La Neurociencia ha experimentado un enorme desarrollo en las cuatro últimas décadas que la ha convertido en una de las disciplinas biomédicas de mayor relevancia en la actualidad. Ha contribuido a ello, junto con otros factores, el creciente impacto de las enfermedades del sistema nervioso en las sociedades occidentales.
1. INTRODUCCIÓN
La Neurociencia ha experimentado un enorme desarrollo en las cuatro últimas décadas que la ha convertido en una de las disciplinas biomédicas de mayor relevancia en la actualidad. Ha contribuido a ello, junto con otros factores, el creciente impacto de las enfermedades del sistema nervioso en las sociedades occidentales. El incremento de pacientes que sufren accidentes cerebrovasculares, procesos neurodegenerativos —como la enfermedad de Alzheimer o la enfermedad de Parkinson—, o trastornos psiquiátricos —como la depresión o la esquizofrenia—, han llevado a las autoridades sanitarias a multiplicar los medios materiales dedicados a la investigación del cerebro y de sus alteraciones.
Desde su origen, la Neurociencia se ha caracterizado por un marcado enfoque sintético e integrador de todas aquellas ciencias dedicadas al estudio del sistema nervioso normal y patológico. Esta interdisciplinariedad, con la que se intentó aunar el trabajo de científicos básicos y clínicos, se puso especialmente de manifiesto en la década de los años sesenta y principios de los setenta con iniciativas como la fundación de la International Brain Research Organization (IBRO), la implantación del programa docente de esta disciplina Neuroscience Research Program en el Massachusetts Institute of Technology en Cambridge (Massachusetts, Estados Unidos) o la creación de la Society for Neuroscience, también en los Estados Unidos1. La inspiración común de estos proyectos era la convicción de que la cooperación de los diversos puntos de vista científicos podía empujar el progreso en el conocimiento biológico y médico de una estructura tan compleja como el sistema nervioso. El impresionante crecimiento experimentado por la investigación neurobiológica en estos últimos cuarenta años ha demostrado que, como estrategia global para resolver un problema científico de grandes dimensiones, este planteamiento es muy útil y, probablemente, el mejor posible2.
Desde el punto de vista histórico3, 1664 marca para muchos el origen de la Neurociencia moderna. En ese año, Thomas Willis (1621-1675) publica su conocido tratado sobre la anatomía cerebral, Cerebri Anatome, el primer gran intento de conocer a fondo el sistema nervioso y, muy especialmente, su porción encefálica4. Este médico inglés estaba muy influenciado por los escritos del filósofo René Descartes y se interesaba en particular por las implicaciones de la filosofía cartesiana en la comprensión de los trastornos mentales.
Según la doctrina cartesiana, el espíritu, como realidad simple, no podía ser la sede de la enfermedad mental, sino que esta debía encontrarse en algún lugar del cuerpo al que se encuentra unida. Con estas premisas, y muy deslumbrado también por los recientes descubrimientos de William Harvey (1578-1657) sobre la circulación sanguínea, Willis se adentra, con audaces investigaciones anatómicas y fisiológicas, en una prodigiosa búsqueda causal en el cerebro del hombre y de distintos tipos de animales, que le ha hecho merecedor del título de fundador de la neuroanatomía, de la neurofisiología y de la neurología experimental. En nuestro tiempo es especialmente recordado por una de sus aportaciones: es el primer científico que intentó asignar determinadas funciones mentales a áreas concretas del cerebro. Miembro de la Oxford Philosophical Society, su permanente contacto y discusión con otros profesores de disciplinas humanísticas le permitió conocer de primera mano el pensamiento filosófico de su tiempo, poniéndole en las mejores condiciones a la hora de dar una mayor coherencia a sus propias investigaciones neurobiológicas5.
