). La regulación de estos canales iónicos condiciona la vida de la célula y sus funciones, tanto en condiciones normales como patológicas. Erwin Neher y Bert Sakmann (Premios Nobel de 1991) han desarrollado una técnica que permite registrar las corrientes eléctricas increiblemente pequeñas que atraviesan un canal iónico y mediante estos registros determinar sus funciones.
Una de las propiedades esenciales de las células vivas es la de multiplicarse, mediante el proceso llamado división celular. Un ser humano adulto consta de unos 100 billones de células que se originan todas ellas a partir de una sola, el óvulo fecundado. En los seres ya adultos hay también una enorme cantidad de células dividiéndose para originar nuevas células que repongan aquellas que mueren, también de forma continua. Antes de dividirse la célula debe aumentar de tamaño y duplicar sus cromosomas que se han de separar de manera exacta entre las dos células hijas. Todos estos procesos se realizan coordinadamnente en el proceso que se denomina ciclo celular. Leland H. Hartwell, R. Timothy Hunt y Paul M. Nurse, premios Nobel en 2001, identificaron las moléculas clave en la regulación de este ciclo que se produce en todos los organismos eucarióticos (levaduras, plantas, animales y en el hombre).
La investigación básica acerca del ciclo celular se ha movido también hacia la búsqueda de aplicaciones prácticas. Muchos detalles de los mecanismos bioquímicos que intervienen han servido a la Biología celular para determinar las interacciones que ocurren durante el ciclo celular entre pares de proteínas. Esto ha permitido conocer mejor el proceso normal de multiplicación y desarrollo celular y ayudará a conocer cómo se alteran estos procesos en determinadas enfermedades y cuáles pueden ser los medios para tratarlas. Pero la aplicación clínica de los descubrimientos de la Biología celular se concentra fundamentalmente en dos áreas de la Medicina actual.
Una de las áreas de mayor interés médico es la del cáncer, que se puede considerar como una enfermedad del ciclo celular. Los defectos en el control del ciclo pueden conducir a una proliferación celular anormal o a alteraciones cromosómicas como las que se observan en las células cancerosas.
Se están estudiando las relaciones entre la regulación del ciclo celular y el cáncer, así como el papel específico de dos tipos de genes, los oncogenes y los genes supresores de tumores, presentes en las células normales, y cuyas alteraciones pueden conducir precisamente a la aparición del cáncer. Michael Bishop y Harold Varmus, Premios Nobel en 1989, consiguieron identificar los oncogenes que controlan la proliferación en células normales. Para ello, infectaban células con un tipo de virus en cuyo interior localizaban un determinado oncogen. Su descubrimiento crucial fue que ese oncogen retroviral no era propiamente un gen del virus sino que éste lo adquiría de la célula al infectarla y multiplicarse en ella. En los últimos 25 años se han encontrado más de 40 oncogenes diferentes. Aunque la base del desarrollo de cualquier cáncer es una alteración del material genético, no puede hablarse estrictamente de “genes del cáncer” ya que existen oncogenes en las células normales. Lo importante en el cáncer son los cambios que alteran la cadena de señales del ciclo celular que pueden ser estudiados comparando los oncogenes de las célular tumorales con los de las células normales, para intentar comprender los mecanismos de la multiplicación celular anormal que tiene lugar en el cáncer.
La otra gran aplicación actual de la Biología celular se centra en el campo de la reproducción y diferenciación celular. Sus aplicaciones se refieren, de una parte, a la llamada “reproducción asistida” y al controvertido tema de la clonación y, de otra, a la Medicina Regenerativa en la que, a partir de celulas madre o troncales, se forman o reconstruyen tejidos que sustituyen a otros dañados por diversos procesos patológicos.
Se llama fecundación asistida o fecundación in vitro a la unión del óvulo y el espermatozoide que se realiza en el laboratorio en un medio de cultivo idóneo y en adecuadas condiciones ambientales. Desde 1978 las indicaciones de la fecundación asistida humana han ido en aumento, siendo considerada actualmente como una técnica más para el tratamiento de la esterilidad matrimonial.
Las técnicas que se emplean son análogas a las que desde tiempo atrás se utilizaban en veterinaria, para mejorar la raza y la reproductividad del ganado, y varían según la procedencia y modo de obtención de espermetozoides y óvulos, según el modo de inseminación y según el modo y momento de la transferencia embrionaria. Estas técnicas pueden utilizar ambos gametos procedentes de los cónyuges (FIV homóloga) o bien, uno de los gametos proceder de un donante distinto de los cónyuges (FIV heteróloga).
