Bioética de los Principios

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Abstract:

La bioética ha surgido del problema de la invasión de una mentalidad técnica en una práctica ética pues concierne a la vida humana. De aquí emerge la dificultad de plantear límites morales a esta práctica, ya que parecen exteriores a su racionalidad. La bioética de los principios ha tomado estos de una racionalidad teleológica con una corrección posterior autonomista.  Esto produce una divergencia que manifiesta una debilidad epistemológica y una dificultad de comprensión moral. Esto es especialmente evidente en la formulación del principio de autonomía, del que se quita la impronta ética que tenia en Kant. Se ha de postular una nueva racionalidad ética que conlleva una reformulación que parta de principios éticos en conexión con las experiencias éticas básicas.

Bioethics emerges about the tecnological problems of acting in human life. Emerges also the problem of the moral limits determination, because they seem exterior of this practice. The Bioethics of Principles, take his rationality of the teleological thinking, and the autonomism. These divergence manifest the epistemological fragility and the great difficulty of hmoralñ thinking. This is evident in the determination of autonomy’s principle, it has not the ethical content of Kant’s propose. We need a new ethic rationality with a new refelxion of new Principles whose emerges of the basic ethic experiences.


                “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La afirmación de Arquímedes que formula a modo de un auténtico desafío cósmico, no es sino expresión de lo revolucionario que es para el hombre el descubrimiento de un principio. La importancia de la frase es la universalización de una experiencia particular de tal forma que se la comprende como una ley que afecta al cosmos en cuanto tal. La grandeza de esta atribución es precisamente la que le permite dar al sabio de Siracusa un paso más: la fuerza escondida en lo que ha descubierto no es la mera la intelección de una verdad a nivel universal, lo cual le capacita para prever y proyectar en el futuro muchas acciones regidas por dicho principio, es sobre todo, el inmenso potencial transformador que dicho principio contiene y que queda en sus manos usar.

                  En este sentido, la ley de la palanca tiene un verdadero valor paradigmático: por medio de un instrumento el hombre es capaz de multiplicar indefinidamente su propia fuerza y puede imaginar como posible en la realidad su maximización, de forma que sea capaz de vencer cualquier obstáculo. Una pretensión hasta ahora inusitada se hace realidad por medio de un principio, además, asequible, fácil de aplicar, que está en las manos de cualquiera. El hombre entrevé por vez primera que en sus manos está la posibilidad de cambiar el mundo, lo cual depende simplemente de la mejor aplicación de un principio mediante la mejora progresiva de los instrumentos empleados.

            Podemos comprender entonces la exclamación de Arquímedes como precursora de la mentalidad técnica contemporánea y que se ha consagrado en la conocida frase de Francis Bacon que, para muchos, ha de regir el saber técnico: “saber es poder”. Cualquier conocimiento aparece como un poder formidable que supera al cognoscente y que pide ser llevado a cabo.

            Es una transformación radical del sentido clásico de αρχή en cuya búsqueda se centró la aparición de la filosofía. Los primeros pensadores griegos tuvieron la osadía de buscar ese  αρχή como λόγος interior que iluminaba la intelección del cosmos con una actitud fundamentalmente especulativa, de reflejo intelectual de la realidad. Se trataba de un αρχή por el que el hombre se elevaba hasta encontrar las razones que mueven el mundo, pero nunca pensaron en un αρχή que el hombre pudiera dominar para su provecho, un principio que le permitiera transformar el mundo. Es más, esa consideración les parecía claramente deleznable. El αρχή verdadero es el motor del mundo, por eso nunca puede estar en el dominio humano. El principio técnico que el sabio de Siracusa nos revela, no nos ayuda a conocer el misterio del mundo; por eso, se comprende con facilidad que habrá que sospechar de lo falaz de su pretensión de cambiar un mundo que le permanece en su esencia desconocido. No será sino un modo más de dejarse llevar por una imaginación encendida en un deseo, sin un conocimiento cierto de lo que obra.

            La irrupción de la racionalidad de la técnica con sus propios principios se propone como una prueba de la capacidad inmensa de transformación que tiene el conocimiento y que, entonces, abre al hombre a capacidades nuevas que le permiten ser “constructor” de un mundo nuevo[1]. Es cierto que en el caso de Arquímedes la condición que requiere, el punto de apoyo, es imposible, pues debería estar fuera del mundo. Pero, tal vez precisamente por ello, parece que invita a la búsqueda de ese punto privilegiado en el que el hombre pueda apoyarse para hacer “su” mundo.