Otra fecha de gran importancia en la historia de la Neurociencia es la del 13 de septiembre de 1848. Ese día Phineas Gage (1823-1860), un capataz que trabajaba en la construcción de los ferrocarriles en el norte de Nueva Inglaterra en Estados Unidos, sufrió un accidente al atravesarle una barra de hierro parte de la cara y las porciones anteriores de la cavidad craneal. Gage no murió en el acto. Perdió una gran cantidad de corteza cerebral prefrontal, pero sobrevivió al accidente y pudo incluso recuperar la salud física. Pero, después del traumatismo, aunque no sufría ningún trastorno sensorial ni motor y tampoco se le detectaron alteraciones en el lenguaje o en la memoria, su personalidad experimentó un cambio notable. John Harlow (1819-1907), el médico que le atendió en el Massachusetts General Hospital de Boston, recogió en un artículo, que es ya parte de la historia de la Neurociencia y de la Medicina, sus observaciones sobre este paciente, en las que describe de forma penetrante y concisa, hace más de 130 años, los principales síntomas asociados a la destrucción de la corteza prefrontal humana6:
«Su salud física es buena, y me inclino a decir que se ha recuperado (…). El balance o el saldo, por decirlo así, entre sus facultades intelectuales y sus predisposiciones animales parece haberse destruido. Es impulsivo, irreverente (…), manifiesta una escasa deferencia hacia sus compañeros, es intolerante con sus limitaciones o con los consejos que se le ofrecen cuando no coinciden con sus deseos; es a veces muy obstinado, mas, con todo, caprichoso y vacilante, idea muchos planes de actuación para el futuro, que abandona nada más organizarlos (…). A este respecto, su mente ha cambiado por completo, tanto que sus amigos y conocidos dicen: “ya no es Gage”»7
El siglo XX se inició con la concesión del premio Nobel en Medicina a Santiago Ramón y Cajal (1853-1934) y a Camilo Golgi (1843-1926) en el año 1906. La técnica de Golgi fue un poderoso método, que Cajal utilizó con finura para abordar un detallado análisis neuromorfológico del sistema nervioso. Este conocimiento microscópico de las estructuras nerviosas también aportaba correlatos funcionales de gran valor. En muchos ambientes neurocientíficos, sobre todo anglosajones, Cajal es considerado el iniciador de la etapa más moderna de la Neurociencia.
También conviene mencionar aquí que los trabajos de Sir Charles Sherrington (1857-1952) y otros en las primeras décadas del siglo pasado, que analizaron con detalle la comunicación entre las células nerviosas y favorecieron mucho el desarrollo exponencial de la fisiología del sistema nervioso y un mayor entendimiento de los fenómenos celulares que rigen el traspaso efectivo de la información nerviosa.
El descubrimiento, a mitad del siglo XX, de la psicofarmacología representa otra piedra miliar en el estudio del cerebro, especialmente de los trastornos mentales. Se puede decir que, junto con el advenimiento de las poderosas técnicas de neuroimagen, es responsable en gran medida del relieve científico y social de que goza en nuestros días la Neurociencia.
Hasta 1950 no existía una terapia efectiva para tratar la esquizofrenia. El primer fármaco que resultó útil para este propósito fue la clorpromacina, cuyo hallazgo es otra pieza fascinante de la historia de la Neurociencia. El neurocirujano francés Henri Laborit (1914-1995) pensó que la ansiedad que sufrían sus pacientes antes de la cirugía se debía a la liberación masiva de la sustancia histamina, lo que también tenía el efecto adverso de interferir con la anestesia y provocar en ocasiones una muerte súbita. Para bloquear la liberación de esta amina biógena probó varios antihistamínicos intentando encontrar uno que calmase a los enfermos. Descubrió, tras varios intentos, que la clorpromacina era el mejor. Y con ello empezó a pensar que esa acción sedante de este compuesto podría ser útil también en algunos trastornos psiquiátricos. En 1952, esta idea de Laborit fue investigada por Jean Delay (1907-1987) y Pierre Deniker (1917-1998), que encontraron que la clorpromacina en dosis altas puede ser muy eficaz para calmar a personas con sintomatología esquizofrénica o maniaca depresiva que se muestran agitadas y agresivos. En 1 964, tras años de estudio, quedó claro que la clorpromacina y otros compuestos de la familia de las fenotiazinas tenían efectos específicos sobre la sintomatología psicótica en la esquizofrenia. Estos fármacos mitigaban o abolían los delirios, las alucinaciones y algunos tipos de pensamientos complejos y desorganizados; y, además, si se mantenía esta medicación durante la remisión de la sintomatología psicótica, la recaída de los enfermos se reducía muy significativamente. La terapia antipsicótica había entrado en la historia de la Psiquiatría, revolucionando de forma radical esta especialidad médica.
