Valor de la vida biológica (A. Ruiz Retegui)

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a) VARIEDAD DEL FENOMENO VITAL

Las diversas cuestiones éticas que se plantean en el trabajo del biólogo tienen como punto de referencia fundamental el valor del fenómeno vital: si la investigación biológica se presenta tan cargada de significación ética es porque trata con la vida, y la vida reclama una actitud de respeto, de reconocimiento.

Pero el fenómeno vital está lejos de ser uní­voco: al hablar de vida apelamos a realidades muy variadas y de valores muy diferentes. Entre la vida protozóica, la vida vegetal, la vida animal y la vida humana hay diferencias esenciales que serí­a absurdo ignorar englobando todos los fenómenos bajo la valoración homogénea de la dignidad de la vida. Por esto no puede ser un punto de referencia adecuado para la ética biológica la mera apelación a la dignidad de la vida. De hecho, por intenso que sea nuestro amor a la vida y nuestra sensibilidad ética, todos tenemos, en la práctica, más aprecio a un diamante que a una hormiga, aunque reconozcamos en ésta una dimensiones vitales de gran significado y profundidad que evidentemente no se encuentran en el carbono cristalizado en el sistema cúbico.

Prescindiendo de las situaciones lí­mites en que es difí­cil establecer inequí­vocamente si un ser está dotado de vida o no, encontramos una amplí­sima gradación de intensidad en la vida de los seres. Aún afirmando que el fenómeno vital es individual y que o se tiene, o no se tiene, debemos reconocer que, cuando hablamos de vida, no estamos significando exactamente lo mismo en el caso de unos seres que en el de otros. El concepto de vida que se aplica lo mismo a un ser unicelular o a un perro es producto de una abstracción, es decir, de un proceso mental en que se prescinde de algunos elementos concretos para afirmar exclusivamente algunas propiedades comunes, como son la nutrición, la homeostasis, la reproducción, y determinada afección con el medio en que se encuentra. Por esto la denominación “vida” o “vivo” es demasiado genérica y alcanza a formas demasiado variadas para que pueda ser objeto de referencia inequí­voca.

b) VALORACION DE LAS DIFERENTES FORMAS DE VIDA

El fenómeno vital es extraordinariamente interesante para una mente abierta al mundo y a la realidad. El biólogo consagra al estudio de ese fenómeno sus energí­as intelectuales con dedicación y rigor profesional.

Pero el interés por la “vida” puede tener un origen muy variado. El fenómeno vital puede resultar interesante desde el punto de vista puramente económico. Por ejemplo, cuando la elaboración de determinadas sustancias consigue incluirse en el proceso vital de algunos seres, el fenómeno de la vida resulta altamente rentable pues permite obtener esos productos de un modo más seguro, constante y barato que en el proceso de fabricación técnica. Análogamente, el fenómeno vital puede resultar interesante desde el punto de vista estético, o desde el punto de vista lúdico, etc.

En un estudio sobre Deontologí­a biológica nos interesa determinar la valoración de la vida desde el punto de vista ético, es decir, en cuanto resulta interpelante éticamente para la libertad del hombre. Esta valoración ética debe ser distinguida de la valoración cientí­fico-biológica, según la cual las formas de vida son consideradas según su significación en orden al conocimiento cientí­fico. Así­, por ejemplo, para un zoólogo puede resultar de inmenso valor una determinada forma de vida, es decir, un determinado animal, que ilustra o ayuda a completar el cuadro cientí­fico de los seres vivientes. En esta perspectiva, las especies únicas o los ejemplares raros son objeto de una valoración cientí­fica que es distinta de la valoración ética de que aquí­ se trata.