Tras la transferencia se obtienen un 15% de embarazos. Hay que decir que, en los casos más favorables y en los centros más eficientes, sólo el 45% de las parejas de entre 20-34 años, terminan con un hijo en casa, siempre que acepten someterse a 5 transferencias de embriones. Esta cifra desciende al 28,9 % para la parejas entre 35 y 39 años y al 14,4% para las mayores de 40 años. Se puede decir que, en término medio, es necesario implantar 24 embriones para lograr un embrarazo, lo que supone un 4% de efectividad.
Por otra parte, en los procesos de selección, implantación, etc., más del 90% de los embriones creados se pierden, en franco contraste con lo que ocurre en el proceso natural de la fecundación en el que se implantan entre el 25 y el 65 % de los óvulos fecundados. Hay que señalar también la posibilidad, no rara, de embarazos ectópicos y de prematuridad por gestación múltiple.
En el campo de la reproducción asistida no se puede obviar el punto de vista ético. Este tipo de procreación parte de la opinión – errónea – de que los esposos tienen derecho a los hijos, con lo que este “derecho” priva al ser humano generado de su derecho a ser el término y el fruto de un acto conyugal de sus padres. Por otra parte, en el procedimiento para conseguir un embarazo se condenan a perecer, como se ha indicado, un elevado número de embriones que, al ser ya seres humanos independientes, tienen derecho a la vida y al respeto de su dignidad.
Los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI se han conmocionado por los experimentos realizados en el campo de la clonación. Durante la reproducción normal, un espermatozoide fertiliza un óvulo para formar un cigoto que, tras varias divisiones, se convierte en embrión blastocistario que se implanta en el útero donde se desarrolla hasta el nacimiento. En la clonación se genera un embrión clónico mediante la introducción del núcleo de una célula de donante adulto en un óvulo enucleado. Esta posibilidad, enunciada ya en 1938 por Hans Spemann en Alemania, tiene dos variedades diferentes. La llamada clonación reproductiva se funda en la producción de un blastocisto o embrión primitivo clónico mediante la introducción del núcleo de una célula de donante adulto en un óvulo previamente enucleado. Este embrión es transferido posteriormente a un útero “de acogida” donde se desarrolla hasta el nacimiento de un individuo clónico.
La clonación terapéutica (llamada por algunos destructiva) utiliza los blastocistos clónicos para obtener y cultivar las células de su masa celular interna que son células troncales embrionarias. Estas células se pueden diferenciar in vitro para obtener diversos tipos de células, potencialmente útiles para aplicaciones terapéuticas.
A partir de algunos intentos iniciales en la década de los 60, se realizaron experimentos en los que se desarrollaron y perfilaron los distintos tipos de clonación. En 1970 John B. Gurdon, en el Reino Unido, realizó la clonación de una rana trasplantando el núcleo de una célula intestinal de un renacuajo al óvulo enucleado de una rana. En 1984 se realizó la clonación de un cordero, y en 1993, utilizando material congelado de una clínica de fertilización en Estados Unidos, se realizó la primera clonación humana que se mantuvo en cultivo hasta el estadío de 32 células que posteriormente fueron destruídas. En 1994 se realizó una clonación de terneras y en 1996 Ian Wilmut y su grupo clonaron la primera oveja, a partir de células adultas. En 1997 se publicó una nueva clonación de primates y en 2000 un grupo japonés realizó el primer caso de re-clonación al clonar una ternera a partir de células de otra que también había sido clonada. En 2001 un equipo italiano logró la clonación y supervivencia de un muflon, especie protegida en vías de extinción.
En febrero de 2004, un equipo de la Universidad Nacional de Seúl, en Corea del Sur, anunció la clonación de un embrión humano. El anuncio ha causado una importante agitación y polémica, tanto a nivel científico como a nivel de los medios de comunicación. Posteriormente, el Gobierno inglés ha autorizado este tipo de clonación a la Universidad de Newcastle.