La exigencia ética de la vida ante el impacto de la técnica

            La bioética, la disciplina que nos ocupa en nuestro Congreso, nace precisamente por el impacto de las nuevas técnicas en la práctica médica y la necesidad de responder a los desafíos que provoca[2]. Es decir, en ella se da una conciencia de la imposibilidad que tiene el hombre de asumir todas las implicaciones del principio técnico “saber es poder”. La técnica es una amenaza cuando está regida solo por ella misma y ofrece actualmente un poder tan grande, tan tentador, que puede imponerse al hombre y destruirlo. La pregunta es así por la aparición de otro principio que no es técnico: “¿qué es lo que se sabe, pero no se debe hacer?”

            Es cierto que la formulación de la pregunta no tiene ninguna respuesta técnica. Por eso exige acudir a un principio diferente que no sea de este orden. Posiblemente, ha sido Platón el que propuso el principio más claro al respecto, que pone en boca de Sócrates al menos un siglo antes de la advertencia de Arquímedes: “Es mejor padecer una injusticia que cometerla”[3]. La novedad de la afirmación es que aparece un sentido preciso de “bien” dentro de un juicio que no es de hecho, sino de valor, caracterizado por el “es mejor”. De aquí, aparece igualmente una nueva cuestión “¿por qué hacer lo mejor?”, que la técnica simplemente abierta al uso de posibilidades es incapaz de responder. Es aquí donde la cuestión ética puede formularse también en principios que no son del conocimiento de una cosa (especulativos), ni de transformación del mundo (técnicos), sino directivos de “acciones justas” y no simplemente de resultados. O mejor, lo esencial del juicio de valor es “que convierte al hombre justo”, un fin en sí mismo, y no solo unos sucesos que acontecen en el mundo, esto es, si construye un mundo mejor.

            Esta diferencia esencial, que se manifiesta con el juicio de ser “mejor”, formulado de modo absoluto, nos revela un bien del todo singular: el “bien moral”. La irreductibilidad de este bien al mero bien físico es manifiesto, porque la valoración se centra en el quicio que diferencia el “cometer” (actuar intencionalmente) y el “padecer” (entendido aquí como resistir en el bien), pues la injusticia (lo que ocurre en el mundo) es la misma. Es decir, es un bien que no se puede definir por lo que sucede exteriormente, sino por el modo como el hombre construye su acción. Su especificidad no es meramente teórica, tiene un correlato práctico admirable: el modo como Sócrates afronta su propia muerte[4]. La aceptación que realiza el filósofo de su condena injusta es el testimonio claro de esa bondad de “padecer una injusticia” hasta el extremo de ofrecer su vida. Existe un bien singular, el bien moral, por el que vale la pena entregar la vida.

            Por eso mismo, en cualquier acción que afecte la vida física (βίος), tiene que abrirse a un sentido de vivir (ζωή) descubierto en la diferencia en la que emerge el sentido moral según recuerda el aforismo de Juvenal: “Considera el mayor crimen preferir la superviven­cia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido de vivir”[5]. Esta frase con la cual Kant acaba la Crítica de la razón práctica[6], es del todo fundamental para comprender qué significa para el hombre “vivir”[7]. La razón de vivir es mayor que la propia vida, y es allí donde el hombre descubre la luz moral para guiar la propia existencia. En verdad, para el hombre vivir es descubrir un sentido, algo, por consiguiente irreductible a una serie de “cualidades”, que se pudieran medir según el concepto de “calidad de vida”.

            Tal sentido, se descubre, como el cuidadoso análisis de Maurice Blondel nos lo muestra[8], por el valor de los deseos en la medida en que son motores de nuestras acciones. Es decir, es incomprensible hablar incluso de “acción” sin hablar del sentido contenido en las intenciones. La experiencia moral nos conduce a la determinación de unos principios específicos, diversos de los especulativos, pues son directivos de la acción, y distintos de los técnicos, ya que tienen como fin el hacer crecer al hombre en cuanto persona y no construir un “mundo mejor”.

 El intento de respuesta en unos principios

            Esta reflexión que parte del modo como el hombre se descubre viviente y su cuerpo como fuente de significados[9], es en cambio, la que, a mi parecer, ha sido abandonada por la bioética, denominada de los principios (principialismo)[10]. Nuestro análisis conduce a afirmar que ha dejado de lado los principios verdaderamente éticos y se ha volcado en un modo de razonar fundamentalmente técnico. No le interesa buscar el sentido de lo que hace y cómo en él se revela el valor moral de la vida humana, sino de encontrar principios en vista de una fácil aplicación para conseguir maximizar unos resultados de una forma plausible.

