La Antígona de Sófocles, concebida en Atenas 441 años antes del nacimiento de Cristo, constituye uno de los máximos referentes éticos en el mundo antiguo precristiano, cuya estela sigue dejando una profunda huella en el mundo actual. La actitud de Antígona es un acabado modelo de eusébeia (Sófocles: v. 872) …
La Antígona de Sófocles, concebida en Atenas 441 años antes del nacimiento de Cristo, constituye uno de los máximos referentes éticos en el mundo antiguo precristiano, cuya estela sigue dejando una profunda huella en el mundo actual. La actitud de Antígona es un acabado modelo de eusébeia (Sófocles: v. 872) del culto a la unidad de la familia y al amor de sus miembros. Ante la prohibición de enterrar a su hermano Polinices decretada por Creonte, siente la necesidad imperiosa de dar sepultura a ese hermano, pues el acto de enterramiento es el modo de devolver el muerto a los ancestros, al ámbito de su familia, pues también cabe el amor entre los habitantes del Hades. Al ser descubierta, la única razón que la hija de Edipo aduce en su favor para defenderse es la inviolabilidad de las leyes divinas, las cuales cimentan el sentido del individuo en comunidad: la validez y vigor de tales leyes son universales, pues se extienden desde el ámbito de los dioses olímpicos hasta la oscura región del Hades. No hay sitio en todo el kósmos en donde pueda darse una excepción a tales agraphoi nomoi. La defensa de la doncella tebana es bien elocuente: “no era Zeus quien me imponía tales órdenes; ni tales leyes han sido dictadas a los hombres por la Justicia que tiene su trono con los dioses de allá abajo, ni creí que tus bandos (de Creonte) habían de tener tanta fuerza que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni de ayer, viven siempre y nadie sabe cuándo aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a caprichos de hombre alguno” (Sófocles: vv. 450-456).
Creonte ignora deliberadamente las leyes divinas y eternas que, existiendo en todos los tiempos, ordenan, por ejemplo, a los vivos honrar a los muertos. En el mensaje de Antígona se puede apreciar que tanto el kósmos en general como la pólis están subordinados a estas leyes atemporales; y el rey que no somete a ellas su política no es más que un miserable tirano. Dichas leyes manifiestan el orden, el lógos de la phí½sis proyectada en nómos. Este discurso es radicalmente opuesto al defendido por los sofistas, quienes abrieron un profundo e insalvable abismo entre la phí½sis y el nómos. Creonte es un mero sofista al estimar que el hombre puede establecer por sí mismo las leyes justas, sin contar con la justísima phí½sis. Nuestra tebana, en cambio, considera necesario respetar las agraphoi nomoi; así, al igual que Sócrates, asume morir por haber cumplido un deber de piedad y de amor (Cruz: pp. 348-349).
Nuestra protagonista es la figura de la gran individualidad moral, apasionada, leal a las leyes no escritas, divinas, grabadas en el corazón humano. Los grandes autores griegos creyeron siempre en estas leyes no dadas por los hombres. Sófocles insiste sobre ellas en Edipo Rey y en Ayante. También se encuentran expresadas como agraphoi por Tucídides en boca de Pericles y por Aristóteles, entre otros (Cruz: p. 338).
La constante moral que rezuma esta tragedia sofoclea responde a esta tradición multisecular estructurada en la subordinación del nómos de la pólis, esto es, las leyes dictadas por el poder político, a la phí½sis del kósmos, es decir, al íntimo ordenamiento inscrito en la naturaleza humana, en la conciencia.
Además, encontramos dicha constante en otro texto no menos trascendental y de gran influencia, siquiera entre los médicos: el Juramento del Corpus Hippocraticum. El Hórkos fue compuesto a finales del siglo V o a principios del siglo IV (Hermosín: p. 78), por lo que podemos considerar a Antígona y a Juramento como relativamente contemporáneos. Por otra parte, nadie podrá negar que todas las prescripciones formuladas en este antiguo código médico son actuales, si no en su literalidad, sí claramente en su espíritu (Hermosín: p. 83). Pero, ¿cuál es el fundamento de tales prescripciones, que nos obligan, en síntesis, a respetar la vida (oudí¨ gynaikí¬ pessí²n phthórion dóso) y a guardar el secreto profesional? No es más que la misma eusébeia y amor a la persona del enfermo que hemos visto en Antígona para con Polinices. En efecto, al igual que la dignidad de Polinices hace necesario que su cadáver sea enterrado, también la dignidad de la persona del enfermo obliga a su profundo e integral respeto, pues “donde hay philanthrí´pííª hay también philotekhnííª“ (Laín: p. 218). Porque la misma tensión phí½sis–nómos favorable a la primera que encontramos en Antígona, aflora netamente en los textos de la medicina hipocrática en general, y en el Hórkos en particular (Laín: pp. 52-54).
Las consecuencias que se desprenden de la atenta lectura y meditación de estos textos son claras. Las obligaciones que imperan en la conducta tanto de Antígona como de los médicos hipocráticos, no proceden en modo alguno de unas prescripciones nómicas de una ética extrínseca y adventicia a la phí½sis individual de cada persona, es decir, a la conciencia; por el contrario son inherentes, están insitas en esa misma phí½sis individual, esto es, en la conciencia de cada cual. En otras palabras, son anteriores y superiores a todo precepto positivo, a toda nómos de la pólis, a toda ley de cualquier estado o de cualquiera instancia política.
De este modo, la actitud ética tanto de Antígona como de los médicos hipocráticos no es una mera ortopraxis, un simple actuar bien; es mucho más, es un recto arte de vivir y en el caso particular de los médicos hipocráticos es un recto arte de la medicina, una auténtica ortotecnia de la tékhníª iatrikíª, una verdadera ortoyatrotecnia.
Este planteamiento es rabiosamente actual, porque ninguna ley de ningún estado puede obligar a ningún médico a no actuar katí phí½sin; de ahí la necesidad de acudir, en su caso, a la objeción de conciencia.
El temple de Antígona, se repite en Sócrates, en Tomás Moro, y en muchos otros. Si por ello se ha llamado a Tomás Moro a man for all seasons (Bolt: XXVI) por su conducta ejemplar y atemporal, lo mismo podrá decirse de Sócrates y, desde luego, también nuestra doncella de Tebas se convierte en una gigante woman for all seasons. Tanto ellos, como también nosotros, podremos decir con Kant en la conclusión de su Crítica de la razón práctica: “el cielo estrellado sobre mi y la ley moral en mi”.
BIBLIOGRAFíA
R. Bolt, A man for all seasons, London 1975.
J. Cruz, Antígona. La tragedia de la familia en Hegel, en: R. Alvira (ed.), Razón y libertad, Madrid 1990, pp. 337-349.
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M. del A. Hermosín (ed.), Tratados hipocráticos, Madrid 1996.
P. Laín, Ciencia, técnica y medicina, Madrid 1986.
P. Laín, La medicina hipocrática, Madrid 1987.