Para algunos científicos con autoridad en este campo, el blastocisto clónico podría no ser un auténtico embrión, sino “un conjunto celular clónico que simplemente se parece a un blastocisto” (N. Lopez Moratalla). Pero, dejando a un lado este tipo de distinciones, lo que está claro desde el punto de vista ético, es que no resulta moralmente justificable recolectar células madre procedentes del sacrificio y manipulación de embriones humanos sea cual sea la finalidad a la que se destinen.
Una de las aplicaciones más actuales y populares de la Biología celular es la llamada Medicina regenerativa, que pretende conseguir la regeneración, total o parcial, de los tejidos que han perdido masa celular, utilizando técnicas de trasplante celular para implantar células troncales o células madre
Los billones de células que integran los tejidos del organismo son, en su inmensa mayoría, células diferenciadas, con las características específicas de forma y función correspondientes al tejido u órgano del que forman parte.
Todas estas células proceden de una primera, el cigoto, resultado de la fusión de un óvulo y un espermatozoide, que es la única realidad unicelular totipotente, completamente indiferenciada, que se divide progresivamente, primero en dos, cada una de éstas en otras dos y así sucesivamente hasta producir un organismo completo.
Las dos primeras células son desiguales entre sí, como lo son también respecto al cigoto del que proceden. De una de las células se originarán tejidos que servirán para que el embrión se una a la madre y reciba de ella el alimento, después de la implantación. De la otra se formarán, de manera precisa, todos los tejidos y los órganos del cuerpo. Si nada se interpone en su camino, el mensaje genómico que contiene “irá, paso a paso, produciendo una biología que es ya, desde ese instante, fuente también de una biografía”. Las células procedentes de las primeras divisiones del cigoto forman el blastocisto. El blastocisto contiene una masa de células indiferenciadas, denominada masa celular interna. De la masa celular interna derivan todas las células del embrión, del feto y del individuo adulto, por eso se dice que esta células son pluripotentes. Cada una de las células de la masa celular interna recibe el nombre de célula troncal ó célula madre pluripotencial.
Las células troncales han sido definidas como células clonogénicas, lo que quiere decir que tienen la capacidad ya sea de autorenovarse ilimitadamente – sin envejecer – mediante división simétrica (originando dos células hijas idénticas a la célula troncal y entre sí), ya de diferenciarse mediante división asimétrica (dando origen a una célula hija semejante a su madre y a otra de la que derivan múltiples tipos de células diferenciadas de las tres capas germinales del embrión – ectodermo, mesodermo y endodermo – que pueden ser progenitoras de tejidos funcionalmente diferenciados).
Las células troncales pueden proceder tanto del embrión (de estadíos precoces del blastocisto, de las células germinales embrionarias o de carcinomas embrionarios espontáneos), como de tejidos adultos (p.e., epitelio, sangre, médula ósea, corazón, sistema nervioso, etc.).
Las células troncales embrionarias al estar en fases precoces de diferenciación, tienen la capacidad de formar cualquier célula diferenciada del organismo, es decir, son pluripotentes. Las células troncales adultas forman parte del organismo post-natal y en él tienen como misión reponer, en los tejidos en los que residen, las células que se van perdiendo, bien por el envejecimiento normal, bien por lesiones de diverso tipo. Al encontrarse en un estado más avanzado de diferenciación, se creía que su capacidad de originar células adultas era limitada. Sin embargo, se ha demostrado que también estas células adultas son pluripotentes y pueden llegar a diferenciarse en cualquier tipo de célula. El término de “células troncales adultas” puede prestarse a confusión ya que estas células están presentes en los niños y existen otras similares en el cordón umbilical y en la placenta.
Muchos tejidos del organismo, en el desarrollo de su función o simplemente con el transcurso del tiempo, van perdiendo masa celular, siguiendo generalmente el proceso conocido como “muerte programada” o apoptosis. En otros casos, determinadas agresiones del exterior producen a través de múltiples mecanismos patogenéticos, la destrucción celular mediante necrosis. El organismo contaría con un “pool” de células madre o troncales, en grado distinto de diferenciación, que se están reproduciendo de forma continua y tienen por misión reponer, al menos hasta un cierto grado, las células perdidas. Como ejemplo, suele mencionarse que cada 15 días se renueva por completo toda nuestra sangre a partir de células madre de la médula ósea.