            Creo que la razón de ello es doble, y en ambos casos de una clara primacía de una racionalidad técnica sobre la ética:

            La primera razón proviene del hecho de que esta bioética, nace de un ámbito juridicista, que se dirige a determinar responsabilidades civiles en cuestiones éticas, por lo que se busca un método sencillo de llegar a acuerdos y determinar procedimientos objetivos que luego se puedan aplicar a cada caso[11]. Con esta pretensión queda claro que se debía formular “principios” de contenido muy simple, sin requerir una intelección profunda, y que permiten por eso un sencillo manejo en los comités de ética. En este sentido, se privilegia la determinación de resultados y la formulación de procedimientos consensuados que sirvan de una especie de “escudo técnico” ante cualquier tipo de reclamación.

            La segunda razón, no menos importante, es la de procurar un sistema ético que esté al servicio del crecimiento de los intereses científicos, en su vertiente técnica. Esto es, que se sirva de una racionalidad subordinada al modo técnico de la praxis, que se mueva en su campo de posibilidades prácticas al uso electivo del hombre. Se quiere una ética que no cierre caminos que permita siempre experimentar ese “poder” contenido en el “saber” de la técnica. Es decir, tomar una racionalidad fundada en tales “principios” conlleva de por sí, esa apertura en la cual se da la neutralidad ante los fines[12] propia de la técnica, lo cual, en definitiva, permite revisar constantemente los resultados a partir de nuevos datos y considerar cualquier conclusión ética simplemente provisional. Encuentra, por consiguiente, su campo en una racionalidad de principios formales, cuyo contenido ético pretendidamente universal se despliega posteriormente, en un cálculo objetivo dentro de un procedimiento técnico. Esto es, un modo de razonar que relaciona la acción con el fin moral de un modo técnico, según la relación fines-medios, y no según la relación intencional entre lo que se obra y el bien específico de la persona[13].

            Se comprende la diferencia radical de este modo de considerar la ética, de aquella que ilumina las acciones desde las razones para “entregar la vida”, por el orden interior de las mismas que realiza la razón práctica. Este modo de comprender la acción tiene por no moral la presentación de argumentos puramente fácticos o meramente de amparo jurídico.

            Desde la perspectiva principalista, sostenida por la asunción pretendidamente ética de una racionalidad en el fondo técnica, es como se puede comprender la formulación concreta con la que tal bioética ha llevado a cabo la determinación de sus principios. Los cuatro famosos “principios”[14] guardan una relación entre sí muy reveladora.

            Dos de ellos se refieren a la determinación de resultados: beneficencia y no maleficencia. En cuanto principios bioéticos, se toman como el modo de asunción de la racionalidad de ponderación deliberativa dentro de la más tradicional moral proporcionalista, eso sí, simplificada al máximo, a partir de la aceptación de una cierta conmensuración de todos los bienes[15], que, por sí misma, pierde la especificidad del “bien moral”[16]. Por consiguiente, no son tanto dos principios, cuanto el uso sistemático de la racionalidad teleológica, en su más sencilla expresión tendente a la máxima objetivización de los resultados. Aquí la técnica permite determinar objetivamente los efectos de la intervención con sus perjuicios y sus previsibles mejoras, se sabe así lo que se hace.

            Por otra parte, están los principios, que tiene que ver no tanto con tal realidad objetiva, cuanto con el modo: cómo se hace, lo cual debe contar con la voluntad del enfermo (principio de autonomía) y con la relación con el resto de enfermos y el sistema sanitario (principio de justicia). La misma formulación de los principios considera estas dos características que son relacionales, como algo distinto y separado de la objetividad de la técnica médica.

            Desde estas consideraciones, se comprende que el principio de autonomía que es el único que expresa la existencia de una voluntad dirigida hacia algún fin, tenga entonces una primacía ética indudable. Como se funda en el modo de actuar, la dificultad que se desprende de la misma es el modo de expresar fielmente tal autonomía[17]. Un mínimo análisis del término nos manifiesta la ambigüedad del mismo. No es sino una manifestación más de la “mitificación” que la palabra “autonomía” tiene en nuestra cultura actual. Contiene tal fuerza de fascinación, que cualquier realidad para ser “correcta”, tiene que ser expresión de una autonomía genuina, es esta la que concedería el valor de plenitud humana a cada una de las dimensiones de la vida de los hombres. Por eso mismo, se habla de autonomía en política, se habla de autonomía en ética, se habla de autonomía en educación, se habla de autonomía en bioética, eso sí en cada uno de estos ámbitos con un significado diferente, incluso equívoco. La diversidad de los significados es una consecuencia lógica del proceso mitificador anterior: el interés por hacer participar de la fuerza de la “autonomía” una realidad vital, obliga a adaptar el “valor” de dicha autonomía, a las exigencias que dicha realidad ofrece. De aquí que la confusión afecte al término en su uso social y, por ello, a la exactitud con el que lo utilizan las distintas ciencias y que, de hecho, es muy patente en el caso de la bioética. Así, el término autonomía es relevante en bioética en dos sentidos claramente distintos: uno es el modo autónomo de toma de decisión, y otro es la autonomía de movimientos y de capacitación funcional que puede tener un enfermo incluyendo su capacidad de razonamiento. El denominado “principio de autonomía” se refiere al primer sentido, mientras que el segundo tiene que ver más con el par de principios “beneficencia-no maleficencia”, pues la “autonomía vital” es uno de los factores que deben ser valorados dentro de los resultados. No obstante, lo complejo es ahora determinar la autonomía formal, en una persona cuya autonomía física o psíquica esté reducida. El único modo para ello parece consistir en introducir grados de autonomía[18], pero esto nos obliga a relativizar este principio en razón de quién determina dichos niveles y qué significan estos.