Pero, si debemos superar la pura consideración abstracta del concepto de vida, y buscar un criterio para una valoración propiamente ética ¿qué referencia debemos tener? La respuesta a esta pregunta la hemos dado ya en el capí­tulo sobre el fundamento de la Etica: el valor ético fundamental es la persona humana dotada de dignidad absoluta y por tanto, única realidad capaz de interpelar a la libertad con una interpelación absoluta, es decir, con una interpelación propiamente moral.

c) DIGNIDAD ABSOLUTA DE LA PERSONA Y VALOR DE LA VIDA

Si las formas de la vida biológica que encontramos en el mundo nos parecen tan interesantes, e incluso significativas éticamente, es porque advertimos una estrecha relación entre ellas y nuestra propia vida corporal. Es el reconocimiento implí­cito de la analogí­a entre las diversas formas vitales y la vida corporal de la persona absolutamente digna, lo que nos hace entender aquellas como dignas de respeto. Las formas de vida nos interpelan con más intensidad cuando, de algún modo, reflejan más intensamente nuestra propia vida. La vida vegetal, por interesante que pueda resultar desde el punto de vista estético, o económico, o cientí­fico, reclama de nosotros menos consideración que la vida de un animal que tiene sensibilidad y da muestra de fenómenos parecidos a los que advertimos en nuestra propia existencia humana. De hecho, para entender los fenómenos de la conducta animal nosotros tomamos como referencia las experiencias de nuestra propia existencia.

En este sentido hay que estar advertidos respecto al peculiar riesgo reduccionista que tiene lugar cuando se pretende entender al hombre desde el conocimiento de la conducta animal, olvidando que la conducta animal ha sido entendida previamente a partir del autoconocimiento que el hombre tiene de sí­ mismo. La cuestión que se nos plantea es, pues, descubrir la conexión que existe entre las diversas formas de vida y la persona humana. Esto requiere, como paso previo, considerar con cierta atención la corporalidad humana y el valor de la vida biológica del propio hombre. Luego, desde la analogí­a de la vida corporal humana con la vida no humana, ya podremos descubrir el valor de ésta.

Nos encontramos pues frente a dos cuestiones: la primera es descubrir la relación entre la vida biológica del hombre con su propia dignidad personal; la segunda es descubrir la relación entre la vida corporal del hombre con otras formas de vida. La primera de estas cuestiones implica un estudio de la persona en sí­ misma, en los diversos componentes de su compleja estructura. La segunda cuestión es de otra í­ndole y remite a una consideración del mundo como unidad.

d) VALOR DE LA VIDA FISICA DEL HOMBRE

Al tratar de la fundamentación de la Etica hemos situado el fundamento de la dignidad absoluta de la persona y, por tanto, de la interpelación personal, en el amor creador de Dios, que al querer a la persona no en relación a otra cosa sino por sí­ misma, la constituye en un bien no relativo, sino absoluto.

Pero la llamada creadora de Dios a cada persona es compleja. En esa llamada se componen de manera singular la creación directa del alma por parte de Dios y la generación de parte de los padres. La forma de esa singular composición entre creación y generación no debe entenderse con el esquema del dualismo cartesiano según el cual Dios crearí­a el alma y los padres engendrarí­an el cuerpo. Este esquema divide al hombre en dos substancias que se unirí­an de forma accidental. La tradición clásica y cristiana ha afirmado siempre la unidad de la persona humana en su complejidad corporal y espiritual y por eso afirma que la creación directa del alma por Dios y la generación del cuerpo por los padres se componen de forma que también el cuerpo es resultado de la llamada creadora, pues lo que le hace ser propiamente un cuerpo humano -lo que en la terminologí­a de la filosofí­a clásica se denomina forma sustancial- es el alma espiritual creada por Dios. Esto quiere decir que la llamada creadora no se dirige a algo que ya preexiste, sino que es la misma llamada la que pone en la existencia. No existen en el hombre elementos ajenos a esa llamada: todo lo que el hombre es, es consecuencia del Amor Creador, que lo marca en todas sus dimensiones. Es decir, todas las dimensiones de la existencia humana están direccionadas por la llamada creadora que se ha compuesto con la generación paterna. Por eso el hombre no apunta hacia su plenitud únicamente con las llamadas facultades espirituales, sino con todas las dimensiones de su ser. La moralidad no es asunto exclusivo de las potencias espirituales, sino que se inscribe también en las dimensiones corporales. A este respecto, es muy ilustrativo que en la Escritura se afirma que el Espí­ritu Santo, no inhabita sólo “en el alma” del hombre justificado: el cuerpo mismo es inhabitado, es “templo” del Espí­ritu. En el fondo, las teorí­as que despojan del significado moral propio al cuerpo y a los gestos corporales, tienen una raí­z dualista. La frecuente justificación de conductas corporales arbitrarias, a las que únicamente se le reconoce el significado que en cada momento se le quiera dar, no tiene nada que ver con una supuesta valoración del cuerpo, sino con su degradación a algo banal, como una máquina que puede ser utilizada a capricho. La gravedad de las consecuencias de este esquema dualista son más profundas de lo que aparece a primera vista pues, además de despojar de significación moral -es decir, humana- al cuerpo, induce una forma de dominio sobre él que resulta violentadora. Muchas de las depresiones que aparecen en personas trabajadoras y llenas de buena voluntad proceden de una forma de imperio sobre el cuerpo semejante al imperio sobre una maquina neutra. El “voluntarismo ascético” tan propio de una sociedad competitiva casa muy bien con la concepción dualista, pero no tiene nada que ver con el auténtico dominio del alma sobre el cuerpo que enseñó la tradición cristiana. Esta concebí­a que el alma debí­a gobernar formalmente al cuerpo, pero no eficientemente, es decir, no desde fuera, como un dueño somete a un esclavo, o el conductor domina a la máquina. Tratado violentamente, el cuerpo se resiente, y su queja aparece frecuentemente en formas de depresión, de falta de energí­a vital justamente en la zona en que más se vinculan las potencias espirituales: en el sistema nervioso.