La regeneración terapéutica pretende compensar la excesiva destrucción tisular que se produce en ciertas enfermedades, congénitas o adquiridas. Los procedimientos utilizados, que emplean células madre, se designan genéricamente con el nombre de terapia celular. Lo que se propone la regeneración tisular no es simplemente la recuperación de un tipo celular concreto, sino más bien la reconstrucción de los componentes principales del órgano en cuestión cuya compleja integración es fundamental para el restablecimiento o mejora de su función.
Tanto las células madre embrionarias como las células madre adultas tienen la capacidad de diferenciarse hacia células específicas derivadas de las tres capas que forman el embrión inicial. Por tanto, al menos desde el punto de vista teórico, ambos tipos de células troncales pueden utilizarse para el trasplante en los diversos procedimientos de regeneración tisular.
Uno de los problemas fundamentales del empleo de células embrionarias humanas, además de la elevada posibilidad de rechazo del trasplante y de su potencial capacidad de originar tumores, radica en las profundas implicaciones éticas que presenta su obtención, ya que, en principio, exige la destrucción de un embrión humano. Es una simplificación ilegítima considerar el blastocisto pre-implantación como “un acúmulo de células indiferenciadas”, que algunos designan impropiamente con el nombre de “pre-embrión” ya que sabemos hoy que, desde la primera división del cigoto, cada una de las dos células resultantes contiene su mensaje y tiene su misión en la formación del nuevo ser. La identidad y el destino como individuo de un embrión de una o dos células están ya marcados “desde el día uno”, lo mismo que ocurre en el embrión ya implantado, en el feto o en el individuo adulto,
La regeneración tisular con células madre adultas utiliza dos posibles estrategias. Una de ellas es la de identificar y multiplicar en el laboratorio, células progenitoras adultas pluripotentes que son capaces de diferenciarse y generar tejido mesodérmico, ectodérmico o endodérmico. La otra se basa en la disponibilidad en el ser humano vivo, de células troncales adultas que circulan en la sangre y que se pueden manipular para dirigir su diferenciación para generar o reparar tejidos de órganos sólidos.
Si como parece demostrado, las células troncales adultas son tan maleables como las embrionarias, y por tanto utilizables sin restricciones en Medicina regenerativa, el horizonte de la terapia celular con este tipo de células aparece prometedor. Las células adultas cuentan, entre otras ventajas, con la posibilidad de poderse utilizar sin problemas de rechazo ya que son células autólogas, es decir, proceden del propio individuo.
La efectividad de la implantación experimental de células madre adultas, y los resultados iniciales que se están obteniendo en sus primeras aplicaciones en el hombre, ha conducido a la puesta en marcha de estudios de regeneración tisular en prácticamente todos los órganos y sistemas humanos.
La Biología molecular. Genética molecular. La aventura del Genoma
Uno de los misterios que el hombre quiso desentrañar desde tiempo inmemorial es el de la herencia, el porqué y cómo se heredan las características físicas. Con otras palabras, cómo explicar la semejanza entre un ser vivo y su descendencia. Para ello hubo que poner en juego muchas disciplinas: la botánica, la zoología, la microbiología, la bioquímica … y junto a ellas muchas y nuevas técnicas de análisis y síntesis. Así surgió una nueva área de la Ciencia, la Biología molecular, basada en la bioquímica, la genética molecular, y en la propia Biología celular.
El inicio de esta aventura habría que situarlo muy atrás, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Gregorio Mendel (1822-1884) comenzó a trabajar en la huerta de su convento en Brno (Checoslovaquia) con varias plantas de guisantes. Después de analizar más de 21.000 plantas híbridas emitió la hipótesis de que existían unidades individuales discretas de herencia. Cualquier característica observable en una planta provenía de la combinación de una de esas unidades proveniente del padre con otra unidad proveniente de la madre. Así nació el concepto de “unidad de herencia”, una entidad transmisible a la que, más tarde, se llamaría gen. Y este concepto ha sido el punto de partida sobre el que se ha edificado la moderna Biología molecular permitiendo a los biólogos identificar el ADN (ácido desoxirribonucleico) como el material del que están hechos los genes, descubrir cómo era la estructura bioquímica de estos genes, comprender cómo el ADN almacena y regula el flujo del material genético y desarrollar finalmente las técnicas que permiten su manipulación.