Cuando en el año 2003, Paul Lauterbur (1929-2007)8 de la Universidad de Illinois en Estados Unidos y Peter Mansfield (1933) de la Universidad de Nottingham en Inglaterra recibieron el premio Nobel de Medicina por sus descubrimientos sobre la Resonancia Magnética —resonancia de los átomos de hidrógeno cuando son bombardeados con ondas electromagnéticas desde un imán— y su aplicación en la obtención de imágenes médicas, era ya casi un lugar común referirse al impresionante avance que han experimentado los métodos de diagnóstico médico en los últimos años gracias a estas nuevas tecnologías. En el caso de las imágenes obtenidas del cerebro, la introducción de la llamada Resonancia Magnética Funcional, que permite detectar los cambios en la distribución del flujo sanguíneo cuando el individuo desarrolla determinadas tareas sensoriales o motoras, o en distintos paradigmas cognitivos, emocionales y de motivación, también ha catapultado espectacularmente el estudio cerebral normal y patológico. Estas técnicas, junto a la tomografía con emisión de positrones —el famoso «PET», Positron Emmision Tomography— y la magneto-encefalografía, han sido las causantes de que la investigación en neuroimagen sea una de las pioneras en el estudio del sistema nervioso.
Con el trasfondo de estos avances, se celebró en mayo de 2002 en San Francisco (California) un simposio sobre el nacimiento de una nueva disciplina, la Neuroética, patrocinado por la prestigiosa institución norteamericana Dana Foundation. Este evento contribuyó a la puesta en escena de una nueva orientación que ha ido cobrando carta de naturaleza en el campo de la Bioética, y que despierta cada vez mayor interés, no sólo entre los neurocientíficos.
El extraordinario progreso de las ya citadas técnicas de neuroimagen, que están proporcionando una gran cantidad de datos sobre las funciones cerebrales, ha provocado en no pocos el convencimiento de que estamos muy cerca de desentrañar el misterio global de la organización del pensamiento humano y, en general, de todas las llamadas «funciones superiores» del hombre. Pero este asalto de la ciencia a lo que parecía el inaccesible reducto del espíritu comienza a tener ya claros efectos prácticos. Aunque pueda parecer a simple vista ciencia ficción, analizando los abundantes estudios neuropsicológicos que se están realizando en la actualidad, comienza a parecer posible el proyecto de manipular la conducta humana mediante la activación y desactivación artificial de determinados centros cerebrales y de sistemas de conexiones que rigen el funcionamiento unitario del sistema nervioso9. De este modo, las manipulaciones encaminadas a obtener modificaciones en la conducta personal o colectiva podrían invadir el mundo de la educación, el derecho o la política, por citar sólo algunos ámbitos capitales de la actividad humana. Los evidentes riesgos que entrañan estas posibilidades suscitan la necesidad de tener en cuenta la ética a la hora de enmarcar las investigaciones y las posibles intervenciones en el cerebro del hombre10. También en este punto resulta obvio que la Neurociencia se encuentra abocada a dialogar con otras disciplinas. La misma presencia en la mencionada reunión de San Francisco de abogados, periodistas, filósofos y políticos, junto con los neurocientíficos lo ponía de manifiesto11.
Pero el paso de la Neurociencia a la vanguardia de las ciencias, y no sólo de las biomédicas, no se debe tan sólo a los espectaculares avances científicos, sino también a la gran cantidad de preguntas clave sobre la biología del sistema nervioso que quedan todavía por contestar, que la convierten en un campo especialmente atractivo para la investigación. En efecto, nos enfrentamos al difícil reto de comprender cómo funciona un organismo de manera unitaria y cómo desarrolla sus actividades más complejas y elaboradas. Por eso se entiende que algunas de esas preguntas se cuenten entre las últimas grandes incógnitas de la investigación biológica.