            Se puede decir que en casi todos los casos en los que se usa el término “autonomía” existe un denominador común: por “autonomía” se quiere expresar un modo de salvaguardar la libertad del hombre, esto es, un sentido profundamente ético. Sin duda alguna, este sustrato común es debido al modo de concebir la autonomía que tuvo Kant, que es el que le dio el supremo valor dentro del hecho moral.

            Pero, si es siempre sabio volver a las fuentes, en este caso, es un tanto desmoralizador por los resultados. Se ha de constatar que cualquier uso del término autonomía en bioética es muy diferente de la proposición kantiana de autonomía. En Kant, la autonomía no es una expresión exterior del modo de actuar propiamente humana, sino más bien una categoría específica del hecho moral que tiene su sentido en el nivel trascendental y no en el campo directo de las máximas morales que pueden dirigir las acciones categoriales[19]. Para Kant, que el hombre sea autónomo es un hecho de conciencia, y no de relaciones sociales que estarán regidas justamente por la ley y en las que entran en juego todo tipo de vinculaciones y autoridades, con un reconocimiento explícito del valor positivo de la religión en este campo social[20], por lo que el reconocimiento de una autoridad exterior y pública, le parece beneficiosa y no ofensiva de la autonomía personal. Comprender la diferencia de planteamientos, es muy bueno para no atribuirse de modo equívoco méritos ajenos, y entender que el simple recurso a la “autonomía” en bioética, no justifica que sea un instrumento adecuado de análisis ético.

            De hecho, esta diferencia tan radical de uso de la autonomía en la bioética es la que explica cómo en el sistema bioético que estamos analizando, el principialismo, el principio de autonomía se articula sin mayor problema con la racionalidad teleológica más simple, fundado en una pura ponderación de los efectos, que es precisamente la racionalidad que todo el sistema deontológico kantiano quiere evitar de raíz. El error de epistemología ética que este hecho supone es grande, eso sí, en parte excusado por la extensión de este sistema mixto de autonomía teleológica en determinados ambientes éticos de los años setenta, precisamente en el momento del nacimiento de la bioética[21]. No está de más que nos paremos brevemente para ver el error ético que se da aquí.

 Crítica del recurso teleológico a la autonomía

            La autonomía, tal como se comprende desde una posición fundamentalmente teleológica, traslada el puesto de la “autonomía”, de la conciencia trascendental kantiana, a la decisión categorial. El sentido de este cambio es el siguiente: mientras en Kant lo decisivo era que la respuesta ética fuera al deber por el deber, porque sólo así el hombre obraría autónomamente; desde la nueva formulación lo decisivo es que la decisión sea “autónoma”, tomada por uno mismo como una libre deliberación sin más influencias exteriores, porque solo así sería en verdad correspondiente a la dignidad humana, eso sí, sin referencia alguna a una obligación moral, sino a obrar “auténticamente”[22].

            ¿Dónde está lo esencial del cambio? En el modo de considerar el sujeto ético en relación a la racionalidad. Todo el sistema kantiano en lo referente a la ética tiene como objetivo la recuperación de sujeto nouménico que el empirismo radical de Hume había perdido. Es decir, cuenta con la intención de proteger el valor intangible de la dignidad humana de la relatividad caótica de las sensaciones y emociones que vive el sujeto moral. En el fondo, lo quiere recuperar mediante la diferenciación en la conciencia de los dos niveles: trascendental (lo autónomo y libre) y categorial (lo sensitivo sometido a todo tipo de influencias que pueden determinarlo).