En realidad, al palabra espí­ritu no significa principalmente substancia sutil o no material, sino dirección a Dios y a los demás, apertura a la trascendencia. La apertura, intrí­nsecamente dirigida hacia Dios y a los demás, que traspasa todas las dimensiones de la existencia humana es lo que formalmente hace el alma. Por esto, decir que el cuerpo humano tiene alma, significa que no es inteligible como tal cuerpo humano exclusivamente en cuanto objeto material con sus propiedades fí­sicas. El cuerpo humano es máximamente significativo, en cuanto humano, en las manos y, sobre todo, en el rostro, que es como decir que es significativo humanamente en su dimensión relacional. Incluso en la dimensión corporal humana protegida por el pudor, se advierte que el cuerpo se hace significativo no principalmente en sus puros componentes materiales, sino, sobre todo, en su mostrarse. No es impúdico ni excitante la contemplación de las ví­sceras, sino el cuerpo en trance de comunicación personal. La experiencia muestra que lo impúdico no es tanto la pura desnudez, cuanto el desnudarse, es decir la situación de comunicación y ofrecimiento. Si ciertas situaciones de desnudez resultan impúdicas es más bien por lo que suponen de “descubrimiento” que de mero estar descubierto.

No obstante el cuerpo humano es material y por tanto sometido a las leyes que rigen lo material, en concreto, a las leyes que rigen los comportamientos biológicos. En su aspecto o carácter material y orgánico, el cuerpo humano es “un trozo de naturaleza”. Bajo esta perspectiva el cuerpo humano es una unidad orgánica y por tanto puede ser considerado como “un todo de significado” biológico. Ese todo de significado biológico es el que considera en su estudio la ciencia positiva.

Pero esa totalidad de significado no es, como hemos visto, la totalidad de la persona: hay aspectos de la persona, y son precisamente los más fundamentales y propios de la persona en cuanto tal, que no están incluidos en la totalidad de significado biológico. La persona sólo es plenamente comprendida cuando su corporalidad es integrada en una totalidad mayor, más plena: la totalidad personal que incluye su dimensión relacional. Por esto el todo de significado biológico no es la referencia moral. La vida fí­sica o biológica no es un valor moral, sino que ha de integrarse en la totalidad personal, que es la que constituye un todo de significación humana y por tanto moral. Que esto es así­ es también cuestión de experiencia: en el trance de la proximidad de una muerte inevitable, es decir, de la pérdida de la vida fí­sica, la actitud digna del hombre no es el rechazo crispado, sino la aceptación serena. Esto indica que la vida fí­sica no es un valor moral, pues nunca es digno del hombre la aceptación de la pérdida de un valor moral, siempre ha de resistirse con todas sus fuerzas: de hecho, los valores morales -la lealtad, la justicia, la fe, etc.- han de ser defendidos aún a costa de la propia vida. A su vez, la vida fí­sica puede ser entregada no sólo en defensa de un valor moral, sino también para preservar otras vidas o también para proteger o promover otros valores humanos.