Ahora bien, cuando nos referimos a lo específicamente humano, más allá de lo que se puede calificar como una simple dificultad científica, es preciso reconocer que nos encontramos ante un terreno rodeado de misterio. Y buena parte de ese misterio se concentra en torno a lo que se ha venido a llamar las relaciones mente-cerebro.
2. LA NEUROCIENCIA ANTE LAS RELACIONES MENTE-CEREBRO
Los novedosos métodos de la Neurociencia moderna y la relevancia de sus resultados, además de manifestar con claridad lo mucho que nos queda por saber acerca del funcionamiento del cerebro, han supuesto un impulso decisivo para volver a plantear el clásico problema de las relaciones entre la mente y el cerebro. Quizá lo más característico de la nueva situación es que el problema parece haber dejado de ser un monopolio de la Filosofía, y se ha convertido en ineludible para la misma ciencia.
En este planteamiento, se entiende por cerebro el centro biológico que recibe los estímulos del medio interno y externo al individuo, los integra entre sí y con la experiencia cognitiva, emocional y de motivación acumulada, y, finalmente, da lugar a la respuesta o respuestas correspondientes dentro o fuera del organismo, cuyo funcionamiento puede ser abordado mediante los métodos de la ciencia experimental; y por mente, el conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo o afectivo, tal como comparecen en la experiencia subjetiva o en la medida en que se encuentran referidos a ella. Se denomina «problema» mente-cerebro porque —al menos tal como se plantea ante nosotros mismos— por un lado poseemos experiencias subjetivas y por otro somos capaces de examinar científicamente los órganos materiales implicados en ellas, sin que la unidad de ambas perspectivas sea fácil de encontrar12.
En este terreno se plantean preguntas de gran calado desde el punto de vista filosófico y neurocientífico: ¿son las actividades mentales distintas o idénticas a los procesos cerebrales? Para los que piensan que ambos son lo mismo, la pregunta que surge espontánea es: ¿a qué se debe en ese caso la ilusión de que nos parezcan diferentes? Por su parte, quienes consideran que la explicación de la mente debe encontrarse en la actividad del cerebro deberían preguntarse, en cambio, cómo los procesos cerebrales producen los procesos mentales. Y, para aquellos para los que la mente tiene una cierta independencia respecto del cerebro, resulta obligado plantearse si se puede o no separarlos nítidamente y cómo se relacionan entre sí13.
De entre las preguntas particulares que se abren en este estudio de las relaciones mente-cerebro, resultan especialmente interesantes las que se refieren a la conciencia. Y esto por varios motivos. Por una parte, porque, como ha definido recientemente la revista Science en un número especial por su 125 aniversario, el estudio de la conciencia es uno de los retos científicos más importantes para los próximos años14. Y, por otra, porque este estudio ocupa a filósofos de diversas tradiciones intelectuales. Esto explica que el también llamado «problema de la conciencia» sea uno de los que más peso han tenido en la rehabilitación del diálogo interdisciplinar entre la Neurociencia y la Filosofía.
De todos modos, la misma apertura del diálogo ha servido ante todo para poner de manifiesto las dificultades que entraña. Y es que, aunque la conciencia parezca un fenómeno claro y patente, no resulta tan fácil definirla y acotarla, teniendo en cuenta especialmente los condicionamientos que imponen las diferentes tradiciones científicas o intelectuales a las que se pertenece —no siempre fáciles de armonizar— o, más aún, los que derivan de la ignorancia de dichas tradiciones, que suele llevar a las simplificaciones y los malentendidos. Esto explica que este diálogo reclame una especial honestidad y un gran rigor intelectual. De lo contrario, es más que posible llegar a posiciones cerradas, a veces de alto contenido ideológico, que no sólo no aportan nada a su solución, sino que pueden presentarse de tal modo que hagan impracticable un verdadero progreso en el conocimiento y un acercamiento entre los diversos métodos y posturas15.
Comenzaremos este apartado del trabajo exponiendo algunos intentos de clarificación terminológica, para pasar a continuación a una exposición de las principales hipótesis y teorías de los más conocidos neurocientíficos interesados en este estudio.
2.1. Clarificación terminológica sobre el análisis neurobiológico de la conciencia
Hemos empleado la palabra «conciencia» en los términos definidos por el filósofo de la mente David Chalmers, de la Universidad Nacional de Australia16, que señala que en el estudio de la conciencia podemos distinguir dos problemas claramente diferenciados.