            ¿Qué ocurre en cambio con el pensamiento teleológico “autonomista”? Que, por nacer en primer lugar de un cálculo objetivo de consecuencias, sufre, en cambio, la ausencia del sujeto[23]. Es un tipo de razonamiento que se puede hacer sin considerar a ningún autor concreto: el cálculo de la caída de una piedra es el mismo si la ha tirado un hombre, si se ha caído por un desprendimiento o si procede de un meteorito del cielo. Se prescinde absolutamente de la intención que configura la acción. Esto hace indudablemente que pese sobre este tipo de razonamiento una sospecha de una profunda inhumanidad, de que a partir de él puedo usar a las personas sin considerar su dignidad para nada. Precisamente, aquello que Kant quería evitar a toda costa.

            ¿Cómo puede aparecer el “sujeto”, el gran ausente en el planteamiento teleológico? Está muy claro: a modo de ruptura con el discurrir del razonamiento, de una forma ajena a la racionalidad que marca el sistema y que en el planteamiento más elaborado, heredero del análisis de Moore, es la recuperación de la intención, eso sí, ya no como la que configura internamente la acción, sino universalizada teleológicamente al definirla como el deseo subjetivo de maximizar los beneficios de la acción[24]. Es lo que ha conducido a distinguir con Ross entre la “corrección” del razonamiento (rightness) y la bondad de la intención del sujeto (goodness)[25]. En esta posición es donde aparece posteriormente la “autonomía”, en la decisión subjetiva que acaba el razonamiento teleológico.

            Creo que esta comparación es en verdad clarificadora de los mismos límites que tiene la autonomía en cuanto tal. Nace, con Kant, para conservar el sujeto propio de la acción olvidado, tanto por el racionalismo deductivista, como por el emotivismo empirista; pero, en el teleologismo, pierde el sujeto agente que aparece siempre como ajeno a la racionalidad propia de la acción[26]. Se ha perdido así la racionalidad de la persona que actúa[27], que es precisamente lo que en el sistema teleológico deja de considerarse. Es una “ética sin sujeto”, porque toda la deliberación se ciñe a los hechos y resultados exteriores. Esto es, el médico deja de realizar una acción moral y se le considera un mero técnico.

            No es sino la expresión más patente de una conciencia abstraída en sí misma, que se concibe como puramente espiritual separada de todo lo corporal. Una conciencia que relegaría la libertad a una esfera privada e individualista ajena a cualquier determinación exterior. El concepto de “autonomía”, entonces, no parece sino el proyectar el espacio de la legítima autonomía, propia del ámbito social de las relaciones humanas, a lo íntimo de una conciencia concebida solipsística y espiritualistamente. En ella, Kant todavía postula a Dios[28], pero inmediatamente después se seculariza de forma absoluta y, en un paso posterior, se la llega a considerar una emergencia más del flujo de energías psíquicas totalmente deterministas. El intento kantiano de defender al sujeto personal de una reducción emotivista, acaba en su recorrido, por la influencia de Freud, en la disolución de la conciencia misma a un sistema energético[29]. La conciencia, cuyo valor personal surge en la tradición cristiana como búsqueda de un contenido absoluto en un mundo relativo, queda así en definitiva relativizada en el mundo energético (biologismo) y absolutizada, en cambio, como principio individualista-subjetivo en el ámbito social (sociologismo)[30].

            Tal consideración puramente espiritualista que acompaña la concepción de la “autonomía”, no puede sino proyectar largas sombras sobre cualquier acercamiento a la vida humana, en un momento en que la corporeidad con sus limitaciones se hace particularmente presente. Por eso mismo, se ha de considerar un instrumento técnico poco adecuado para el pensamiento ético, a pesar de la fascinación de su plausibilidad y facilidad de uso.

            Ha sido el pensamiento dialógico el que mejor ha respondido a esta pretendida conciencia solipsista y apunta a lo erróneo de la acción de una autonomía monológica, incluso en su versión kantiana[31]. Supera la consideración del mero hacer técnico y recupera la responsabilidad personal ante el otro, que no se puede jamás reducir a la aplicación de un protocolo, sino que despliega todo un entramado de significados relacionales “no autonomistas”.

 Crítica de la practicidad de la bioética de principios

            En todo caso, con una definición tan inapropiada de autonomía asumida por el sistema principialista, todo queda a merced de un procedimiento, el modo de determinar las condiciones para un “consentimiento informado”, que, desde la misma lógica de los principios, se complica enormemente. ¿De qué se le informa?, en definitiva, del cálculo que ha hecho el técnico de lo que se puede hacer.