Estas consideraciones son necesarias para evitar el riesgo de argumentar moralmente desde el cuerpo en su aspecto de “totalidad de significado biológico”. Por el contrario, la referencia moral es la persona humana -en su corporalidad y trascendencia- que incluye -relativizándola- la unidad de significado biológico.

Cuando el cientifismo domina en la comprensión del hombre, su apertura a la donación a Dios y a los demás desaparece del horizonte. La consecuencia inmediata es situar la referencia moral en la unidad de significado biológico. Esto quiere decir que, entonces, el valor supremo será la vida fí­sica, biológica, y por tanto la referencia moral será ese valor supremo. La ética resultante es el “higienismo”, el culto crispado del cuerpo, de la salud, la prohibición “moral” del tabaco… Las manifestaciones de esta actitud ética se observan en la falta de lí­mites para la acción médica sobre las personas, la agresividad terapéutica, y el “todo vale” para mantener el sistema biológico del cuerpo en marcha. Es una ética hedonista, pues lo que puede esperarse del puro funcionar corporal es el placer, y antes o después, paradójica, pero consecuentemente, es una ética que justifica la eutanasia y el suicidio. Cuando el “saco de bioquí­mica” está irreparablemente dañado y es doloroso, no hay más que esperar de él.

En otro ámbito, las posturas exasperadamente ecologistas que propugnan una total inmersión del hombre en la naturaleza y la total equiparación de todas las especies de seres vivientes, no son una protesta adecuada frente a la invasión de la técnica, no son un fenómeno post-moderno, no van detrás del intento moderno de plena comprensión y dominio sobre el mundo con la perspectiva cientifista, sino que es una de sus manifestaciones naturales.

Uniendo estas consideraciones con lo expuesto en los fundamentos de la dimensión ética del hombre podemos resumir diciendo que es necesario distinguir, sin separar, entre los diversos significados que tiene la “vida” en el hombre:

a) la vida plena del hombre, objeto del designio creador, que es la que propia y directamente tiene valor absoluto, porque es la que ha sido querida por sí­ misma por el Amor Creador.

b) la vida en la situación actual, que es situación media, que apunta hacia el valor absoluto de la vida plena, pero que aún no la realiza; es sólo incoación de esa plenitud, tiempo de colaboración de la libertad humana con la llamada creadora para realizar su propia verdad y alcanzar su plenitud.

c) la vida fí­sica como sustrato material de la vida en el tiempo, como principio de colaboración con el Creador, a través de su sexualidad, para la multiplicidad humana y condición de la mundanidad de la existencia humana plural.

e) VALOR DE LA VIDA NO HUMANA

La vida no humana puede conectar con la persona en su dignidad absoluta, y por lo tanto, hacerse objeto de interpelación “relativamente” moral, a través de su relación con la corporalidad de la persona. Ya hemos señalado que la vida fí­sica del hombre no es propiamente un valor moral, pero está í­ntimamente relacionado con él, pues es la vida fí­sica de una persona que sí­ es absolutamente digna. La vida no humana está más alejada del referente moral fundamental. Ahora, para determinar un criterio que nos permita valorar la vida no humana debemos encontrar cómo es la relación que tiene con la vida humana.

También aquí­ el punto de partida debe ser la consideración del Amor Creador. Si, como hemos visto, el hombre es la única criatura de este mundo querida por sí­ misma, las demás criaturas no han sido queridas por sí­ mismas y por tanto no son bienes absolutos, sino bienes o valores relativos, pues han sido creadas en un acto de Amor Creador que no se detiene en ellas sino que se dirige propiamente al hombre. La aparición de las diversas formas de vida en la historia del universo no es brusca y discontinua. La narración con que comienza la Biblia no quiere decir necesariamente que el Creador hiciera aparecer desde la nada directamente cada una de las criaturas y de los seres vivos y los fuera situando en el mundo, de forma que todo formara un conjunto armónico. El sentido profundo de la narración bí­blica es que en la creación se da un perfeccionamiento progresivo de ser y de vida que culmina la peculiar intervención de Dios con que aparece el hombre. Podrí­amos decir que el mundo entero ha sido creado en el acto del Amor Creador dirigido a la persona humana. Las criaturas no humanas no han sido propiamente creadas sino con-creadas, pues no han sido objeto de un acto creador propio e independiente. Esto tiene dos consecuencias importantes en lo que respecta a nuestro problema:

En primer lugar, nos da una visión del mundo como una unidad. El mundo no es un compuesto de criaturas autónomas y plenamente significativas por sí­ mismas que han sido compuestas coordinada y armónicamente para constituir la unidad de orden que hay en el universo. Es decir, el orden del universo no es algo ulterior que accede a las criaturas ya constituidas. Podrí­amos decir que la unidad del universo, es decir, el todo de las criaturas, precede, en orden de naturaleza, no temporalmente, a cada una de las criaturas. Ciertamente esta visión del mundo como unidad presenta una dificultad para nuestro entendimiento, pues nuestro modo de conocer se dirige primeramente a las realidades individuales, y sólo ulteriormente alcanzamos las unidades de orden. Por eso la unidad de orden nos parece naturalmente más débil, y tendemos a ver el universo como un compuesto de realidades cuidadosamente ordenadas. Esta visión, a modo de inventario, es fuertemente potenciada por la perspectiva positivista que tiende a desmontar el mundo con el análisis minucioso de los elementos que lo constituyen, para volverlo a montar según el orden impuesto por la voluntad del hombre dominador. Entonces es vano tratar de encontrar ninguna relación real entre las formas de vida que nos permita alcanzar la vinculación entre las formas no humanas de vida y la vida del hombre en su corporalidad: las diversas formas de existencia son meras piezas del rompecabezas universal, y en cuanto tal, no relacionadas en sí­ mismas.

La visión creacionista del universo, al considerar que la persona humana es la única criatura querida por sí­ misma, afirma, y ésta es la segunda consecuencia, que el orden profundo que existe en el mundo no es legal sino humano, es decir, no procede de una composición cuidadosa de elementos preexistentes, sino de la ordenación al hombre. Por esto, cuando el hombre moderno formula la pretensión de construir un mundo racional, es decir, a la medida de su razón, está tratando de emular al Creador. Este proyecto no tiene, sin embargo, ninguna garantí­a de éxito pues no está garantizada de ninguna manera que la razón humana pueda recomponer plenamente el mundo que previamente desmontó por sus análisis cientí­ficos.

Si todo el mundo ha sido querido en el acto por el que Dios Creador constituye a la persona, entonces toda criatura lleva en sí­ misma su referencia al hombre, pues el Amor Creador que le ha dado existencia estaba en sí­ mismo referido a la persona humana.

En la tradición clásica esta ordenación intrí­nseca de las criaturas al hombre no recibió una formulación explí­cita porque tendí­a a considerar primariamente a cada una de las criaturas aisladamente y olvidaba un tanto la hondura de la finalización humana que vertebra el universo entero. No obstante, apuntaba a esta ordenación cuando hablaba de la gradatoria real de perfección entre los seres, según la cual lo menos perfecto es para lo más perfecto.

Tampoco el cientifismo evolucionista puede, en la medida en que se aferre a un materialismo ateleológico, fundamentar o siquiera ilustrar la ordenación humana del mundo.

Sin embargo, aquellas teorí­as acerca de la evolución que admiten una teleologí­a intrí­nseca -expresada en la existencia de un programa en el proceso evolutivo- aun con todas las reservas y rectificaciones que sean necesarias, pueden armonizarse con la doctrina de la creación, e ilustrar, en su ámbito propio, la vincualción real -no sólo en el orden que podemos alcanzar en nuestro conocimiento- entre las diversas formas de vida, y más aún, entre las diversas formas de ser, con el hombre.