Por una parte, nos enfrentamos a lo que él denomina el problema «fácil» de la conciencia (easy problem of consciousness), que se refiere a la distinción en el campo de las funciones biológicas y de los procesos mentales entre aquellos que son inconscientes y los que podemos calificar como conscientes. Gran parte de la experiencia sensorial y nuestras conductas planificadas son conscientes. Otras dimensiones de nuestra actividad, como el control del corazón o de los procesos digestivos, la organización de la musculatura de la extremidad superior para lograr escribir o atrapar algo, y otras muchas de las actividades orgánicas de nuestro medio interno son inconscientes. Para muchos autores el problema de la conciencia se refiere a la distinción entre computación mental consciente o inconsciente, y estriba en identificar las estructuras nerviosas implicadas en su realización, y en entender cómo y por qué es posible que nuestro sistema nervioso sea capaz de estructurarse de esta manera.
Pero este empeño parece aportar poca cosa a la hora de entender la conciencia tal como aparece desde la perspectiva interna. Por eso cabe hablar del problema «duro» o «difícil» de la conciencia (hard problem of consciousness), que consiste, según este autor, en explicar cómo se produce en nosotros la experiencia de nuestra propia identidad, la sensación de «darnos cuenta» y de que somos, de alguna manera, «dueños» de nosotros mismos y de nuestra actividad; en otras palabras, la autoconciencia en general.
De entrada, se puede afirmar con rigor que, en su estado actual, nuestros conocimientos sobre la biología de los procesos cerebrales se revelan a todas luces insuficientes para dar una respuesta satisfactoria a este último problema. Aun cuando en muchos foros neurocientíficos se insiste en que los dos «problemas» se tienen que explicar en virtud de complejos mecanismos neurobiológicos de nuestro sistema nervioso, parece claro que una aproximación adecuada escapa a los paradigmas de exploración de que disponemos en la actualidad17. Muchos califican este punto de discusión filosófica y científica como un «misterio»18, y no pocos opinan que está aún muy lejana la respuesta definitiva. Los hay incluso que afirman que tal vez nunca lleguemos a conocerla19. Así, por ejemplo, para Colin McGinn, actualmente profesor de filosofía de la Universidad de Miami, aunque la conciencia es fruto exclusivo de nuestro cerebro, la organización morfofuncional de nuestro sistema nervioso hace imposible que podamos con él resolver este denominado «misterio» de nuestra vida20.
2.2. La Neurociencia moderna ante el problema de la conciencia
Detengámonos ahora brevemente en las opiniones de algunos de los neurobiólogos que han abordado este tema. No nos proponemos ser exhaustivos, sino más bien individuar algunas de las líneas maestras del estudio neurobiológico de la conciencia, de modo que podamos ponerlas en relación con las tesis avanzadas desde la Filosofía.
En esta empresa, hay que deshacer, ante todo, un prejuicio. Cuando se considera desde fuera, la perspectiva neurocientífica puede producir la impresión de que en ella los problemas se encuentran adecuadamente enmarcados y de que, si falta una solución, tan sólo es preciso esperar a que los nuevos experimentos vayan arrojando luz sobre lo que todavía no se sabe. Pero la realidad demuestra que los problemas que se quieren resolver no siempre se encuentran bien planteados, y que, a menudo, el modo de abordarlos de la Neurociencia no es compatible con las aproximaciones filosóficas21.
Simplificando un poco, se pueden dividir las opiniones o teorías de los diferentes neurocientíficos en cuatro grandes grupos: a) el conductismo; b) el monismo reduccionista que incluiría el materialismo eliminativo; c) el dualismo neurofisiológico; y d) el fisicalismo no reduccionista.