            De hecho, las dos racionalidades, la del puro cálculo y la del interés del enfermo, son en sí tan ajenas, que se crea una dificultad creciente en la relación entre el médico y el enfermo que queda, tantas veces, a merced de un protocolo, por el cual la persona enferma puede sentirse usada, incluso dramáticamente, por intereses muy ajenos a sí mismo.

            La relación entre ambos polos queda entonces en una plausibilidad: saber presentar adecuadamente lo que se quiere hacer para que resulte convincente. Esto, que es realmente cruel si lo consideramos en el acto que relaciona al médico con el paciente, es en verdad casi cínico, en cuanto lo referimos al ámbito público y que comprobamos tantas veces como un modo de presentar las cuestiones morales para producir directamente determinados resultados. La moralidad ha acabado entonces en esa capacidad de persuasión que caracterizó a los sofistas y contra la cual se expresó Sócrates con el principio realmente moral que hemos destacado anteriormente. Estoy hablando de tendencias que exigen una rectificación profunda de la perspectiva ética, incluso dando por supuesto la rectitud general del médico en su acción que quiere dirigir a curar, ya que para ello necesita ayuda. Lo que quiero destacar es que para iluminar la rectitud que busca el médico, la ética de los principios, aun en su versión más moderada, no es el instrumento adecuado, y que más bien tiende a “tecnificar” más y más la práctica médica.

            ¿Dónde queda el sentido de la acción? Evidentemente se ha perdido. Por eso la bioética que ha nacido de las amenazas que pueden realizarse contra la vida, ella misma se puede convertir en una profunda desmoralización respecto de las “razones de vivir”.

            La razón está clara: la vida humana, separada de su sentido de vivir, que se entiende como ajeno a la práctica técnica, queda reducida a un bien más medible y ponderable. Un “bien físico” o bien “óntico” que debe conmensurarse con otros bienes. ¿Dónde queda la responsabilidad ante el otro? ¿Dónde se percibe el sentido de mi acción a favor del bien de la persona?

 Una nueva racionalidad

            La percepción de los límites del principialismo, ha conducido a que otras posturas éticas reformulen otros principios para darles un contenido verdaderamente ético. No es este el lugar de presentar estos intentos[32], además, mi idea es que es imposible configurar un sistema completo a base de principios. Pero sí es muy conveniente ofrecer una serie de correctivos a los excesos técnicos, de la postura que hemos presentado. Por eso, quisiera simplemente referirme a dos principios fundamentales que corrigen las dos vertientes del análisis pricipialista.

            El principio de benevolencia como única guía de la beneficencia, un criterio moral y no solo jurídico y que Spaemann ha recuperado críticamente como un modo de superar tanto la abstracción kantiana, como el utilitarismo teleológico[33].

            Responsabilidad hacia la persona y no un mero respeto a una autonomía, tal principio está abierto a una responsabilidad social donde la guía es el bien común y no solo una justicia procedimental o distributiva[34].

            El motor del mundo no es una palanca, ni siquiera divina. Es más bien el punto mismo de apoyo que cualquier palanca necesita para moverse ella misma. Es un amor originario, del que brota todo don, porque es “dador de vida”, y permite asumir con una profunda racionalidad el sentido de mis acciones como disposición a “dar la vida”. Sólo desde la lógica, ciertamente universal, de un amor que da un sentido fuerte a la vida[35], se llega a la convicción de que la vida es siempre un bien,  y se redescubre la profunda verdad de que es un “don”[36]. No es esta una afirmación accesoria, sino un reconocimiento necesario, el único que puede explicar la asombrosa universalidad del amor que une el sentido de vivir a un ser amado. Un amor que da ese “corazón que ve”[37] y reconoce la dignidad también en sus momentos más ocultos cuando la vida no es “de calidad”. Sí, es ese amor el que transforma el mundo, el amor “que mueve el sol/ y las demás estrellas.”[38]


[1] Cfr. Ratzinger, J. Dios y el mundo, Galaxia Gutenberg –Círculo de Lectores, Barcelona, 2002, 132: “Pensemos, por ejemplo, en la construcción de la torre de Babel, con la que el ser humano pretende procurarse una civilización única mediante la técnica. Él quiere producir el sueño en sí correcto de un mundo, una humanidad, gracias al poder del propio conocimiento, y con la torre que llega hasta el cielo intenta conquistar el poder y progresar hasta lo divino. En el fondo, es idéntico al sueño de la técnica moderna: conseguir poder divino”.

[2] Ya en el primer artículo en el que aparece el término: cfr. Potter, V.R. «Bioethics: de Science of Survival» Perspectives in Biology and Medicine 14, (1970), 127-153. El autor, con el término quiere establecer un puente entre el razonar técnico y el moral, como se descubre en su libro: Idem, Bioethics: Bridge to the Future, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, 1971. Cfr. para la cuestión de sus inicios: Jonson, A.R. The Birth of Bioethics, Oxford University Press, New York, 1998.