Ciertamente la biologí­a, como ciencia positiva, sólo da cuenta de las manifestaciones experimentales de la evolución, del mismo modo que la fisiologí­a humana sólo puede dar cuenta de las manifestaciones fisiológicas de la actividad mental del hombre. Del mismo modo que serí­a un reduccionismo cientifista y materialista negar la espiritualidad del hombre esgrimiendo los hallazgos de la fisiologí­a del sistema nervioso, también serí­a dogmatismo materialista decir que la evolución biológica pugna con la creación. Mas bien es al contrario: en la medida de sus posibilidades la fisiologí­a confirma la unidad de espí­ritu y materia en el hombre; del mismo modo la evolución que detectan y describen los biólogos, confirma, en la medida de las posibilidades de la ciencia, que la naturaleza está ordenada, también diacrónicamente, al hombre. Si antes decí­amos que la evolución enriquece nuestro conocimiento de la creación, ahora debemos afirmar que la creación hace más plena y coherente nuestra inteligencia de la evolución.

Esta perspectiva, la creacionista ilustrada por la evolución, nos explica que la vida corporal humana es principio del valor de todas las formas de ser y de vida que hay en el universo, pues todas ellas han aparecido como consecuencia de la llamada creadora de Dios al hombre. De un modo un poco figurativo podrí­a decirse que al llamar Dios al hombre no apareció directamente el hombre, sino que una materia que evolucionando desde el caos inicial -la tierra estaba confusa y vací­a- culmina en la disposición adecuada del cuerpo humano. En los seres no humanos se encuentra de forma parcial e incoativamente la vida corporal humana. Por esto decí­amos al principio de este capí­tulo que lo que da sentido y da razón de la inteligibilidad de las formas de ser y de vidas no humanas es la vida corporal del hombre, y que nosotros entendemos la vida porque la experimentamos en nosotros mismos, y porque nos entendemos a nosotros mismos podemos entender a los otros seres vivos. De este modo todos los seres y, en particular, los seres vivos se nos presentan y son realmente bienes objetivos en sí­ mismos por su relación con la vida corporal del hombre que, a su vez, participa del valor absoluto de la persona.

Afirmar que la evolución está finalizada hacia el hombre no quiere decir, como es evidente, que todas las formas de vida evolucionan hacia el cuerpo humano. En ese caso, las restantes formas de vida serí­an todas fósiles biológicos o residuos sin sentido del proceso de evolución hacia el hombre. Pero esta conclusión sólo serí­a lógica si el cuerpo humano fuera autosuficiente y no necesitara del mundo, y de las otras formas de vida, para existir como tal. La finalización hacia el hombre, es decir, la ordenación de toda la creación para el hombre, afirma que toda criatura y toda forma de vida está ordenada diacrónica o sincrónicamente hacia el hombre.

Por esto, cuanto más próxima esté una forma de vida a la vida corporal del hombre -aunque no esté en el phylum concreto que haya conducido por la evolución biológica a lo humano- más valiosa es en sí­ misma y así­ la reconocemos. Serí­a pues un error -producto, como se señaló antes, de un planteamiento abstracto- equiparar todas las formas de vida y entender la vida en sentido uní­voco. Los fenómenos vitales tienen un arco de significación muy amplio: no es lo mismo la reacción de un árbol a una agresión mecánica que el dolor de un perro, y mucho menos son equiparables el dolor del animal más complejo y el sufrimiento humano. Como tampoco son equiparables la capacidad de ver de un animal y la mirada humana, aunque material y fisiológicamente sean bastante parecidas. Aunque la anatomí­a de uno y otro tengan elementos análogos, la persona tiene rostro, semblante, el animal no.

Resumiendo podemos concluir que los seres vivos no son valiosos únicamente porque sirvan para proporcionar elementos útiles -medio, alimentos, etc.- al hombre dominador de la naturaleza (esa perspectiva podrí­a autorizar una auténtica explotación utilitarista de los animales), sino porque son como huellas del camino ontológico a través del cual el hombre, respondiendo a la llamada creadora de Dios, ha ido saliendo desde la nada hacia la realidad concreta de su existencia corporal.

(Publicado en Natalia López Moratalla y otros, Deontologí­a Biológica, ISBN 84-600-5259-1)

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