Antes del desarrollo de la Biología celular, cuando el microscopio óptico permitió ver células teñidas con diversos colorantes, pudo descubrirse en ellas la existencia de una estructura, el núcleo, en el que ciertos colorantes permitían distinguir unos corpúsculos que estaban siempre presentes y a los que por su especial afinidad por esos colorantes se les dio el nombre de cromosomas (“cuerpos coloreados”). Pronto surgió el interrogante sobre si las “unidades de herencia”, los genes, se podrían localizar en dichos cromosomas y ser “transmitidas” de alguna forma a las células de la siguiente generación, tras la división celular.
La respuesta llegó ya en el comienzo de 1900. Morgan, estudiando parejas de cromosomas de la mosca del vinagre encontró dos tipos de parejas algo especiales. En algunos animales, las hembras, la pareja estaba formada por dos cromosomas idénticos (XX), en otros, los machos, los dos cromosomas eran diferentes (XY). Observó también que ciertos caracteres (y por tanto, sus genes) se transmitían solo con el cromosoma X. A partir de estas observaciones, el interés de los biólogos que estudiaban la herencia comenzó a centrarse en los cromosomas del núcleo cuya naturaleza molecular trataban de definir para descifrar la estructura bioquímica de los genes.
Los cromosomas constaban de dos componentes: un ácido nucleico, concretamente el desoxirribonucleico (ADN) y unas proteínas llamadas histonas. Durante un cierto tiempo se planteó el interrogante acerca de cuál de estos componentes era el sustrato bioquímico de los genes. En 1952, Alfred Hershey and Martha Chase pudieron marcar con radioisótopos los dos componentes y resolvieron el dilema: los genes estaban constituidos por ADN. La estructura química del ácido nucleico constaba esencialmente de dos cadenas de nucleótidos enlazadas entre sí. Un nucleótido es una molécula compleja formada por un grupo fosfato unido a un azúcar (ribosa) y a una molécula en forma de anillo llamada comunmente una base. Sólo existen cinco tipos de bases naturales: la guanina (G), la adenina (A), la citosina (C), la timina (T), y el uracilo (U). Cada una de estas bases solo es capaz de enlazarse con otra de ellas: la guanina se une solo a la citosina (G-C) mientras que la adenina se une solo a la timina (A-T) en las moléculas de ADN y al uracilo (A-U) en las cadenas de ARN que es el otro ácido nucleico existente.
¿Cuál era la estructura química del ADN? ¿Cómo se podía explicar a partir de esa estructura la transmisión de la herencia? Ante este interrogante, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins realizaron estudios de difracción de rayos X en las moléculas de ADN y mostraron que las moléculas de este ácido adoptaban una precisa estructura helicoidal.
Fue entonces, en 1953, cuando Watson and Crick unieron todos los datos disponibles y dedujeron que el ADN tenía que estar constituído por un doble helicoide de dos cadenas paralelas y complementarias de nucleótidos enlazadas entre sí a nivel de las bases.
La posibilidad de separar las dos cadenas, en presencia de un enzima llamado ADN-polimerasa (descubierto por Kornberg en 1957) y la complementaridad en el apareamiento de los enlaces entre las bases, proporciona al ADN la posibilidad de reproducirse con gran precisión. Una cadena, de las dos que forman la molécula de ADN, separada de la otra, toma del medio los elementos necesarios para reconstruir exactamente la otra cadena complementaria. El resultado es una copia idéntica del ADN original. De esta manera tan simple se puede explicar la duplicación de los genes (que no son sino fragmentos de ADN) en el proceso de la división celular.
El Premio Nobel de 1959 fue concedido a Severo Ochoa y Arthur Kornberg por su descubrimiento de la síntesis biológica de los ácidos nucleicos ARN y ADN y en 1962 recibieron este premio Crick, Watson y Wilkins. Sus hallazgos fueron el detonante de la “revolución molecular” que permitió nuestra comprensión actual acerca de la función de los genes.
Una vez explicada la duplicación de los genes y la transmición de las copias a las células hijas, faltaba por saber cómo con esos fragmentos de ADN que son los genes se fabrican las proteínas responsables de la estructura y de todas las funciones bioquímicas del organismo. Sobre este punto se asumía una regla que indicaba que a cada gen le corresponde (codifica) una proteína. Se conocía que las proteínas están compuestas de cadenas de aminoácidos (polipéptidos) y que el número de aminoácidos naturales es de 20. Si los genes dictan la producción de proteínas del organismo ¿cómo unas estructuras de ADN, con cuatro posibles variantes, las bases, podían especificar, a partir de 20 posibilidades, los aminoácidos que habían de formar una proteína. En este caso, el estudio matemático señaló que eran necesarios al menos tres nucleótidos para especificar – codificar – cada uno de los aminoácidos que formarían la proteína. En 1961, Francis Crick y Sydney Brenner propusieron que el ADN transporta la información genética mediante un código de tres bases que especifica el orden en el que se engarzan los aminoácidos para formar las proteínas. Y en 1966, Marshall Nirenberg, Heinrich Matthaei, Har Khorana y Severo Ochoa, con sus respectivos equipos, establecieron, una tabla que indicaba el triplete de nucleótidos correspondiente a cada aminoácido en lo que se denominó el Código genético.