[3] Platón, Gorgias, c. 29; 474 b; y c. 33; 477 a-e. Un antecedente en Demócrito: cfr. DielsKranz, Die Fragmente der Vorsokratiken. Griechisch und deutsch, Weidmann, Berlin, 1954, fragmento B 45. Un estudio del mismo texto en: von Hildebrand, D. Ética, Encuentro Ediciones, Madrid, 1983, 60.

[4] Cfr. Platón, Apología a la muerte de Sócrates, 17a-42ª. En: Diálogos I, Ed. ibéricas, Madrid, 41941, 171-205.

[5] Juvenal, D.G. Satirarum libri, VIII, 83s: “Summum crede nefas animam praeferre pudori et propter vitam vivendi perdere causas”.

[6] Cfr. Kant, I. Kritik der praktischen Vernunft, Z. II, A 283.

[7] Cfr. Melina, L. «Vita». En: TanzellaNitti, G.Strumia, A. (eds.), Dizionario interdisciplinare di Scienza e Fede, Urbaniana University Press-Città Nuova, Roma, 2002, 1519-1529.

[8] Blondel, M. L’Action. Essai d’une critique de la vie et d’une science de la pratique, Félix Alcan (Paris 1893). En Maurice Blondel. Œuvres complètes, I: 1893 Les deux thèses, Presses Universitaires de France, Paris, 1995.

[9] Es la diferencia que existe en alemán entre “Körper” y “Leib”.

[10] Los primeros que proponen una bioética de este tipo como sistema son: T. Beauchamp, T.Childress, J. Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, New York, 2001 (1ª ed. 1979). Para un estudio detenido de sus diversas formulaciones: cfr. Ferrer, J.J.Álvarez, J.C. Para fundamentar la bioética. Teorías y paradigmas teóricos en la bioética contemporánea, Universidad Pontificia Comillas –Desclée de Brouwer, Bilbao, 2003, 121-162.  No puedo estar de acuerdo con la interpretación en forma de “deontologismo moderado” que hacen de este sistema los autores (Ibid., 156), pues en verdad no analizan la racionalidad que lo sostiene.

[11] Como se comprueba con el renacimiento de la casuística en el ámbito bioético: cfr. Keenan, J.F. –Shannon, T. The Context of Casuistry, Georgetown University Press, Washington D.C., 1995. Sobre este tema: Ferrer, J.J. – Álvarez, J.C., op.cit., 163-181.

[12] Cfr. Taylor, C. The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1992, 10: “the eclipse of ends, in face of rampant instrumental reason”. Algo que relaciona directamente con: Ibid.: “a loss of meaning, the fading of moral horizons”.

[13] Así lo explica: Rhonheimer, M. La prospettiva della morale. Fondamenti dell’etica filosofica, Armando Editore, Roma, 1994.

[14] Seguiré para la definición de los mismos la formulación que presenta: Gracia, D. Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid, 1989.

[15] De aquí procede la determinación  del concepto de “calidad de vida”.

[16] Es la gran crítica que realiza en cuanto al bien: Murdoch, I. The Sovereignty of Good, Routledge, London-New York, 1989. Y en cuanto a la inconmensurabilidad de determinados bienes: Finnis, J. Fundamentals of Ethics, Clarendon Press, Oxford-New York, 1983.

[17] No existe un acto de autonomía absoluta: cfr. Gracia, D., op.cit., 184: “Quizá pueda ya decirse desde ahora que una acción completamente autónoma es probable que no se haya dado nunca, y que sólo podamos aspirar a que nuestras acciones sean sustancialmente autónomas.”

[18] Cfr. Gracia, D., op.cit., 183, en lo que se refiere al conocimiento y la ausencia de control externo.

[19] Como se ve muy claro por su definición: Kant, I. Kritik der praktischen Vernunft, 1 Teil, §8 Lehrsatz IV, A 59: “Also drückt das moralische Gesetz nichts anderes aus als die Autonomie der reinen Vernunft, d.i., der Freiheit, und diese ist selbst die formale Bedingung aller Maximem, unter der sie allein mit dem obersten praktischen Gesetze zusammenstimmen können.”

[20] Cfr. Kant, I. Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft. En Immanuel Kants Werke, 4, Cassirer 229: “Religion ist (subjektiv betrachtet) das Erkenntnis aller unserer Pflichten als göttlicher Gebote.”