El conductismo, que fue dominante en la Psicología durante buena parte del siglo pasado, considera que el objeto de dicha ciencia es la conducta. Desde su constitución como tal, la Psicología se había entendido como el estudio de la mente, sin la cual parecía imposible entender la conducta humana; pero las dificultades de aplicarle el método experimental animaron a algunos científicos a prescindir de ella a la hora de estudiar la conducta. Puesto que la conducta, entendida como la respuesta del organismo a unos determinados estímulos, puede ser observada y medida, parecía posible prescindir de los procesos mentales a la hora de explicarla. El objetivo de la Psicología sería, por tanto, enunciar las leyes que rigen las relaciones entre los estímulos y las respuestas. Del mismo modo que la Mecánica de Newton lograba estudiar las fuerzas atractivas entre las masas desentendiéndose de otras cualidades de los cuerpos, se postulaba que se podía considerar la mente como una «caja negra», desentendiéndose de sus estados y de su funcionamiento interno. John B. Watson y B.F. Skinner22 son dos representantes señalados de esta postura, que podríamos denominar conductismo metodológico.
El monismo reduccionista, por su parte, niega que la mente sea realmente distinta del cerebro y trata de explicar los fenómenos mentales y, en concreto, la conciencia —también la autoconciencia— en términos físicos o biológicos. Para esta postura la distinción entre la mente y el cerebro responde a la insuficiencia actual de nuestros conocimientos sobre los procesos cerebrales, pero el desarrollo científico futuro permitirá reducir los estados mentales a fenómenos puramente materiales que tienen lugar en el cerebro.
Algunos neurocientíficos interesados en las relaciones mente-cerebro y en el estudio de la conciencia, se decantan favorablemente por asumir el materialismo eliminativo. Los estados mentales de los que hablamos en el lenguaje ordinario —creencias, deseos, sentimientos, intenciones— no existen realmente y deben ser sustituidos por una estricta concepción biologicista, que parta de la idea de que las actividades cognitivas son en última instancia actividades del sistema nervioso23. En muchos casos, se propone una inversión del procedimiento habitual de la investigación de los procesos cognitivos, que, partiendo de las actividades cognitivas de los seres humanos —pensar, hablar, recordar, aprender—, pasan a individuar las operaciones cerebrales que pueden producirlas; y se propone sustituirlo por una aproximación de abajo arriba: empezar por comprender el comportamiento físico, químico, eléctrico o filogenético de las neuronas, y sólo después, tratar de comprender desde esa aproximación científica lo que sabemos intuitivamente sobre nuestras actividades cognitivas y afectivas.
De entre los numerosos neurocientíficos que se han sumado de un modo u otro a esta visión de las relaciones mente-cerebro y del problema de la conciencia podemos destacar los siguientes: Francis Crick, Christof Koch, Susan Greenfield, Antonio Damasio, Michael Gazzaniga y Stuart Hameroff.
Francis Crick (1916-2004), premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructuración en doble hélice del ADN, ha dedicado la última etapa de su vida científica al estudio de la conciencia en el Saik Institute de La Jolla en Estados Unidos junto con su colaborador Christof Koch, en la actualidad investigador en el California Institute of Technology. Estos autores han buscado los correlatos neuronales mínimos necesarios para dar lugar a un aspecto específico de la conciencia. Crick ha señalado en su conocido libro The Astonishing Hypothesis: The Scientific Search for the Soul que todas nuestras alegrías y sufrimientos, nuestras ambiciones y memorias, el sentido de nuestra identidad y de nuestro libre albedrío, no son más que el funcionamiento de amplias redes neuronales y de las moléculas asociadas a estas conexiones neurales24, y ha llegado incluso a proponer el núcleo reticular del tálamo como un centro nodal para la conciencia del individuo25.
Para Susan Greenfield, profesora de Farmacología en la Universidad de Oxford y directora de la Royal Institution of Great Britain, la conciencia es una realidad continuamente variable, que existe en diversos grados y en cuya estructuración son muy importantes las redes neuronales, que se extienden sobre amplias zonas de nuestro cerebro, y los marcadores bioquí
Comments 3
Me gusta el concepto de neurología, estoy haciendo mi tesis de inteligencia musical en los estudiante del instituto de música público acolla- Perú basándome en el libro de Howard Gardner, las múltiples inteligencias. Si me darían mas apoyo de la inteligencia musical, estaría agradecido.
Gracias
Eduardo
Muy buen articulo, mil gracias por toda la documentación aportada…saludos