Así, por ejemplo, un triplete de uracilos (UUU) codifica el aminoácido fenilalanina, cuya deficiencia se había reconocido en 1956 como causa de la primera enfermedad genética descrita, la alcaptonuria. El triplete GCA codifica el aminoácido alanina, y así todos las demás posibles combinaciones de tres. En el código genético existen 64 posibles combinaciones de nucleótidos, 61 de ellas codifican los 20 aminoácidos y las tres restantes combinaciones, sirven como señales de parada (stop) para indicar al “sistema de producción” el final de una proteína. Con esto llegamos al dogma central de la Biología molecular: el ADN, en fragmentos que son los diversos genes, transporta los mensajes genéticos y éstos son convertidos en proteínas responsables de las funciones bioquímicas del organismo. Esta conversión o expresión genética se realiza mediante un complejo proceso, mediado por multitud de enzimas y compuestos intermediarios, entre los que sobresale el otro ácido nucleico ARN, que actúa como intermediario o mensajero en el proceso de transcripción, y los ribosomas, responsables del proceso de translación en el que se van formando las proteínas.
En los años siguientes aparecen otros hitos importantes en la revolución molecular: el conjunto de lo que se conoce como técnicas de la Biología molecular.
Entre 1970 y 1973 se desarollan y purifican los llamados enzimas de restricción que permiten “cortar” las cadenas de ADN en sitios específicos. Mediante ellos, se pudieron producir en 1972 las primeras moléculas de ADN recombinante.
Otra contribución notable fue la de E.M. Southern, en 1975, que permite analizar fragmentos de ADN (genes) mediante la técnica que lleva su nombre (Southern blotting) en la que se hacen copias complemetarias de los fragmentos de cadenas de ADN, marcadas con sondas radioactivas en un gel de agarosa para su identificación. De forma análoga, el análisis de fragmentos de ARN se realiza mediante la técnica Northern blotting, llamada así por contraposición a la de Southern.
En 1977 Fred Sanger desarrolló una técnica que permite leer el código genético del ADN letra a letra. Basada en ella, se ha construido una sofisticada tecnología que es la que ha servido para secuenciar el genoma humano con sus tres mil millones de letras.
En 1987 tiene lugar otro desarrollo importante: un método original de amplificación del ADN conocido como PCR (reacción en cadena de la polimerasa) que permite obtener grandes cantidades de ADN a partir de una cantidad mínima. Con la PCR se consiguen realizar todas las determinaciones que se deseen a partir de una muestra mínima.
La aplicación de estas y otras técnicas fue permitiendo, de una manera hasta cierto punto paralela al conocimiento del genoma, identificar genes defectuosos, responsables de algunas enfermedades genéticas. Desde la alcaptonuria descrita en 1956, y la anemia de células falciformes descrita por Vernon Ingram en el mismo año, al descubrimiento del gen de la fibrosis quística por Francis Collins y Lap-Chee Tsui en 1989.
A partir de 1990, fecha del lanzamiento oficial del Proyecto del Genoma Humano podemos hablar de la era genómica de la Medicina. En 1995 Craig Venter, Claire Fraser y Hamilton Smith completaron la secuencia genética del primer organismo vivo, la bacteria Hemophilus influenzae. En 1998 John Sulston y Sydney Brenner describen por primera vez todos los detalles del genoma de un organismo multicelular, el gusano Caernohabditis elegans. En 1999 se consigue secuenciar el cromosoma 22 humano y, tras el anuncio del borrador un año antes, en 2001 se publica la secuencia prácticamente completa del Genoma Humano por los dos grupos que, de manera independiente, la habían desarrollado: el equipo de la empresa privada Celera Genomics y un Consorcio Internacional de financiación p&ua