[21] Así lo muestra: Abbà, G. Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1996, 176-203. Se ha de reconocer una cierta voluntad de justificación de la racionalidad teleológica por su relativización de la experiencia moral como se observa en el campo católico con el caso paradigmático de: Knauer, P. «La détermination du bien et du mal par le principe de double effet». Nouvelle Revue Théologique 87, (1965), 356-376.

[22] Cfr. Gracia, D., op.cit., 185.

[23] Cfr. Grindel, C.W. «Ethics without a Subject. The Good in G.E. Moore». En: Aa.Vv., Thomistica Morum Principia. Communicationes V Congressi Thomistici Internationalis. Romae, 13-17 Septiembris 1960, I, Officina Libri Catholica, Romae, 1960, 73-85.

[24] Pues en lo que respecta a la acción: Keenan, J.F. Goodness and Rightness in Thomas Aquinas’s ‘Summa Theologiae’, Georgetown University Press, Washington, D.C., 1992, 5: “In his Ethics, Moore sought to determine the objective notion of right. His definition is utilitarian: the act that «produces a maximum of pleasure».” Lo cual conlleva una paradoja en la cuestión de la racionalidad: cfr. Ibid., 6: “Moore’s «paradox» with its two distinct moral descriptions offered a way of overcoming the problem of the manualists: persons are «good»; actions are «right.»”

[25] Cfr. Ross, W.D. The Right and the Good, Hackett Pub.Co., Indianapolis, 1988 (orig. Oxford 1930).

[26] Recordemos la exigencia interna de la clarificación del sujeto ético, para poder hablar de acción: cfr. Ricoeur, P. Du texte à l’action. Essais d’herméneutique, II, Éditions du Seuil, Paris, 1986, 184.

[27] Con la pérdida que esto supone de captación del objeto moral de una acción, como lo advierte: Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 78: “para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa.”

[28] En un sentido “subjetivo”: cfr. Kant, I. Kritik der praktischen Vernunft. En KGS, V, 226: “d.i. est moralisch notwendig, das Dasein Gottes anzunehmen. Hier ist nun whol zu merken, daβ diese moralische Notendikeit subjektiv, d.i. Bedürfnis, und nicht objektiv”. Para esta articulación: cfr. Gómez Caffarena, J. El teísmo moral de Kant, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1983.

[29] Así lo critica: Ricoeur, P. Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Éditions du Seuil, Paris, 1969; en especial en el capítulo que denomina: «Une énergétique sans hermenéutique». En Ibid., 79-94.

[30] Son los dos reduccionismos antropológicos que destaca: von Balthasar, H.U. Glaubhaft ist nur Liebe, Johannes Verlag, Einsiedeln, 1963.

[31] Hay que destacar en este sentido la aportación de: Levinas, E. Humanisme de l’autre homme, Fata Morgana, Montpellier, 1978.

[32] Destaquemos especialmente el de: Sgreccia, E. Manuale di bioetica, Vita e Pensiero, Milano, 1999, 159-168. Cfr. Ferrer, J.J. –Álvarez, J.C., op.cit., 416-419.

[33] Cfr. Spaemann, R. Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid, 1991.

[34] En este sentido se han dado muchos intentos en esta dirección aunque no suficientemente articulados. Destaca en el ámbito social: Jonas, H. Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation, Insel, Frankfurt a. M., 1979.

[35] Cfr. Melina, L. «Experiencia, amor y ley». En: Pérez-Soba Diez del Corral, J.J. –Larrú Ramos, J. –Ballesteros Molero, J. (eds.), Una ley de libertad para la vida del mundo. Actas del Congreso Internacional sobre la ley natural. Madrid, 22-24 de noviembre de 2006, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid, 2007, 327-336. Señala que, por desgracia, esta lógica del amor se ha perdido en las éticas kantiana y teleológica: Nussbaum, M.C. Love’s Knowledge. Essays on Philosophy and Literature, Oxford University Press, New York-Oxford, 1990.

[36] Cfr. Pérez-Soba Diez del Corral, J.J. «La vita personale: fra il dono e la donazione». En Melina, L. –Sgreccia, E. –Kampowski, S. (eds.), Lo splendore della vita: Vangelo scienza ed etica. Prospettive della bioetica a dieci anni da Evangelium vitae, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2006, 127-141; Styczeń, T. «Vivere significa ringraziare. Gratias ago, ergo sum. La cultura della vita come cultura del ringraziamento». En: Id., Comprendere l’uomo, Lateran University Press, Roma, 2005, 273-298.

[37] Benedicto XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 31.

[38] Dante Alighieri, La divina comedia, Paraíso, XXXIII, 145.


Ponencia pronunciada en el Congreso de AEBI, en noviembre 2008

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